Cuando publiqué Rockología, en 1989, Luis Alberto Spinetta me comentó, con más humor que otra cosa, que en sus páginas hablaba poco de él porque seguramente me había “saturado” después de dedicarle un libro entero en 1988. Por un tiempo pensé que esta explicación era sensata, pero que debía completarse con otra: el hecho de que la poética de Spinetta parecía reacia a encajar con la clase de análisis que propone Rockología.
Tendemos a ver el lirismo como algo contrapuesto a lo social. El artista lírico pondría el acento en lo personal o en lo individual antes que en lo colectivo; el artista lírico mostraría una tendencia hacia lo inmaterial y lo singular: hacia lo “privado” (privé) en detrimento de lo exterior. La obra de Spinetta (sus letras, principalmente) ha sido analizada y entendida de este modo y, más aún, contrapuesta muchas veces a la mirada más “social” que recorre las letras de, por ejemplo, las primeras dos décadas creativas de Charly García. Desde luego, tanto García como Spinetta fueron grandes “enunciadores colectivos” e influyeron en la educación “cívica” y sentimental de más de una generación; sin embargo, García aparece más como “enunciador colectivo” de lo colectivo y Spinetta como “enunciador colectivo” de lo individual.
Este esquema, aunque no del todo arbitrario, cae en un reduccionismo. Para empezar, las fronteras entre lo privado y lo exterior nunca son así de tajantes. Por otra parte, como lo ha explicado muy bien Theodor Adorno, la universalidad del contenido lírico resulta esencialmente social. “La inmersión en lo individual eleva al poema lírico a lo universal poniendo de manifiesto algo no adulterado, no aprehendido, aún no subsumido”. O, en otras palabras, “de la individualización sin reservas es de donde la obra lírica espera lo universal”. Por supuesto, sentimos lo lírico como algo contrapuesto a la praxis dominante (la utilidad de lo concreto, la presión de lo material), pero esta contraposición, esta respuesta a lo pragmático, como subraya el mismo Adorno, “es en sí misma social”, ya que “implica la protesta contra una situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría, opresiva”. No hay contradicción flagrante, por lo tanto, entre el Spinetta que escribe sus letras más sensibles, más delicadas, y el Spinetta que afirma que “el odio a la injusticia de los torturadores” es acaso la gran “base de existencia” para el rock en la Argentina.
La figura de Cortázar, que dejó huellas tanto en Spinetta como en Almendra en su conjunto, puede arrojarnos tal vez algunas pistas. Aunque comprometido en sus gestos públicos, Cortázar no ofrece una obra que tiende a mirar de frente a lo real, y hasta pone en boca de Morelli, su alter ego en Rayuela: “No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman el pensamiento”. Para concluir, casi spinettianamente: “Escribir es dejar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose: tarea de pobre chamán blanco con calzoncillos de nylon”.
Dicho esto, es cierto que algunas fases de la obra de Spinetta resultan más “problemáticas” para el radar de la mirada social. Si hasta la despedida de Invisible, en 1976, sus cambiantes búsquedas estuvieron “en sincro” con lo que ocurría en la escena internacional del rock y fueron, es más, un faro o una guía para el rock y la contracultura de la Argentina, algo pareció soltarse en el momento en que él se zambulló en el jazz y “afuera” estallaba el punk. La etapa que va de A 18’ del sol hasta el final del grupo Jade muestra a un Spinetta más “clásico” o más refugiado en su infinito particular. “Spinetta estuvo esclavizado por sus propias imágenes y muchas veces atrapado en un texto que tiene pocos puntos para conectarse con ‘la realidad’”. Esta frase fue escrita por el propio Spinetta y formó parte de un texto que se repartió en el último gran concierto que brindó Jade, antes de su separación, en mayo de 1985. No estoy diciendo acá que el regreso de Almendra no haya tenido efectos sociales; no digo que un disco más “desnudo” como Kamikaze, donde se recuperan varias canciones anteriores a 1976/77, no haya conectado de otra manera con el gran público. Pero hubo algo de encierro y de búsqueda en los márgenes durante esos años de lecturas de Castaneda, mientras Serú Girán ocupaba un espacio más ligado a lo “colectivo”: un yo lírico versus un nosotros social, si volvemos a esquematizar.
QUIERO VERTE BAILAR
Al caer la dictadura, Spinetta entregó dos discos en simultáneo: Bajo Belgrano y Mondo di cromo. El dato refleja no solo su desbordante talento, sino que parece confirmar una situación bisagra. Desde los títulos se sugiere una oposición: el barrio, el punto de partida, por un lado; el mundo, por el otro. Nada es tan simple, por supuesto, porque nada es simple ni obvio en Spinetta. A grandes rasgos, varios pasajes musicales de Mondo di cromo marcan una fuerte ruptura: una dosis de vitalidad que encuentra antecedentes en canciones aisladas como “Buen día, día de sol” o “Moviola”. Pero, a la vez, Spinetta sacude en Bajo Belgrano su vocabulario poético incorporando palabras nuevas para él, aunque de uso cotidiano: “walkman”, “auto-estéreo”, “psicoanalistas”, “cocktail”. Un año más tarde, con Madre en años luz, cuarto y último disco de Jade, se asiste a una mayor actualización musical (la introducción de la batería digital es el ejemplo más claro), que se coronará sin dudas con Privé, el disco que sintetiza de modo más explícito la poética spinettiana con la década del ochenta.
Podría armarse una línea o un arco tomando los cuatro álbumes de Spinetta que dialogan de forma más manifiesta con los ochenta. Esto podría empezar con Mondo di cromo, tener dos pilares como Privé y Tester de violencia y cerrar con Pelusón of milk, lo que curiosamente reuniría a sus únicos tres discos (hasta entonces) en los que aparecen palabras en otros idiomas (mondo, privé, milk) en los títulos, si se considera que “kamikaze” y “tester” son de uso aceptado y si no se toma en cuenta, por supuesto, su disco estadounidense: Only Love Can Sustain.
En abril de 1986, recién editado Privé, escribí una reseña que publicó la revista El Porteño. Decían los primeros párrafos de mi comentario:
“‘No seas fanático, no seas histórico’, grita Luis Alberto Spinetta desde su último LP, Privé, vigésimo de su carrera. Quien canta esto ha confesado alguna vez que odia jugar el rol de Padre Lombardero del rock y de ser –muy a su pesar– una especie de mito viviente. Que no puede creer que su propio público haya silbado a Charly García cuando, hace un año, compartieron el escenario del Luna Park. Que quiere ver a sus hijos gozar y bailar con su música.
Privé es, ante todo, un disco novedoso. Predominan los ritmos bailables, sin que esto implique descuidar las melodías ni las armonías, aunque quizá pierda un poco de su acostumbrado lirismo, que aparece en el tema ‘La pelícana y el androide’. Hay un inédito trabajo vocal, con la intervención de un coro a cargo de Sergio Fernández, Isabel de Sebastián y Fabiana Cantilo (faceta que Spinetta solo había revelado en su LP grabado en EE.UU.). Hay un tema firmado a medias con García, ‘Rezo por vos’, resultante de un frustrado proyecto conjunto. Y hasta dice presente (en el ya mencionado ‘No seas fanática’) la armónica de León Gieco, un instrumento que aporta un timbre inusual para la música del Flaco."
En más de una entrevista, Spinetta había dicho que ver a sus hijos bailando con los discos de Charly García le había replanteado la dimensión rítmica o festiva de su música. El dato es interesante porque unos tres años antes el mismo García había contado cuánto había influido la opinión de su hijo a la hora de grabar Clics modernos: la opinión y la conducta de su hijo Miguel que, cuando escuchaba las canciones de Serú Girán, se quejaba de los cambios de ritmo. De los resabios, digamos, de estructuras más cercanas al rock progresivo. Con aquel disco, se sabe, García plantó una línea divisoria entre los años setenta y los ochenta, a partir de un lema que él solía pronunciar en voz baja, entre amigos, como una especie de contraseña: minimalismo, polirritmia y discreción.
El “Vamo’ a bailar” que cantó García en “El rap del exilio” (de Piano bar) y el “yo solo quiero bailar” que cantó Spinetta en “La mirada de Freud” (de Privé) parecen un mismo grito, después de años en que el rock argentino había permanecido más bien al margen del baile: “quiero verte bailar” (Spinetta en Invisible), “mirar toda la fiesta de afuera” (García en Serú Girán).
Discos como Clics modernos o Privé instalan no solo el baile, sino lo “súbito” o lo “categórico” como respuesta a lo “progresivo”. Marcan, en suma, el fin de lo progresivo en las dos acepciones más evidentes del término: por un lado, el derrumbe de cierta idea de progreso (en el sentido de “creciente complejidad”) que condujo a aquella sensación de cul-de-sac que transmitían el rock sinfónico o incluso el jazz rock a mediados o fines de los setenta; por otro lado, el final de una estética de lo “progresivo” en el sentido de lo paulatino o del crescendo. Es decir, una estética donde los elementos (como en una novela o en una obra de teatro) se revelan poco a poco, de manera progresivamente intensa, y que obedece al desarrollo o la alternancia de distintas partes: movimientos, secciones, etc. Una edificación manifiestamente gradual donde los instrumentos van “entrando” como lo harían los personajes (los actores) en un escenario. No es que el crescendo o las tensiones hayan desaparecido en el rock “no progresivo”, pero todo se presenta más concentrado, sin tantas “etapas”. Las irrupciones, que resultan tan importantes para mantener la tensión y la atención, son ahora abruptas.
Si el sinfonismo y el art rock solían inspirarse en estrategias más próximas a la épica narrativa (lo legendario y el rock progresivo conformaron un binomio sólido), a partir de los ochenta –tras el punk y la new wave– el pop rock parece cercano a formas breves, más “fijas” y de intensidad más rauda. La concentrada circularidad de los cuentos más que la arborescencia de las novelas.
Así como Clics modernos remitía, desde el título, a una yuxtaposición de fotos, entre las explicaciones que ofrece Spinetta acerca de la palabra privé en el sobre interno del disco (“íntimo”, “privado de”, etc. y uno hasta podría pensar que estamos frente a un disco “privado de García”, el resultante de lo que iba a ser un disco a dúo), resalta la noción de “nuclear”: lo que está en el núcleo, en el centro de algo. Si algo une a las canciones de Privé es la idea de ir al grano, sin tantas vueltas o preparaciones. De ir al núcleo radicalmente. De apuntar al blanco “con el speed de la luz”.
Por esto y por otras cosas, Privé fue un disco de cambio y reinvención. Un “trabajo de muchas primeras veces”, como dijo el mismo Spinetta. Un disco sin temas instrumentales, con tiempo altísimos y con la novedad no solamente de la batería RX11, sino de varias técnicas de sampling. “En el tema ‘La mirada de Freud’ grabé el encendido de un fósforo y lo usé como un platillo. También sampleamos un lavarropas, un gol relatado por José María Muñoz, unos grillos y unas ranas en mi vieja quinta de Castelar y hasta mi propia voz.” El viejo sueño de Stockhausen: sonidos “propios”, más allá de los que proveen los instrumentos tradicionales.
MONDO DI LUIS
Pasé un rato por la grabación de Privé. Fue una visita fugaz y sentí que un “nuevo orden” reinaba en esas sesiones, ya no regidas por una formación fija ni por un elenco de músicos más o menos regular. Privado de batería y de una banda estable, Spinetta vio pasar por los estudios Moebio a Andrés Calamaro, Ulises Butrón, Juan Carlos “Mono” Fontana, Fito Páez, Héctor Starc, Paul Dourge y Osvaldo Fattoruso, entre otros. Recuerdo que sonaba el beat de “Alfil”, que siempre he vinculado un poco con el pulso firme de canciones de Yellow Magic Orchestra como “Solid State Survivor”. También recuerdo que en mi breve visita al estudio le regalé a Spinetta un ejemplar de un libro que entonces yo leía con entusiasmo: Persona/planeta, de Theodore Roszak, el mismo autor de El nacimiento de la contracultura. Volví a encontrar ese libro mucho después, décadas más tarde, en la biblioteca de Patricia Zalazar (pareja durante años de Spinetta, madre de sus cuatro hijos) y me puse a pensar que, así como en ese libro Roszak se preguntaba en clave ecologista sobre el devenir del planeta, en sus letras (y en el marco de un disco de corte con el pasado) Spinetta no solamente aludía al paisaje urbano de manera más concreta y menos “etérea” (la gente en Paso del Rey, el taxi que corre por el bajo, etc.), menos “esclavizado por sus propias imágenes”, sino que también se planteaba inquietudes sobre el futuro.
En su ensayo dedicado a la música de Kraftwerk, Uwe Schütte ilustra cómo influyeron en el imaginario del rock las diferentes visiones del futuro. Las perspectivas optimistas de fines de los sesenta que se traducen en canciones como “Getting Better” (Beatles) y, me atrevo a añadir aquí, en el “mañana es mejor” del disco Artaud o en la utopía de “Gabinetes espaciales”, de Almendra, dan paso a la estética posterior al “no future” punk (o “el futuro ya llegó” de los Redondos), un nuevo paisaje estético donde las canciones optimistas suenan fatalmente irónicas, como I.G.Y., de Donald Fagen.
Resulta sensato que la pérdida de futuro impulsara la visión nostálgica del retrofuturo, que aparecía por entonces en la película Brazil, de Terry Gilliam (1985), y que consistía, en líneas generales, en evocar viejas nociones utópicas o distópicas ya pasadas de moda. En este contexto, llama la atención que la nueva banda de rock argentino que más influyó en Privé fuera Metrópoli (dos de sus miembros cumplen un papel clave en el disco: Butrón y De Sebastián), cuyo nombre deriva de una famosa película futurista de Fritz Lang: Metrópolis, obra pionera de la ciencia ficción, donde se presentaban hombres-máquina o androides.
Pese al idealismo de “mañana es mejor”, pese a las nuevas tecnologías que ponen a su servicio Mariano López y Horacio “Chofi” Faruolo, el mundo de Privé parece uno donde, como escribe Schütte, “vemos más amenazas que oportunidades de cara al futuro”. Un mundo que, en pocos años, ha pasado del nacimiento de una contracultura a preguntarse, en plena “era de uranio”, por la supervivencia de las personas y del planeta. Editado semanas antes del accidente nuclear de Chernobyl, Privé traía canciones como “Patas de rana”, donde Spinetta hablaba de la mutación, se preguntaba “¿qué será de esto?” siglos después, “cuando la canción no exista ya”, y pintaba “cielos amarillos sin eternidad”: visiones de apocalipsis que traen a la memoria temas de su repertorio anterior como “Corto” o “Yo quiero ver un tren”. En cuanto a “La pelícana y el androide”, único tramo de Privé con slow-tempo, retrataba un mundo post humano, pero era también el punto donde asomaba de modo más palpable el “viejo lirismo”.
Entre urgencias y amenazas, es cierto que Privé se insurge contra el lirismo predominante en Jade y presenta “algo que noquea”, como dice la letra de “Pobre amor” (y como postula, de hecho, la teoría del cuento: el K.O. versus el crescendo progresivo de la novela). Pero el vínculo de Spinetta con el lirismo necesita una digresión más profunda, a mi entender. Cada vez que Spinetta
quiso explorar en sus letras un antilirismo (y el extremo de esto tal vez se encuentre en canciones como “Cheques” o, más aún, “Me gusta ese tajo”), algo salió debilitado. Así y todo, estas búsquedas fueron indirectamente valiosas por los frutos que brindaron en otras zonas: por esos otros momentos de lirismo anticonvencional o de “lirismo antilírico”, podríamos decir, que definen buena parte de su obra.
Desde algunas de sus primeras canciones con Almendra (“Plegaria para un niño dormido”, por ejemplo), una suerte de alarma pareció encenderse en Spinetta contra los desbordes de sentimentalismo: una alarma que suscitó estrategias de contención o balanceo. Entre ellas, el recurso de contraponerle a la sensibilidad poética una música dura (el epítome de esto es Pescado Rabioso, que desde el nombre alude a esta mezcla), la salida de cantar o interpretar sin calcar moldes líricos, la astucia de romper con lo romántico por medio de las influencias surrealistas y de algún que otro exabrupto (“un capeleti que se bancó el diluvio”) o hasta el gesto humorístico de un videoclip como el de “La montaña”, cuyas imágenes parecen “ponerle paños fríos” al pathos de versos como “trepen a los techos/ ya llega la aurora”, mostrando, en vez de un amanecer, una abuela que ve llegar un electrodoméstico de marca Aurora.
Diluir lo sentimental, atenuar o intrincar la ternura (por medio del hermetismo o, incluso, de algo que fue tildado por algunos de intelectualismo), sin perder ni una pizca de encantamiento. Más bien al contrario: enriqueciéndolo.
En Privé hay menos reposo y más tensión que en toda la obra posterior a los primeros discos de Invisible. No hay la irrupción lenta y progresiva de asperezas y tensiones, porque la calma o la tersura están rotas y conmovidas desde el primer compás. El lirismo de Privé estalla, entonces, como algo singular, vehemente, inquietante. Un animal y un androide protagonizan la gran historia de amor del disco, como si el afecto y la delicadeza fueran un privilegio de lo no humano o de lo post humano. Cuando aparece lo humano, el asunto tiende a ser el desencuentro o la pérdida del amor. Es el caso de “Ropa violeta”: “A veces pienso que ya no sos mía/ que te poseen los vampiros./ Los animales andan raros/ ya que te busco sin moverme”.
Las letras, en muchos casos, parecen acomodarse a esa especie de estallido musical. Lo contrario ocurrirá en Tester de violencia, un trabajo que podría definirse a la ligera como “más reflexivo”, un disco donde las canciones empezaron casi siempre por las letras: apuntes, poemas o pequeños ensayos inspirados en lecturas bastante libres de Gilles Deleuze, Michel Foucault y otros filósofos. “Tomé imágenes y resumí algunos conceptos de mis propios escritos”, contó entonces.
LA MENTE COMO INSECTO
En agosto de 1986, mientras Spinetta empezaba a grabar en los estudios Ion su disco a dúo con Fito Páez (La la la), lo entrevistamos con Eduardo Blaustein, nuevamente para El Porteño. Siendo la revista muy política, Spinetta se vio obligado a decirle a Eduardo, en un respiro: “Abomino contestar estas cosas, pero seguí adelante, algo voy a decir”. Muy pronto dijo:
“A la hora de las ideologías, que yo sepa, ninguno de los músicos es de derecha porque ya el aspecto socializante de una agrupación musical conlleva a energizar una ‘parte socialista del alma’... ja ja... si es que al alma, pobre, le podemos tirar semejante cacho de carne encima, semejante res. Creo que todos nosotros tenemos un aspecto socializador y algunos hasta tenemos una virulencia que habla de una especie de sandinismo o de senderismo luminoso, mucho más que lo vendría a ser pacatería retrógada, conservadorista. La virulencia se sabe que está del lado de la izquierda. Yo no me siento para nada de izquierda, pero sí un individuo socializante. Soy contemporizador por naturaleza y me encantaría la equidad. Por supuesto, el aburguesamiento es implacable en las grandes ciudades. Pero si fueras al meollo de cada uno de los músicos, desde los militánticos a los neo-neo, todos están por desenmascarar, por descaretizar, cosa que creo que es básicamente una actitud de izquierda, aunque no una cuestión de ideología política”.
También dijo:
“Creo que no hay nada que la gente no pueda entender y por las dudas ahora hablo muy poco en los recitales. Las cosas hablan por sí mismas y no creo que Spinetta traiga una novedad tan grande como para que la gente deba replantearse su capacidad de inteligir ese mensaje. Y si no lo entiende a Spinetta, lo entiende a Fito. O lo entiende a Pedro Aznar, a Virus, a Zas, da lo mismo. Porque lo que se quiere hacer no es ni dogmatizar ni estructurar la cabeza de nadie, sino crear un espacio libertario, en donde lo que está vibrando es tu situación emocional, las cosas que acabás de dejar en tu casa o el hecho de que a partir de esta noche perdés tu casa... Todo eso es lo que vale entre la gente, más allá del mensaje de cualquiera de nosotros. Por eso no hablo más”.
Nos comentaste que en el disco que estás grabando con Fito Páez introducirán una litoraleña. En El jardín de los presentes, el capitán Beto, avanzada galáctica de los colectiveros, regaba los malvones de su cabina añorando “los camiones de basura, mi vieja y el café”. ¿Qué tienen que ver los grupos nuevos y “modernos” con ese barrio interior?
–Te devuelvo la pregunta. El hecho de contener una porción de litoraleñas, ¿es una forma de jerarquizar algo o no? Yo creo que no lo es. En todo caso, tiene que ver con otras latitudes: con el sentido de la amplitud que tiene la música popular y no con la no plenitud que tienen las fronteras. Esa música (la de los modernos) es de acá, está hecha acá, te guste o no. No tiene que ser tango o folklore para que contenga un sedimento... necesario. La música es como una biología: la molécula del folklore no se puede perder y no se va a perder porque nosotros toquemos rock and roll. Se transformará, pero no se va a perder. En parte, creo que hay una gran simulación de poder: queremos perpetuar a la momia de la tradición, a la momia del Inca, cuando después somos los primeros en aborrecer al descendiente del Inca. No jodamos…
Frente al latiguillo (los modernos son frívolos, chatos y fugaces), saliste hace pocos meses a elogiar a un grupo como Virus.
–Lo negué tanto intelectualmente que cuando me abrí en serio a escucharlo me voló la cabeza. Me hizo entender toda su belleza… Por supuesto, no estoy metido en eso, no sueno como eso ni me interesa sonar como eso. Lo que dije es que no podía abrirme lo suficiente para percibir el contagio que tiene esa música que, por ahí, al lado de otras, parece más chata. Pero hay que entender esos éxitos que son tan populares, con tanta gente desintoxicada siguiéndolos, pibes con afán creativo y una mentalidad nueva. Dejemos los miedos. Creo que ya se agotaron ciertos parámetros de crítica de lo que aparentemente sería una obra de arte. La música nos pertenece a todos. Tampoco podemos asentar monolitos apolíneos tipo “de acá no me mueve nadie”, “como eso no hay nada” o “esto va a perdurar mientras que los otros se van a desvanecer”.
Ante las exigencias de la industria, que pide cada vez más divertir fácilmente, subordinarse a imágenes pensadas para vender, ¿qué pasa con los grupos que empiezan?
–Siempre se sale de un territorio de derecho de piso. Un territorio abominable, que en parte se debe a la inexperiencia de un artista que no exige lo que considera necesario. Pero la mayoría, aun habiendo ofrecido ciertas concesiones –los verdaderos artistas no bajan nunca de una línea roja de flotación–, no van a dar ni entregar más de lo que en sí mismo implica el mercado del disco. A la vez, el artista logra que el disco salga a la calle y que la gente se vuelva loca. Y el tipo exige por sí mismo porque empieza a entender. No creo ya que se dé el caso de coartar la palabra del músico.
¿Qué es Privé?
–Es un disco violento. Y más preciso en la relación con lo que verdaderamente me pasa. Probablemente contenga de mí mucho más caudal que cualquiera de los discos que andan por ahí. La letra de “Ropa violeta...”: Mi sangre es puro borratintas/ que apaga todas las palabras/ toda mi mente es un insecto/ al que tolero porque me habla... hay un apasionamiento violento. Me planteé la cosa en carne viva en Privé. Quería contestar toda la violencia con canciones como “Alfil”: La reina negra está ante su propio silencio/ los peones desvanecidos rondan como espectros/ pasaportes hacia un mundo oscuro/ negociados en las torres. Es como contrastar toda esa virilidad ciego-sorda-muda. Ir pra frente con un poco de tecnología que te manda un rigor de cuarzo, cosa de no ser muy hippie en esta violencia.
¿Una batalla larvada entre tu reconocido lirismo y la neurosis de la parafernalia cibernética?
–En tanto te duelan los cartílagos, no hay computadora que te desguace.
¿Hay respuestas para el dolor de cartílagos?
–La respuesta básica de todas las cosas es irracional. No tiene texto y difícilmente la poesía o la música ronden una terminología que abarque aquello de lo que se trata la respuesta. No hay texto ni discurso que compense la incógnita básica de lo que vive.