1- Las discusiones sobre arte argentino no son habituales, pero hay una que va y viene hasta hoy. Tiene como eje a la galería del Centro Cultural Rojas en la primera mitad de la década del noventa. La manera en que transformó formal y socialmente al arte porteño, por qué no al de varias ciudades, específicamente bajo la dirección de Jorge Gumier Maier. Hace un tiempo apareció un libro que viene de estas discusiones y que las despliega para trascenderlas, porque se toma en serio también la otra pata del asunto: el aspecto profesionalista, sistemático y orgánico del quehacer artístico, sintetizado en la figura de uno de sus protagonistas, Marcelo Pacheco.
El libro se llama Modelos y prácticas curatoriales en los 90. Su autora es Jimena Ferreiro que investigó el trabajo y las intenciones de dos curadores de artes visuales emblemáticos de los años noventa, esa época en que lxs curadorxs empezaron a llamarse así y a tener un papel central en los armados de las muestras y las instituciones. El libro recoge sus ideas e hipótesis sobre lo que fue otra vuelta de tuerca más en los matices del sistema del arte. Que existía, claro, para entonces, pero que era mucho más diagnosticable que ahora porque era más chico.
Los protagonistas son Gumier Maier y Pacheco. No se trata de relatos biográficos sino de poner en foco sus roles en la conformación de las estructuras actuales del arte porteño. En algún punto la pregunta que circunda al libro es la que podemos pensar para ubicarnos como visitantes de ciertas formas culturales de la ciudad de Buenos Aires de una década: ¿Qué los diferencia en medio de compartir un contexto común? ¿Qué “modelos curatoriales”, y por ende, qué expectativas sociales, estéticas y políticas se juegan en cada uno? La periodización que hace Ferreiro, que no solo es historiadora del arte sino también curadora, tiene como inicio el año 1989, momento en que Gumier inventa la galería del Rojas. Cierra con un hecho simpático y extraño para los ensayos sobre historia del arte: la publicación de un libro de imágenes sin texto que hicieron entre ambos.
2- El libro de Ferreiro se publicó varios meses antes de que la revista digital Jennifer le dedicara un dossier a discutir un fragmento de una entrevista que la pintora Laura Ojeda Bar le había hecho a su colega Marcia Schvartz en ese mismo medio. Ahí se manifestaba descontenta, para decirlo de alguna manera, con lo que consideraba “el relato oficial”, que es lo mismo que decir que no está de acuerdo con la importancia que tiene hoy en día la curaduría fundada por Gumier. Entre los textos hay uno de Ferreiro, en el que critica lo que considera son “posiciones retrógradas” de Schvartz. Uno de los puntos dilemáticos de todo el debate y del dossier es si se considera a Liliana Maresca una artista “del Rojas”. Maresca fue la primera que mostró ahí en 1989 y su primera retrospectiva, inaugurada en 1994 pocos días antes de su muerte, fue curada por Gumier en el CC Recoleta. Pero lo que se discute de fondo no es tanto eso, sino si su estética se puede reunir con las que caracterizan a la de muchos artistas de entonces.
Jorge Gumier Maier es el creador del término “curaduría doméstica”, una especie de concepto-estampa, con algo de metodología informalista y un entusiasmo ascético en la sensibilidad de las obras, en su carácter sagrado laico. Con plásticos, témperas, bordados, calcomanías, peluches o telas de hule. Con ese término define una ética soñadora con los pies en la calle o en el dos ambientes. Una vocación querible y austera del arte, para acceder a algo irreductible: la presencia de los objetos, la primacía de las cosas populares por sobre los conceptos. Lo doméstico sería, para Gumier, un concepto anterior al concepto, una especie de demostración materialista de los sentimientos, sin necesidad de semiótica ni teorías novísimas. Con el tiempo supimos que lo suyo fue dar algo pero no dar de más, de ahí esa actitud de abandonar literalmente el arte y sus trabajos para vivir en el suburbio del Delta. Para pensarlo desde hoy: no está en la saga de lxs eventerxs, sino en la de quienes se fastidian del sistema del arte (de la moda o de las finanzas, o del mercado, lo mismo da) tal cual se figuraba en las revistas masivas de por entonces y en los reels de Instagram de hoy. Si es un “amateur”, como se lo llama en el libro, no es tanto por su inocencia sino por la conciencia de que hay algo de la totalidad, del preparado curatorial del tono de una muestra o una obra, que pide a gritos el desdén, el aburrimiento de lxs que miramos y paseamos por las obras, para habilitarnos mirar sin estridencias. Una actitud que deje lugar a lo que pasa por el solo hecho de que está pasando. Todo esto puede estar reflejado en obras muy distintas de artistas muy diversos: de Cristina Schiavi a Feliciano Centurión, de Fernanda Laguna a Fabio Kacero. Gumier no solo no se casa con técnicas curatoriales hechas para ser “aplicadas” sino que las combate. Queda como práctica suya que titila, algo de ir sustrayendo de la mirada totalizante del curador centinela la mayor cantidad de participación que se pueda. O al menos la intención de que no se note ese empuje, esa participación.
El caso de Marcelo Pacheco es distinto. Menos reconocido que Gumier por lxs artistas señeros de la época, fue perfeccionando una especie de formación especializada en temas continentales y locales sujeta a los cambios de viento formales en las curadurías contemporáneas. Desde el vamos trató de procesar todo aquello en permanente diálogo con sus colegas sudamericanos. Digamos que la vocación de Pacheco se vincula a la instituciones más “visibles" del sistema del arte, tuvo cargos centrales en lugares como el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el MALBA o la Fundación Espigas. En su perspectiva está presente también la mirada “poscolonial”, teoría proliferante en buena parte del Occidente no europeo desde hace décadas, especialmente luego de la caída de la cortina de hierro. Por otro lado, había algo de novedad en sus postulados acerca de que la curaduría y la escritura sobre arte, podían disputarle a la historia del arte la representación verbal y el ordenamiento crítico de las obras. Pacheco es el más profesional de los dos, en el sentido de autoconciente y en la ductilidad para manejar un lenguaje técnico. Trabaja con cierta cortesía que no prefiere las pasiones. Tiene una jerga, un abanico de palabras como “frontera”, o una serie de conceptos como “Sur Sur”, un sostén técnico del decir, que lo asemeja a un arquitecto o a un ponedor de orden. La autora dice que es más bien una impronta “historiográfica”. Pacheco intenta los lazos entre obras diversas, aceitar la máquina para que esas obras se puedan comprar y lleguen a lugares de exhibición masivos. Su profesión tiene algo de mediador entre obras, curaduría y mercado en asociación con lugares públicos de cierta estructura. Como Gumier, tiene una serie de preceptos, aunque sean preceptos opuestos.
Ferreiro se encarga de distinguir estas maneras pero a la vez las acerca. Por ejemplo: piensa en algunas intenciones internacionalistas de Gumier, su mirada puesta en Nueva York en algún momento y refiere el respeto que Pacheco le tiene a lxs artistas del Rojas.
3- Hay un momento clave para Ferreiro: la salida de un libro de imágenes de obras de arte en 1999, con su peso en kilos y su estructura poco popular, que sintetiza y complejiza el dualismo entre los dos. O mejor dicho: el libro es el lugar donde se tensa la cosa. Es un bodoque cuadrado que hasta hace no tanto se vendía saldado en la casa de Victoria Ocampo que ahora administra el Fondo Nacional de las Artes, que fue quien lo editó. Los encargados del libro fueron el propio Gumier y el propio Pacheco. Nos cuenta la autora que fue editado a lo largo de arduas noches de café y vista de cientos de fotos (en papel) hasta dar con algo así como un cánon de lo que sucedió durante una década. Gumier había sido el curador que había ladeado el arte argentino para bien. Pacheco miraba eso de costado, escribiendo monografías y buscando “americanizar” la discusión desde las academias y las ponencias
Queda un regusto en el lector que sin atender demasiado puede darse cuenta de esto: Pacheco se acercó mucho más a Gumier que lo que Gumier se acercó a Pacheco. Digamos que Pacheco tenía que hacer un esfuerzo para “ampliar” lo que Gumier ya tenía por seguro. Tenía que discutir algo que ya se había impuesto. Digamos que negociaba sobre la base del otro. Gumier puso el tono y en todo caso Pacheco hizo desde ese tono lo que pudo. No estamos hablando solo del bodoque sino de la década; y cuando digo década no digo “lo que realmente pasó en esos años”, sino el arrastre de todo aquello en lo que pasa hoy en el contorno del sistema del arte argentino, que siempre es mucho más prometedor que el centro del sistema, incluso que el sistema mismo: si hay algo hoy ahí, se parece más a Gumier.
La autora nos cuenta detalles y arriesga durante todo el libro datos sintéticos como “era muy poco habitual que Pacheco se cruzara con los artistas” y frases de ese tipo, que animan una lectura no totalmente sociológica ni historiográfica, por suerte. Esa manera de contar y estructurar lo que quiere contar es clave para que no nos tomemos tan en serio la cantinela de las épocas como algo fijo y para siempre. Cada quien puede definir lo nuevo como quiera y Ferreiro renueva ciertas discusiones poniendo al lado del doméstico Gumier al continental Pacheco. Esa es una nueva manera de leer algo anterior, por lo menos algo que en varios de sus planos ya pasó. Ferreiro fomenta esta dicotomía, la deja ver para discutir algo que en su momento era la vida cotidiana curiosa de algunxs artistas y la pobre rutina hacia el cosmos y hacia el aburrimiento de otrxs.
Cuando terminan las consideraciones finales Ferreiro deja lugar a una serie de entrevistas a lxs protagonistas de sus historia que fueron indispensables para su investigación, es un gesto generoso y raro en libros de este tipo. Hay ideas coleccionables por su importancia y por su impronta. Gumier dice que le dijo que no a varias propuestas de artistas “consagradxs”, para que prevalezca su sentimiento curatorial y da nombres. Pacheco habla de proyectos, tensión entre localismos y globalización y presupuestos dolarizados. Pero vale resaltar especialmente toda la charla que Ferreiro tiene con Magdalena Jitrik, co-curadora y figura indispensable del Rojas, donde aclara y profundiza muchas de las dicotomías o contextos históricos de la puja ideológica entre Gumier y Pacheco.
4- De alguna manera u otra los años noventa son, para las artes visuales, la última época clásica. Esto quiere decir que es el último periodo de tiempo en el que algo del orden plástico, de las cosas, de las obras, entró en crisis. Cuando la crisis se expande entra a distribuir su energía por cada uno de los espacios y artistas que arman aquello que se ha dado en llamar “el mundo del arte”. Los noventa son una época porque cambiaron las relaciones de lxs artistas con los materiales, con las obras ya listas para ser mostradas y con las maneras de mostrarlas. Rápidamente alguien puede llegar a decir: en los dos mil también cambió todo. Está por verse, fue hace menos tiempo. Pero si algo cambió no fue algo del influjo y la materialidad de las obras, sino algo del sistema del arte. Eso creció, y con él todas las jergas, los lenguajes y formalismos que acarrea. Si en los noventa cambió el arte fue porque primero hubo algo nuevo que ver. Si en los dos mil cambió el arte fue porque primero hubo toda una estructura que fue aggiornando a lxs artistas y espectadores para dejarse afectar por “misterios” y luces alteradas por una economía, una sinergia especial y bastante inédita entre la industria del arte y las expectativas exitistas de muchxs de sus protagonistas.
Puede llegar a pasar que de los noventa no se hable más. O puede pasar lo contrario, que este tipo de libros sean los primeros que abran formas nuevas, como para empezar una conversación que continúe hasta una acumulación somera de las hipótesis que se dirige hacia el centro de la situación del arte argentino de esta época, que no es lo mismo que el arte contemporáneo argentino. Puede que el paseo por el libro nos demuestre que los lenguajes demasiado estructurados no le hacen bien a ninguna consideración artística de las cosas y que si algo prima, con el tiempo, es el rasgo de una actitud, de un perfume, de una sinceridad. Ferreiro es polémica y tiene una escritura de rienda corta. Solo se deja llevar por las discusiones que valen la pena, a la manera de una sobremesa larga y entretenida. A veces la cautela de la equidistancia con respecto al papel de sus protagonistas y a los modelos en pugna hace que se corra de ese tono, aunque puede leerse esto como el intento de mirar un poco de lejos las cosas.
Este es un libro, y una postura crítica de su autora, que nos deja pensando sobre lo que vino después. Ya pasaron treinta años de esos noventa y en el racontto de las personas que se mantienen atentas a la historia y la acción del arte ya se suman dos o tres crisis más, pero aquella época sigue siendo santo y seña, colchón para acostarse a discutir y pormenor desde donde se hila el telar de nuestras valoraciones sobre los tiempos que corren, los que van a venir.