El otro día fui al Registro Civil a gestionar un nuevo ejemplar de mi DNI. Necesitaba dejar constancia de que mi nuevo domicilio es CABA para así poder empezar el trámite de cambio registral. Cuando entré al registro el recepcionista me pidió el número de turno y entonces miró su pantalla: me leyó un nombre que no reconozco como propio y completamente aturdida dije sí. Traspase la puerta y me senté a esperar. Alrededor de todo el salón unas pantallas iban llamando por su nombre registrado a cada una de las personas. Pensé: van a mostrar ese nombre en la pantalla y me voy a levantar yo, ¡qué vergüenza! Al cabo de unos minutos me dí cuenta que no era la única persona incómoda en el lugar. Toda la situación era molesta. Una señora al lado mío me preguntó a quién habían llamado. Le señalé el nombre. Con que necesidad llamarte por el nombre completo ¿no? deberían dar un número y ya… yo no quiero que todos se enteren como me llamo, me dijo.
Y sí, era un montón. Pero no sólo para mí. También para las personas cis en esa sala de espera era violento ver sus nombres impresos en la pantalla a la vista de todxs. Es que volvernos visibles es una paja. Todxs hemos hecho un proceso personal respecto a nuestros nombres y hemos atravesado vivencias que nos hacen ser algo distinto a lo que el Estado puede registrar. El vínculo que las personas tenemos con nuestros documentos es muy personal. Nos vemos fexs en las fotos, no nos gusta alguno de nuestros nombres, tenemos apellidos difíciles de pronunciar, etc. Hemos naturalizado aquella incomodidad. Para las personas trans* es distinto porque directamente nuestros documentos hablan de una persona muy distinta a nosotrxs. Pero el DNI es sólo eso: un documento del Estado para el registro de sus poblaciones. Un instrumento para tramitar nuestra vida cotidiana. No somos ese documento, sólo lo usamos para poder vivir.
Femenino y masculino ya no servían más para identificar nuestras vivencias y por eso necesitábamos una nueva forma de registrar lo que experimentamos. Este decreto nos da esa posibilidad. ¿Alcanza? No, no va a alcanzar nunca. Tampoco importa. Sólo necesitábamos responderle al Estado sobre nuestro sexo y decirle que no somos mujeres, ni somos varones. ¿Somos X? No. Pero la posibilidad de responderle eso al Estado nos da la chance de construir algo distinto. Podemos emperrarnos con ser reconocidxs tal y cómo nos autopercibimos -la ley de identidad de género nos da ese derecho- o podemos capturar la sagacidad e intriga que hay en esa X. Al menos para mí, esa X es una fisura en el sistema, me permite escapar de dar explicaciones, de desnudar mi sexo delante de un desconocido. La X puede ser refugio en un mundo donde cada vez somos más identificadxs, registradxs y vigiladxs por las tecnologías.
Al final nos entrampamos solxs en esto de hacer política en torno a las identidades y ahora no podemos salir. Construimos un sistema de derechos generizados del que ahora nos será difícil escapar. Contrario a todo lo que escribió Foucault sobre los dispositivos de control nos terminamos metiendo en la rueda tonta de ir a confesarle nuestra sexualidad al gobierno para obtener derechos. En lugar de corrernos de la vigilancia, nos pusimos a hacer piquete bajo el ojo de Bentham y olvidamos que la visibilidad es una trampa. Ahora, esa X es nuestra posibilidad de mantener algo en secreto para poder fugarse y ser lo que nos venga en ganas.