Nacido y criado en la ciudad de Buenos Aires, el documentalista Diego Marcone se propuso ir a la zona misionera para conocer cómo es el trabajo de los “tareferos”, como se denomina a los cosechadores de yerba mate. El impulso se lo dio la socióloga María Luz Roa, que había realizado una profunda investigación sobre la tarefa para su tesis de doctorado y la compartió con este porteño, egresado de la carrera de Diseño e Imagen de Sonido de la UBA. “Mi primera reacción fue escéptica, por ser alguien de una ciudad. Me preguntaba que tendría para contar de una realidad tan distinta a la mía, como es la de Montecarlo, en Misiones”, comenta el director, en diálogo con PáginaI12. Y lo ejemplifica de una manera graciosa: “Si me ponían dos plantas delante y me preguntaban cuál era la de yerba, no iba a tener idea”. Finalmente, Marcone viajó a Montecarlo para filmar su opera prima documental, Raídos, premiada en el Bafici del año pasado y que refleja la problemática y la realidad de los chicos tareferos, sometidos en muchos casos al trabajo esclavo y a pagos quincenales de hambre, cuando no en bonos, como se acaba de denunciar públicamente esta misma semana. “Todos tomamos mate y por lo menos los porteños no sabemos cómo es el trabajo que hay detrás”, dice el director.
El documental –que se estrena hoy y podrá verse todos los viernes de este mes a las 19 en el Centro Cultural Recoleta (Junín 1930)– parte de la década del 90, en pleno auge del neoliberalismo, cuando se produjo una migración de los trabajadores rurales a las ciudades más importantes de Misiones. El documentalista decidió seguir en su película a un grupo de jóvenes que heredaron el trabajo de otras generaciones, y expone sus dificultades, siendo la falta de escolarización el principal problema, ya que dependen de la tarefa para poder subsistir. Y se trata de un trabajo esclavo y en negro: el kilo de yerba que compran los tareferos en el almacén para tomar mate les cuesta 35 pesos, mientras que a ellos les pagan tan solo 50 pesos cada cien kilos de yerba cosechada.
–¿Buscó que la película no aborde solamente la experiencia laboral de los tareferos sino también su propia vivencia?
–Busqué que la película se sienta como en primera persona, como extranjero que estaba metiéndome en ese mundo. Por momentos, la cámara puede parecer invisible. Se ven las situaciones y no hay una sensación de que esté ahí. Sin embargo, en otras escenas, se siente la cámara, pero no como un intruso sino como uno más. Quería lograr que se sintiera que estaba yo ahí, con los tareferos, compartiendo ese momento.
–¿Cómo notó que sobrellevan este trabajo que pasa de generación en generación?
–Hay una conciencia de destino en ellos, como que eso es lo que les toca.
–¿De resignación?
–No sé si resignación es la palabra. Depende de cada uno porque hay quien más y quien menos, pero, en general, no lo ven como algo aceptado con tristeza. Resignación tiene la carga de algo triste. Lo ven como algo que está naturalizado y que es lo que les toca. Si vos les preguntás a los chicos, ninguno te dice: “Quiero ser tarefero”. En general, dicen: “Yo quiero ser futbolista”. Por distintas cosas se les hace difícil avanzar en la escuela y llega un punto en que tienen que elegir. Si piensan tratar de de seguir en la escuela también se sienten como una carga para los padres porque implica gastos. O la otra que piensan es aportar a la familia. Generalmente, toman esa segunda decisión. En cuanto a cómo lo sobrellevan, hay algo que me sorprendió mucho de pasar del papel a estar con ellos allá. Se habla del sufrimiento y de lo duro que es el laburo y te hacés una imagen de la cosecha como algo sufrido. Te imaginás otra cosa que no es la que ves cuando llegás: hay un clima de algarabía. Yo pensaba que el yerbal era una cosa mucho más oscura. Al contrario: están todos gritando, se hacen chistes. Y después me di cuenta de que esa es la manera de sobrellevarlo. El humor que hay no es casual, es una respuesta a lo duro de la situación.
–El documental podría haber tenido un tono de denuncia explícito, pero no es el caso ¿Por qué lo decidió de esta manera?
–Porque lo pensé desde lo que me pasa a mí viendo películas. Cuando ves una película de denuncia, muchas veces el tono de denuncia te saca, lo ves desde afuera o te expulsa.
–¿No puede ingresar a ese mundo?
–Exacto. A mí, por lo menos, me pasa eso y no quería que sucediera con la película. No quería que fuera algo que se viera desde afuera. Quería que uno se pudiera meter y sentir en el corazón. Lo mismo que podría haber dicho en una película de denuncia está en Raídos, pero no se enuncia, sino que se siente.
–También surge de algunos comentarios de los propios tareferos. De algún modo, lo que usted no quiso sobrecargar narrativamente se evidencia en los comentarios de los protagonistas.
–De hecho, en el guion había mucha menos intención de remarcar esas cosas. Después, yo filmaba lo que sucedía, pero tampoco forzaba situaciones sino que estas se daban. Y esas situaciones eran lo que ellos querían contar y que tiene que ver con lo que les pasa en el día a día.