Durante un lustro de efervescente actividad creativa, entre 1955 y 1959, el odontólogo Pierre Pairault dejó de lado su profesión como cirujano dental para publicar, con el nombre de pluma Stefan Wul, una docena de novelas de ciencia ficción, desconocidas para la mayoría de los seguidores del género literario fuera de su país de origen, Francia. A pesar de no haber sido nunca editada en español (recién pudo leerse en inglés luego del lanzamiento editorial en ese idioma en el año 2010), Oms en série, publicada originalmente en 1957, se ha transformado con el paso del tiempo en un texto de culto, gracias en gran medida a su inesperada adaptación al cine en 1973, bajo el título La planète sauvage. En las primeras páginas de ese roman dystopique, Wul describe cómo los últimos sobrevivientes de la raza humana son trasladados al planeta Ygam por los draags, una estirpe de gigantes de ojos rojizos, orejas con forma de branquias y piel y sangre azul. Los seres humanos se transforman allí en los salvajes oms y son tratados como esclavos y/o mascotas por los niños draag. Oms en série se concentra en uno de esos oms, un joven llamado Terr, que pasará de entretener a los amos con sus fútiles intentos de escape a liderar, algunos años más tarde, la primera rebelión contra los súper inteligentes habitantes de Ygam y su único satélite natural, conocido como “el planeta salvaje”. Siguiendo en líneas generales la trama del texto original, pero tomándose ciertas libertades y creando un universo visual independiente e iconográfico, el realizador René Laloux y el ilustrador Roland Topor crearon uno de los clásicos más venerados del cine animado para adultos, un film que ha sido leído bajo el manto de diversos sentidos simbólicos y que le dio un nuevo nombre al concepto de animación lisérgica. El planeta salvaje, estrenada en 1973 en el Festival de Cannes, donde ganó el Premio Especial del Jurado –una primera vez en la historia, por fuera de los certámenes especializados en el dibujo animado–, está de regreso en la cartelera de cines de nuestro país, exhibiéndose en una copia restaurada primorosamente a partir de los negativos originales.
“Es mucho mejor sugerir que mostrar. Las películas de hoy en día muestran demasiado. Es un cine de dictadores paranoicos. Lo que necesitamos es un cine esquizofrénico”. La tajante definición pertenece a René Laloux, entrevistado por un equipo de documentalistas franceses en 2001, poco antes de su muerte a los 74 años. En esa conversación, en la cual repasa en detalle su carrera como director de cine de animación, define en pocas palabras el oficio de cineasta. Un poco en broma, un poco en serio, el término utilizado es “castrador en jefe”, haciendo hincapié en el hecho de que el creador de un arte necesariamente colaborativo es alguien que obtura muchas posibilidades para poder quedarse con otras. Laloux no llegó al cine de animación de manera casual, pero sí gracias a la concatenación de una serie de eventos afortunados. Estudiante de pintura y grabador de madera en sus años mozos, dibujante y animador de cortos publicitarios en los años 50, el joven parisino comenzó a trabajar en una institución psiquiátrica, la Clínica de La Borde, comandando un taller de dibujo para un grupo de pacientes. Durante esas sesiones creativas se gestaron experimentos con recortes de papel, registrados luego en movimiento manual por una cámara de 16mm, como si se tratara de un teatro de sombras, cuyos resultados lo empujaron a ir más allá, animándose a producir un cortometraje de animación cuadro a cuadro basado en los dibujos de los internos. Así nació Los dientes del mono (1961), que pasó de ser un simple ejercicio de terapia a presentarse en prestigiosos festivales cinematográficos como el de Mannheim-Heidelberg y el de Annecy, este último el más importante del mundo en el terreno de la animación. Fue precisamente durante la entrega del premio Émile-Cohl a la Mejor Película de Animación que Laloux conoció a Roland Topor, a partir de ese momento su nuevo socio artístico y, en su rol de autor de los trazos esenciales y detalles de los dibujos y fondos, corresponsable en pleno derecho de las creaciones animadas que vendrían.
Con la surrealista (y esquizofrénica) Los dientes del mono nacía el René Leloux realizador, máximo responsable de los cortometrajes Los tiempos muertos (1965) y Los caracoles (1966), ambos basados en diseños y dibujos de Topor, trabajo en tándem de insoslayable ímpetu creativo, aunque con más de un roce personal y artístico. Esa misma alquimia simbiótica daría origen, unos años después, a El planeta salvaje, cuya realización como coproducción entre Francia y Checoslovaquia se convertiría en una epopeya de siete años, llena de idas y venidas, marchas y contramarchas y no pocos conflictos de signo político. Laloux siempre sostuvo que los dibujos animados producidos industrialmente en Hollywood sacrificaban la complejidad del trazo, el volumen y los contrastes por una animación fluida y precisa, pero que él prefería y optaba exactamente por lo opuesto: trabajar a partir de movimientos más bruscos, e incluso toscos, en pos de la defensa inflexible de la perfección de las figuras. Rabiosamente independiente durante toda su carrera, a pesar del éxito crítico de su ópera prima, Laloux sólo dirigió dos largometrajes más: Los amos del tiempo en 1982 –realizado en colaboración con el dibujante Jean Giraud, más conocido como Moebius–, y Gandahar en 1987, basado en la novela de Jean-Pierre Andrevon y cuya adaptación al idioma inglés estuvo a cargo del mismísimo Isaac Asimov. Curiosamente, el primero de ellos fue una coproducción con Hungría, país que se encontraba todavía bajo un régimen socialista, y el segundo estuvo apoyado en el trabajo del estudio de animación norcoreano SEK. Laloux siempre se consideró un hombre de izquierda, aunque en varias entrevistas se dedicó a separar cabalmente, con un gran sentido del humor, sus ideales políticos de las “prácticas burocráticas del estalinismo”. En ese sentido, la producción de La planète sauvage, que comenzó en 1967 y casi de inmediato comenzó a mostrar las diferencias artísticas entre el director y Todor –además de una serie de problemas de índole técnico–, se detuvo por completo luego del ingreso de las tropas soviéticas en Praga un año más tarde. El “deshielo” comunista en Checoslovaquia llegaba a su fin, junto con la posibilidad de un socialismo con rostro humano.
El film quedó flotando en un limbo esférico, similar al de los draags durante sus sesiones de meditación, hasta 1971, cuando los dibujantes y animadores de Krátký Film –cuyo mítico departamento de animación fue fundado por el no menos legendario patriarca de la animación stop-motion checa, Jiří Trnka– pusieron nuevamente manos a la obra. Punto de reinicio de una película que estaba destinada a recorrer el mundo y a derrumbar en varias cabezas esa falacia, afianzada por décadas de animación infantil y familiar, que insiste en afirmar que los dibujos animados son solamente cosas de chicos. En el comienzo de El planeta salvaje –estrenada en los Estados Unidos bajo los auspicios de Roger Corman con el mucho menos atractivo título Fantastic Planet– una mujer semi desnuda corre, asustada, con su pequeño bebé a cuestas. Al intentar subir una empinada colina, un dedo la empuja hacia abajo. El segundo intento tiene el mismo resultado. Y el tercero. El cuarto termina con la madre moribunda y el niño es “adoptado” por una familia de draags. Con ese juego cruel, que termina con un ser huérfano, comienza la historia de Terr, quien con el correr de los años comenzará a nutrirse de la información científica que su ama, la niña de la familia draag, escucha todos los días a través de unos sofisticados y educativos auriculares. A pesar de la práctica habitual de abandonar sus cuerpos y alcanzar un estado de éxtasis metafísico a través de la meditación, la raza draag no tiene empacho en explotar y humillar a los oms, a quienes consideran seres inferiores sin conciencia, cultura o educación. Ese detalle nada menor es el que ha provocado que las lecturas sobre el film giraran usualmente alrededor de conceptos como el colonialismo, la explotación y la esclavitud, elevadas a otro nivel cuando los literalmente enormes dueños del planeta, asustados ante la posibilidad de una rebelión de los pequeños seres humanos, deciden iniciar una masiva campaña de desominización. En otras palabras, un genocidio con todas las letras. Otros espectadores, en tanto, sobre todo en tiempos más recientes, han interpretado los ejes centrales de la historia como una metáfora sobre el maltrato humano hacia los animales.
A pesar de algunos conflictos iniciales a la hora de decidir las mejores técnicas para llevar a buen puerto el proyecto, Laloux y el jefe de animadores checo Josef Kabrt optaron por un sistema de recortes de papel semi articulados a partir de los dibujos y diseños de Topor, que mezclan las influencias de los grabados tradicionales, la historieta moderna y los dibujos satíricos de raigambre surrealista. Apoyado así en la experta mano de obra artística de Europa del Este, cuya tradición en el terreno del dibujo animado y el stop motion con marionetas y otros objetos no necesita presentaciones, Laloux ofrecía una alternativa adulta y experimental al cine de animación occidental, usualmente anclado en las fórmulas del relato “para toda la familia”, en el caso de Disney siempre más cercano al cuento de hadas que a cualquier posible definición de la ciencia ficción y aledaños. Plagados de referencias sexuales y no pocas metáforas sobre los estados alterados de la conciencia, la historia y la representación visual de los personajes, objetos y extraños animales que pueblan Ygam y su satélite salvaje, impactan aún hoy, a casi cincuenta años de su realización, por su carácter iconoclasta. Al mismo tiempo, la banda de sonido compuesta por Alain Goraguer –con sus ritmos funky, guitarreos wah wah y percusiones con reverberación– muestra signos de la época post sicodélica a la cual pertenece, al tiempo que aporta a las imágenes en movimiento un carácter fuera de este mundo.
El planeta salvaje se exhibe en los cines Cinépolis Recoleta, Showcase Belgrano, Cinemark Palermo y Cine América (Santa Fe).