En Cassette virgen Edgardo Scott invierte el orden conceptual de la literatura autobiográfica. Neso debe ser confundida con la mitología personal. Todo artista construye su propia mitología personal, puede soslayarla si se trata de un autor de ficciones, aunque en algún momento se filtre como a cuenta gotas en los denominados datos biográficos que a veces juegan a esclarecer los hechos estéticos desde diferentes perspectivas.

Tal vez la mitología personal sea anterior, y por eso mismo fundamental –fundacional, estuve a punto de escribir–, a todo acto creativo, porque configura la relación que el artista tiene consigo mismo. Dicho de otra manera, es el modo en que el propio artista se percibe tanto en lo más íntimo como en lo social para poder resignificar o crear su propio pasado y la proyección hacia el futuro. La escritura de los diarios puede resultar un ejemplo válido, o las llamadas "Memorias" (o memoirs), incluso las entrevistas, el Borges oral es un interesante ejemplo de esto último. La distancia que media entre vivir algo y recordarlo, no es la misma que existe entre lo recordado y luego materializado en palabras. Tal vez sean los poetas, por su condición de ser hablados por el lenguaje, los que logran reducir esa distancia. Hay cierta clase de narradores que tienen una mirada poética del mundo. Edgardo Scott es uno de ellos. “Los relatos de Cassette Virgen no están presididos ni organizados por las leyes de la ficción sino por los efectos, ritmos, tonos y accidentes que se funden en la escritura de una voz. Una voz que a lo largo de estos he seguido , sostenido, perdido, olvidado, recuperado”, escribe Edgardo Scott en el prólogo, tal vez como una manera de darle una signficación especial a este libro que se enmarca en el proyecto literario que viene llevando a cabo durante el año y que incluye la traducción de Dublineses al castellano y los escritos reunidos de Carlos Correas, trabajando a la par con Federico Barea, la salida de su novela Luto en Italia y la pronta publicación del libro de ensayos  Caminantes en España, además de Italia y Francia. “Durante mi infancia y adolescencia, los cassette fueron objetos claves. Eran la manera de escuchar la música que no estuviera en la radio; y con los walkmans”, agrega el escritor en el prólogo “gracias a los cassettes que grababa o me grababan mis amigos, fueron la gran compañía en tardes y tardes por colectivos y trenes del suburbio”. La musicalidad del tiempo traducida a palabras. Cassette virgen reúne trece relatos de una intimidad casi confesional por momentos y no faltos de humor en otros, como en "Colado" donde a partir del recuerdo de un personaje de la infancia, el narrador retoma el concepto para trasladarlo a sus propias experencias en la vida adulta o en "César Candia, un héroe de otro tiempo" donde se desarma lo que ya deberían ser antiguos modelos de masculinidad y da un salto muy interesante sobre los vínculos y criterios de admiración entre adolescentes.

Las ciudades y sus arquitecturas, como “Patios internos”, el relato que abre la serie, termina por configurar la sensibilidad de un hombre que vive solo en un pequeño departamento y le ofrece al lector una mirada fascinante sobre la vida urbana. En Cassete Virgen muchas cosas suceden por primera vez y son para siempre. La idea de la muerte, por ejemplo, a partir de un personaje entrañable en el relato "Rotary". En "Streamline English Destinations" se tiene la sensación de estar observando un álbum de fotografías donde el narrador se detendrá en un pequeño detalle, un gesto, la lectura de un libro, el barrio, el idioma inglés y su aprendizaje con profesoras como Miss Sussan. El idioma como un viaje al origen de la historia familiar. Y también un relato de lo más logrado, "Nombres propios", donde un encuentro en el plano onírico con Ricardo Piglia lo lleva a pensar en su padre y sobre todo define la relación que Edgardo Scott tiene con la vida y la literatura.

Desde la perspectiva de hoy, ¿cómo ves aquel grupo que se formó con el nombre de Alejandría y tu relación con Abelardo Castillo?

-Para mí fue un punto de partida y a la vez coincidió con algo evidentemente generacional; quiero decir, tanto pasar una temporada en el taller de Abelardo como la formación de "Alejandría" hoy los puedo ver como momentos donde aparece la dimensión política de la literatura. Porque eso de que cada cual escribe solo es verdad hasta cierto punto. En el nivel de la práctica material, sí, claro, pero después la escritura, cada escritura es siempre un producto social. Considerando además cuánto de la escritura le debe a la lectura. Antes del taller de Abelardo y de Alejandría, yo escribía canciones, poemas, después cuentos, pero el encuentro con Abelardo y hacer Alejandría fueron marcas fuertes, claves, sobre ese deseo, le dieron impulso y una primera orientación. Empecé a leer, a ver, a escuchar a los que en el mismo tiempo y lugar estaban más o menos como yo; y comencé a mostrar lo mío, a compartirlo. Alejandría se volvió enseguida un lugar de cruce y circulación, un poco como los cafés de los sesenta y setenta, las redacciones o las revistas literarias. Con todos los ciclos de lectura pasó eso. Yo creo que ese “under” literario que se fue armando en torno a los ciclos fue fundamental para mí y para toda mi generación. El año pasado fueron los diez años de mi primer libro de cuentos, Los refugios, que el año que viene va a reeditar 17grises, y haciendo un prologuito para el libro me encontraba, al hacer memoria, con una experiencia absolutamente tomada por lo generacional y por los lugares de esa generación; es decir, totalmente política. Pensá que Alejandría empieza con las lecturas en marzo de 2005 y ya en las mesas del bar se forma el Quinteto de la muerte y al otro año arranca Carne Argentina. Quiero decir, ya con solo tomar a los que “hicimos” los ciclos de lecturas, tenés a una parte considerable de “mi generación”. Pero a su vez, los que no hacían un ciclo tenían un blog o una revista y venían a leer. El interpretador, No-retornable, Mil Mamuts, Los asesinos tímidos, la revista de Godot, la editorial Tamarisco. Empezaron a surgir muchas editoriales “independientes”. En fin, todos teníamos menos de treinta o por ahí. Kirchner había asumido en 2003. Había habido un corte de época y, como siempre, parecía que todo estaba empezando de nuevo, pero yo sentía que estaba empezando por primera vez, y hoy, por supuesto, lo miro como un origen. Una vez coincidimos con Juan Diego Incardona en una lectura, yo todavía no me había ido a Francia, sería 2016, estábamos charlando y los dos decíamos que esos años, entre 2005 y2010, habían sido nuestra primavera.

Estás radicado en Francia hace ya varios años, ¿cómo vivís la experiencia como escritor argentino?

-Es una experiencia todavía abierta, si bien ya hace más de cuatro años que estoy instalado allá. Por un lado, hablando de comienzos, fue empezar de nuevo. Recomenzar la vida, no tanto a nivel literario en relación con Argentina, de hecho mi mujer, Ariana Harwicz, es escritora y ya vivía allá, pero sí en todo lo demás. La perturbadora, hostil experiencia de tener que vivir, primero sobrevivir, desconociendo el idioma y la cultura. Porque la aparente familiaridad con la cultura francesa, en realidad parisina, es un espejismo, se disuelve en una semana cuando te quedás ya no como turista. Eso lo muestra muy bien mi amigo Matías Alinovi, en su libro París y el odio. Francia es un país en un plano formal muy hospitalario, pero a nivel cultural, muy difícil para nosotros. La relación con la ley, ciertos hábitos o costumbres. Y el idioma. Hace poco veía el video de cuando a Cortázar le dan la nacionalidad francesa y te das cuenta lo escolar de todo lo que dice, y el francés todavía endeble que tiene, en definitiva, cuán extranjero seguía siendo después de que habían pasado, veinticinco años de que vivía en Francia. ¡Y era Cortázar! Entonces hay una conexión París-Buenos Aires que es tan cierta como unilateral. Además pasa que te volvés “latinoamericano”, algo que en Buenos Aires, acaso lamentablemente, no se da, o al menos es una representación que se ha desdibujado bastante. En Francia, en París sos un “latino”, con todo lo que implica eso hoy, cuando la literatura del boom o la lucha revolucionaria son piezas de museo. Cuando lo latino es Messi o el trap o vaya a saber qué. Así que bueno, es desmarcarse todo el tiempo de una identidad atribuida muy equívoca, muy ignorante y en una pelea desigual. No es un momento donde Europa mire hacia Latinoamérica en absoluto. Y menos con la pandemia, que hizo que todos los Estados se volvieran sobre sí mismos, tan nacionalistas. Pero la circulación entre amigos latinoamericanos me gusta, y por otro lado está la ciudad, esa ciudad hermosa y con tanta historia, con todas sus violencias actuales, disponible para reinventarla otra vez. Caminar París sigue siendo una experiencia.

Cuando hace un momento te referías a la escritura como un producto social, ¿también se lo puede pensar así viviendo en Francia?

-Siento que estoy haciendo un camino parecido al que hice acá. Cambia la lengua y la cultura, pero yo no tanto. En principio fui teniendo una relación de amistad, como te dije, con muchos escritores, académicos, editores argentinos o latinoamericanos, pero también de a poco fui conociendo editores, periodistas, autores o traductores franceses. La industria del libro en Francia, incluso alicaída como pasa en todos lados, es muy fuerte, tiene sus premios, su rentrée, sus librerías. Hay una diferencia de tamaño y recursos, pero los problemas o interrogantes que tiene son muy parecidos. El tema es que si un libro anda bien en Argentina significa que agotó su edición, que a su vez es una tirada chica, en Francia si un libro anda bien son decenas de miles de ejemplares o más, y una repercusión directa en Europa y Estados Unidos. Por supuesto, yo estoy lejos de eso. Lo que me interesaba primero era entender mejor la escena, conocer gente, y ahora que es bastante probable que se edite algún libro, encontrar un buen traductor. Nunca fui ansioso ni impaciente, no tiene sentido además, la literatura tiene tiempos largos para todo. Por otra parte, yo vivo allá, no serviría de nada apurar las cosas. Conseguir una traducción rápido y que caiga en el olvido a los dos meses de que salió el libro, como suele ser el destino de la mayoría de las traducciones argentinas o latinoamericanas salvo alguna excepción.

Este año se están concretando varios de tus proyectos literarios.

-Sí, cuando alguien me pregunta si estoy escribiendo algo, le hago el mismo chiste lamborghineano: este año estoy publicando. Es que se juntaron varias cosas, proyectos que venían de lejos, de hecho, ahora después de Cassette virgen va a salir un ensayo que hice sobre el contacto, que fue un poco mi manera de reaccionar a la pandemia. Sentí, sobre todo cuando arrancó, que también la pandemia estaba bastante anunciada y que venía a marcar un fin de siècle. Así que me puse a enumerar todas las cosas que estaban prohibidas o muy sospechadas, y que supongo seguirán en ese estado por largo tiempo: los besos, los abrazos, la saliva, el cuerpo a cuerpo, las caricias, el aliento, el contacto directo con un extraño, y empecé a asociar libros y películas y poemas y canciones con eso, los gestos que se perdieron o que se están perdiendo, por eso el libro tiene una bajada que dice Un collage de los gestos perdidos. Además va a estar todo este glosario de época: el distanciamiento, el aislamiento, la asepsia, las restricciones, en fin. Así que está bueno, porque por un lado salió Cassette virgen que es un libro tan íntimo en cierto modo y por otro lado va a salir este ensayo que es una mirada más social y política; a mí me gusta moverme, ir y venir entre estos dos registros.

Uno cambia mucho en diez años, ¿no?

-Uno cambia una barbaridad. Hasta el punto de no reconocerse. Y eso está bueno también, ¿no? En Cassette virgen puse eso; porque cuando empecé este libro escribía con el paisaje de las vías del ramal Roca en Bernal y cuando lo termino tengo los rascacielos torcidos que están construyendo en París cerca de Bercy o la colina de Sancerre. Y si bien haberme ido del país, estar viviendo en otro lado dramatiza el cambio, lo vuelve más evidente, yo creo que para los que escribimos, diez años es un montón de tiempo. No me acuerdo si era Hemingway que decía que en realidad hay treinta años de escritura; así que diez ya serían la tercera parte, una buena porción. Y en verdad puede haber menos de treinta, por supuesto. Yo supongo que más allá de todos los malentendidos, supersticiones y vanidades que trae en este momento lo “autobiográfico”, si vos te fijás, siempre fue una tradición y un estilo, siempre ha sido eso, un género que los escritores practicaron o no. Y que lo hicieron con mayor o menor éxito, con mayor o menor deliberación, o sea: igual a todos los otros géneros. Desde Sir Thomas Browne a Iain Sinclair o Sebald, desde María Moreno, Ricardo Piglia a Annie Ernaux, Hebe Uhart y Carlos Correas, todos manejan lo autobiográfico de una manera diversa y notable. O Luis Gusmán, que es toda una referencia para mí, en La rueda de Virgilio. Y por supuesto, podríamos dar ejemplos de lo contrario. Pero “contar la vida” o contar “algo” de la vida, tomar la vida como materia narrativa, en cualquier caso, siempre ha sido una necesidad y sobre todo una curiosidad de los escritores, que es ridículo impugnar o condenar, como no debería impugnarse ningún género, porque no hay ningún género “bueno” en sí mismo. El tema es siempre la calidad, si está bueno o no. Y la cuestión política: desde dónde se escribe. Estos relatos surgieron de una voz y de ciertas escenas. Son, como se dice, “personajes de la vida”. Y por otro lado también tiene que ver con esa marginalia que muchas veces los que escribimos vamos anotando al costado de la ficción. Como si lo “biográfico” también tuviera sus epifanías, sus instantáneas que a veces se vuelven motivo de escritura. Cassette virgen es un poco eso, como un lado B –ya que estamos con el cassette– de lo que publiqué en todos estos años. Los que escribimos, escribimos muchas veces en distintos niveles, en distintos registros; hay proyectos que se vuelven más grandes o más inmediatos, o más demandantes, pero a su vez siempre tenemos alguna otra zona de la escritura que es, si se quiere, más íntima o secreta, clandestina o soñadora, eso de que la literatura es la amante, que decía Onetti, a mí siempre me pasa con los cuentos y la poesía, que por ejemplo todavía no publiqué nada. Y los relatos igual.

FOTO DE DANTE S. FERNANDEZ

Hay una constante en Cassette virgen donde lo autobiográfico no surge de manera frontal sino que siempre está la presencia de otro elemento que lleva al narrador a recordar. Algo indirecto. ¿Lo ves de esa manera?

-Es cierto lo que decís, no lo pensé como recurso o procedimiento antes de escribir, pero tal vez se deba a que en el inicio de estos relatos hubo siempre una impresión poética, esa clase de impresiones con las que a veces se puede escribir el primer verso de un poema o que, por supuesto, puede alimentar una novela de quinientas páginas. Eso un poco indecible, la cosa sensible que decía Blanchot. Entonces fue en cada caso partir de una emoción y misterio ligados a una situación u objeto o personaje muy puntuales que el relato después empezaba a desplegar y definir; incluso a despejar o aclarar, a dejar ver mejor. Por ejemplo, en “César Candia”, el típico recuerdo de un compañero del secundario, o en “Desintegration” el no poder recordar el nombre de una canción, o la aparición de una manía en “Patios internos” o de un libro con el que aprendí inglés de chico “Streamline English Destinations”. Y ese cuento que es un sueño con Ricardo Piglia. En general, lo que me gusta de escribir cuentos o relatos es que yo soy el primer sorprendido, yo soy el primero que me entero de algo que no sabía o no pensé, el cuento o el relato son mecanismos de revelación de verdad antes que formas breves de la prosa.

Participaste de algunas polémicas del último tiempo y en todas pusiste el acento en el tema de la profesionalización del escritor, ¿seguís de cerca ese tema?

 

-Sí, es un tema que me interesa mucho. El costado político del campo literario, de la industria, la parte cultural, digamos, me interpela, porque bueno, implica ver cómo se manifiesta el poder en nuestro campo, en la literatura, en el arte, cómo gravita en las relaciones que armamos; teniendo en cuenta que la literatura debería ser un contrapoder, un antídoto. Me refiero no sólo las relaciones que armamos dentro de esa “industria” sino a los intercambios más simples y amistosos. Bourdieu o Foucault tomo uno, ¿no? Me parece además que es una zona clave para leer la enunciación de un autor, desde dónde escribe lo que escribe. Porque por ejemplo, una propuesta arriesgada en el under o en un circuito limitado, en el mainstream puede ser apenas una apariencia, un “gesto” deliberado, al que se le ven los hilos. Y viceversa. En fin, es algo que me sirve para leer; yo creo que hoy la operación de lectura pasa menos por el texto, que por la enunciación que ese texto soporta, sus condiciones de producción e intervención en el medio cultural en el que surge. Bueno, ahora que lo digo, esa es en realidad y no los procedimientos, la supuesta innovación formal, el gran legado de las vanguardias del siglo XX, ¿no? Lo que hizo Duchamp, pero también Joyce, es ante todo una operación de lectura. Para mí leer, hoy es eso, y leer es o debería ser la actividad principal de un escritor. Algo que por cierto pasa cada vez menos. Ahí volvemos a la cuestión de la profesionalización. El escritor como generador de contenidos y no como lector y poeta de su tiempo. Nunca quise ni quiero ni querría ser un escritor profesional.