Vista por un improbable extraterrestre interesado en cosas tan específicas, la industria de la historieta argentina es un fenómeno extraño. Se expandió masivamente en el siglo XX, hasta constituir una “escuela” con ramificaciones en todo el mundo –y basta examinar un poco para notar que los países con una sostenida producción local de historietas se cuentan literalmente con los dedos de las manos– y se esfumó en menos de una década. Un día, en los años ‘90, los lectores descubrieron que las revistas de historietas ya no estaban, y eso mucho antes de que la revista de kiosko como objeto cultural hubiera seguido el camino del vitral, el gofio y la máquina de escribir.

La energía no se pierde, y ese siglo de tradición no podía detenerse de un día para el otro. Los historietistas argentinos, en especial aquellos que recién empezaban a imaginarse como tales, canalizaron esas fuerzas sin destino –internet era poco más que un interés académico por entonces– en el inestable y vibrante mundo del fanzine y la autoedición. Sin editores, sin suposiciones imaginarias sobre el público, alimentada a pura voluntad, una generación de historietistas reinventó la historieta argentina. En ese ambiente, Diego Cortés –guionista, librero, editor– fue un motor irrepetible. La reedición de sus trabajos permite recuperar algo de su energía y comprobar cómo en los márgenes suele anidar el futuro.

La vida de Diego Cortés (“el Diego Cortés”, se podría decir, en honor a su cordobesidad) fue breve y veloz. Nació en 1976 y murió en 2015, por una afección cardíaca congénita que lo había obligado a vivir una adolescencia más ligada a la lectura que a la actividad física. La acumulación de proyectos, como autor y como editor, da cuenta de la potencia que desplegó. En 1995 fundó la editorial Llanto de Mudo que se consolidó como un modelo posible en la edición independiente, y no sólo de historietas, porque Llanto, “la editorial del chancho”, editó decenas o centenares de libros de poesía y narrativa en un catálogo difícil de delimitar por su propio carácter proliferante y gozosamente caótico. En el ámbito específico de la historieta, ofreció al ambiente autoeditor varios modelos posibles. El primero, una lógica un poco punk, donde lo autogestivo no escondía deseos secretos de inserción en el sistema. Al contrario, los libros que editaba y sus propias historietas parecían pedir una circulación marginal, lo que no implica para nada una circulación menor: los libros de Llanto de Mudo agotaban ediciones. La segunda lección: cuando los autoeditores aun apostaban a la “revistita”, descubrió que el venerable libro era la salida. Hoy, que la historieta argentina sólo conoce como alternativas el digital y el libro, parece una solución obvia, pero no lo era hace veinte años, cuando empezó a agotar en ferias y eventos las ediciones de El niño azul, el inclasificable libro que hizo con el dibujante Federico Rübenacker.

Una buena descripción de su espíritu editorial puede verse en el colofón de uno de los libros que hizo con Rübenacker (y que, por cierto, no tiene título ni portada): “Esta fue una producción de llantodemudoentertaiments (...) publicada después de empeñar nuestros testículos”. Y sin embargo, contra toda expectativa, Llanto de Mudo iniciaría hacía 2005 una segunda etapa, con una línea de libros que se vendían en librerías y podían competir en eso que tímidamente podríamos llamar “el mercado”. Nunca sabremos a dónde podía llegar, pero lo hecho es un hito para la historieta argentina.

Este año, de la mano de la editorial Comic.ar, se inició un proyecto anunciado hace tiempo: la recuperación de sus historietas en la “Colección Llanto de Mudo”, de la mano de su socio y amigo Nicolás Brondo. Y el primer volumen de la colección es Elvisman.

Elvisman, recopila en un libro las seis revistas --en obligatorio formato de comic book, difícil saber si como parodia u homenaje al formato canónico de las revistas de superhéroes-- que Llanto de Mudo publicó entre 1997 y 2003. El guión es de Diego Cortés y los dibujos de Juan Ferreyra (con un último capítulo a cargo de Leo Sandler).

El título es un resumen: a ese “man” final, que paradójicamente parece una marca de lo sobre humano si se le agrega “super”, “spider” o “Iron”, define en este caso a un gordo disfrazado del último Elvis: vestido de blanco, sudoroso y un poco ridículo. Pero ya sabemos: Elvis está vivo.

En el mundo de Elvisman, un superhéroe (Magnánimus) ha tomado la decisión que intrigó a generaciones de lectores de Superman. Con semejantes poderes, ¿por qué perder tiempo encarcelando ladrones de bancos, si podría reconstituir a su gusto el orden social? Claro que la distancia entre una utopía bucólica y una pesadilla fascista es siempre mínima, y el costo por vivir en paz y prosperidad –que algunos pagan gustosos– es perder mucho de lo que implica vivir: la incertidumbre, la libertad de tomar decisiones (incluso, malas decisiones). Eso, y el rocanrol, y la cerveza. La resistencia de una banda de inverosímiles superhéroes será el motor de la historia.

Salvo por algunos breves momentos de aprendizaje en los primeros capítulos (que la edición en libro corrige con un rotulado profesional) es notable la seguridad narrativa y la elegancia gráfica: Juan Ferreyra hizo por aquellos años el aprendizaje acelerado que lo llevaría dibujar para Image, Dark Horse o DC Comics.

Es evidente que Elvisman nace de la impresión que produjo el Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons en una generación de lectores de superhéroes. Eso que alguna vez se llamó la “deconstrucción” de un género que perdía de una vez y para siempre la inocencia. Sin embargo, las intenciones de Cortés y Ferreryra están muy lejos de los complejos formalismos de Moore. Hay elementos que hoy son habituales para los lectores y espectadores de The Boys, por ejemplo, pero que por aquellos años eran una refrescante novedad: casi nadie había pensado una historieta de superhéroes así. En Elvisman hay vitalidad, cinismo, anarquía, violencia, entusiasmo. Un buen resumen de lo que fueron Llanto de Mudo y Diego Cortés.