Tal vez algún día una película se llamará Zita o Zita será el título del libro que cuente su historia, pero por ahora Zita es la compañera, el amor, la viuda de Aníbal Troilo. Un nombre pegado a una relación. Ladera externa de la fortaleza visible. En su cédula de identidad dice que nació en 1916 en Esmirna, Turquía, y que se llama Ida Calachi de Troilo, pero su nieto, Francisco Torné, hijo de la hija de Zita con otra pareja, dice en Siempre estoy llegando. El legado de Aníbal Troilo, un festín tanguero que escribieron Javier Cohen y Fernando Vicente y que publicó Libros del Zorzal, que su abuela había nacido dos años antes cuando Esmirna era territorio griego.
La historia de amor atraviesa invenciones de memoria apasionada y se construye con el recuerdo. Acordarse también es inventar. Dicen que fue una noche, cuando Zita llevó la ropa que hacía “para la gente de las boites, de los lugares nocturnos” al Casanova, el cabaret en el que él trabajaba con D'Agostino y Ciriaco Ortiz. “Yo fui a entregar una ropa, unos soirée, me fichó y me empezó a perseguir (…) no tenía interés en los gorditos pero después le tomé mucho cariño”.
En una entrevista que María Esther Gilio le hizo a Troilo (Crisis 1974) con acotaciones protagónicas de Zita mientras jugaba a los dados con su hermana, contó que cuando ella llegaba a los bailes y hacía aparecer su mano entre las cortinas con un anillo de aguamarina en el anular, él cruzaba la cortina y dejaba atrás al escenario. En las versiones devotas cambian el nombre del cabaret, la tela de las cortinas que ella abría con sus dedos brujos, aparecen una confitería, tres pocillos de café, una abuela y algún otro detalle, pero son solo eso, adornos para la misa.
Se casaron por primera vez en 1938 y se volvieron a casar en 1957. Él decía que se habían casado cuatro veces, ella, que él era buen marido, buen amante y que cuando murió, la noche se había ido con él. Zita era la esposa del primer bandoneón patrio, vanguardia y fulgor porteño, la que le preparaba la ropa, el vaso con agua para las pastillas y por supuesto la mesa y la comida: “él se fue a comprar soda y volvió tres días después y sin la soda”, su amparo emocional, la que lo acompañaba cuando iban a elegir cantor o músico nuevo -Edmundo Rivero recordaba haberlos conocido el mismo día: “yo llevé mi guitarra y Troilo a Zita”-, la memoria archivista, la que guardaba el dinero porque él lo gastaba, jugaba o regalaba, la que echó a Berlingieri y a Baffa de la orquesta : “me tienen podrida estos dos, mi marido no tienen las pelotas, yo los voy a echar”, la que inventaba apodos y la que no quería esperar cuando pedía algo. La griega brava amiga de Bergara Leumann, la que quería a Goyeneche (él decía que cantar con Troilo se lo debía a ella) y la que se parecía a Evita en un retrato. La malvada controladora y la santa con paciencia de Penélope.
A Zita le gustaba Mar del Plata, en una foto que da vueltas por ahí está caminando con Piazzolla, Amelita Baltar y Troilo, ella está en el medio de los bandoneonistas, uno de cada brazo, Zita fuelle. En Siempre estoy llegando. El legado de Aníbal Troilo, Zita no tiene un capítulo propio y apenas aparece nombrada, sin embargo está ahí y sobrevuela cada nota, quizás porque estaba en él de modo indestructible y porque lo indestructible es no pensarlos juntos porque deberían andar por sus recodos, cada uno, y sin separación posible. Zita se llama uno de los cuatro movimientos de la Suite Troileana que Piazzolla compuso en 1975 como homenaje y es uno de los temas que más escuchan en Spotify quienes no conocen a Troilo. ¿Qué camino se recorre para llegar a un lugar desconocido? Acaso se llame Zita el punto de partida de ese camino.