El miércoles me desperté como si estuviera bañada en oro. El sol había asomado por una raja sin nubes sobre el horizonte y teñía la bóveda, hasta un segundo antes gris plomo, de una luz que tenía la temperatura del fuego. Desperté a mi hijo para que la viera, algo en mi tono tentó a su curiosidad y abrió un ojo; por la hendija entre sus pestañas se reflejó el amanecer. Corté la fruta del desayuno cantando, la radio se había quedado sin pilas y cuando salimos a la calle de la mano, no hubo humedad que me quitara la sensación de un día como una promesa. Estaba fresco todavía el recuerdo de la noche anterior, la maratón de lectura #NiUnaMenos que había organizado este suplemento en la Feria del Libro había sido una combinación de poesía y testimonio, de textos urgentes capaces de generar la sensación de cobijo  bajo las luces heladas de ese predio con poco ángel. La idea había sido citar aquella otra maratón de lecturas que se hizo en 2015 en el Museo de la Lengua y el Libro, antes del primer 3 de junio que llenó las plazas de cientos de ciudades y que desde entonces no se detuvo. Citar ese punto de origen fue una idea surgida de la necesidad, de saber que no vamos a abandonar la calle pero a la vez necesitamos encontrar herramientas para tejer lazos de cuidado, para que esos lazos sean fuertes y flexibles como para que al tensarlos sean capaces de hacer caer las estructuras de poder que nos asfixian. Porque los nombres de las que ya no tienen voz se acumulan, porque no se puede negar el temblor del miedo aunque lo conjuremos a pura rebeldía, a viva voz.

Hubo muchos abrazos en la feria del libro y ese calor, se me antojó, había irradiado en el amanecer dorado.  

La tormenta no tardó en llegar bajo un cielo celeste sin mácula. La Corte Suprema de Justicia falló por la aplicación del “beneficio del 2 x 1” a un grupo de genocidas, es decir, contar como dos cada día que pasaron en prisión antes de la condena firme para que accedan antes a la libertad condicional. Y eso sucede, para sumirnos en la esquizofrenia, al mismo tiempo en que está en debate otra ley que anularía el beneficio de la libertad condicional para quienes cometieron crímenes violentos -aunque se considere entre éstos al contrabando, por ejemplo-. No alcanza nombrar la indignación porque lo que llega es la náusea. “Es más que sentirme impotente, es como si me hubieran quitado el deseo”, dice una amiga en un grupo en el que intentamos cubrirnos de la intemperie cotidiana. “Acá no se rinde nadie”, dice otra y la voluntad es suscribir su arenga, sacar fuerza de donde no hay; mirar atrás y alrededor y saber que si los genocidas, algunos, demasiado pocos, llegaron a tener castigo fue por una inclaudicable y a la vez creativa voluntad popular que los cercó, que supo perseguir Justicia, que se metió por cada grieta posible hasta arrancar los juicios de lesa humanidad, imprescriptibles, memoria del horror pero también de la resistencia, registro coral de una historia que se archiva no para olvidarla si no para volverla disponible; genealogía colectiva que en cada condena repone el lugar de la justicia para los justos y la exclusión para los genocidas. 

Pero cómo no dolerse con este nuevo zarpazo de impunidad. 

Otra vez la amenaza de encontrar al torturador en una mesa de café, entre las góndolas de un supermercado, en las butacas de un teatro. Esa pesadilla que tenía de niña en la que frente a ese espanto me quedaba impotente. ¿Cómo puede pensarse en el fin de la pena para delitos que se siguen cometiendo en cada cuerpo desaparecido que todavía nos falta?

Y a la vez, el discurso de la reconciliación volviendo a la agenda pública impulsado desde la Iglesia Católica, imponiéndose en la misma temporalidad que la amenaza de la convivencia con quienes hicieron de este país un enorme campo de exterminio. 

Recuperar el amanecer dorado cuando el cielo se tiñe de violeta mientras la indignación recorre las redes al mismo tiempo que estas letras se imprimen, también es un deber de memoria. Porque de algún lado hay que sacar fuerzas. Porque la intemperie es mucha y lo que tenemos es la chance de achicar el aire entre nosotras hasta hacer un cuerpo colectivo con la fuerza suficiente para imprimir su propia huella. En un tramo del texto que compartí en la maratón de lecturas del martes a la noche decía: “entre la horda que arroja a un pibe por la tribuna de un estadio porque se supone que no pertenece a su jauría (…) y los femicidas hay un lazo fuerte y sostenido y es ahí donde hay que cortar. Los femicidas no son monstruos y la violencia “en el fútbol” no empieza ni termina en las horas que marcan un partido. Es un continuo que ordena jerarquías, que pone pruebas a los débiles, que se ensaña con quienes considera diferentes, que se ve alentado desde los medios de comunicación que insisten una vez y otra vez y otra más, que las chicas no pueden andar solas, que provocan, que la noche nos les pertenece…” Ese mismo lazo se extiende a los genocidas y a quienes los protegen y los consideran víctimas. El plan del Terrorismo de Estado también, como ahora la derecha en el gobierno, tenía un plan para reponer una única manera de ser mujer y de ser hombre -y nada más-, de ser familia. Madre legítima era la que cocinaba a tiempo y controlaba desde un panóptico imposible toda disidencia de la norma de sus hijos e hijas y no esas locas que clamaban en la plaza lo que les había tocado por su propia irresponsabilidad. Madre legítima es la que se propone ahora como defensora del “bebito” -un feto de 8 semanas al que se supone que defendería “colgándolo del balcón-, con su pelo lacio y su piel blanca y su descendencia bien alimentada inscripta en el linaje de la defensa de los genocidas. Las violaciones en los campos de concentración, el secuestro y la apropiación de niños y niñas, fueron parte de ese plan correctivo hacia las feminidades disidentes y también a las masculinidades que las habilitaban. En el cuerpo de las mujeres violadas en los centros de exterminio se aplicaba, como siempre sobre las mujeres, dos veces la tortura: contra ellas y contra sus compañeros toda vez que los cuerpos de las primeras eran tomados como territorio de conquista.

Las complicidades que hacen posible este zarpazo de impunidad exceden las cuestiones de género pero ese tejido es ineludible, se ven sus hilos en las tramas económicas que cada vez excluyen a más y concentran el poder en pocas manos, a la vez que buscan reponer a las mujeres al lugar sumiso del sostenimiento del hogar, del control de su prole y condenan las rebeldías con operaciones mediáticas como esa que cruzó fronteras desde títulos de diarios que señalaron a una “impulsora de Ni Una Menos” baleando a una niña, basándose sólo en algunas imágenes compartidas en su muro de Facebook.

Volver cada vez al lugar de los abrazos, de la palabra compartida, de la creatividad y la imaginación colectiva es más que un deber de memoria, es la única manera de decir, sin dudar: Acá no se rinde nadie, compañeras.