Apenas asumió la presidencia, Mauricio Macri mostró hasta dónde estaba dispuesto a forzar la institucionalidad democrática. Designó por decreto a dos ministros de la Corte Suprema de Justicia. Dos delegados del Poder Ejecutivo en otro poder del Estado que aceptaron presurosos el honor. El escándalo fue tal que tuvo que hacer que respetaba el decreto 222 y envió los nombres de Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti al Senado.
El vicio de origen de sus postulaciones no fue obstáculo ni para ellos ni para los senadores radicales, peronistas y parte del Frente para la Victoria que los convirtieron en supremos.
Pasado más de un año, queda claro el plan sistemático que empezó con ese avasallamiento inaugural. El secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, se permitió decir que “es un error apuntar al Gobierno por una decisión de la Corte”.
“Eso fue hace dos años”, había dicho Avruj cuando le recordaron que Macri se ufanaba y repetía: “Se va a acabar con el curro de los derechos humanos”, como si fuese una cuestión de tiempo el bastardeo de la lucha por memoria, verdad y justicia.
Con la ayuda de Elena Highton de Nolasco, quien no dudó en cambiar de criterio y aplicar el 2x1 para delitos de lesa humanidad, la cabeza del Poder Judicial extremó los razonamientos y justificó un privilegio impensado para sortear las condenas.
El plan sistemático tiene un derrotero certero: en un fallo previo desconocieron el rango constitucional de los tribunales internacionales y se consagraron como palabra última de esta alambicada democracia.
Esperaron que el Episcopado retomara las banderas de la reconciliación sin justicia y que pasaran los 40 años de la primera ronda de las Madres de Plaza de Mayo y dieron el paso que imaginan final para llegar a las elecciones con la mayoría de los represores libres.
Fortunas amasadas al calor de la dictadura, la cúpula de la Iglesia cómplice junto a insistentes editoriales de La Nación forman los cimientos de una decisión que recrea un fuero especial para los represores. Actores menores como Darío Lopérfido y Juan José Gómez Centurión probaron hasta donde se toleraba el retroceso.
Un fallo que duele, ofende y avergüenza.