Cincuenta años atrás, Villa Atamisqui era un punto más fácil de encontrar en el cancionero que en el mapa. Una chacarera recopilada a principios del siglo XX por Andrés Chazarreta, a la que Felipe Corpos le puso letra más tarde, y una zamba compuesta en los ’60 por Leo Dan, uno de los hijos dilectos de ese pago de tejedoras que toma el nombre de un árbol que da bayas dulces, son apenas dos ejemplos entre las decenas de canciones que celebran a esa tierra y su gente. En ese pueblo a ciento y pico de kilómetros al sur de la capital de Santiago del Estero, uno de los más antiguos de Argentina, hace medio siglo Elpidio Herrera inventó la sachaguitarra, mucho más que la demostración de que sin movimiento no hay folklore posible.
“La sachaguitarra es un instrumento sencillo como el monte santiagueño y tocarlo es como abrirse paso en ese terreno inexplorado y virgen”, dice a Página/12 León Gieco, que días atrás subió a las redes sociales un video en el que rendía homenaje a Elpidio Herrera a 50 años de su gran invención. “Es un instrumento argentino, creado a imagen y semejanza de su entorno. Suena a mandolín y violín, se toca con los dedos y con un arco de cerdas y suena bien a campo, a monte, bien sachero como indica su nombre”, describe Gieco.
El año pasado Gieco se reunió con Manolo, el hijo de Elpidio y su continuador, y Litto Nebbia para hacer algo en el programa de Lito Vitale en Canal 7. El proyecto también fue presentado en Unísono, el programa del Inamu que difunde la música independiente. “Me parece muy importante recordar a Elpidio, siempre, además porque fue un gran autor y compositor. Por eso quiero juntar varias sachas del conjunto de Manolo y hacer un gran quilombo. Quiero hacer la chacarera ‘La filosófica’, que es uno de sus grandes temas, e invitar también a otros músicos, como Omar Mollo, Lula Bertoldi, Juan Carlos Baglietto, Lito Vitale, por ejemplo”, se entusiasma Gieco a futuro.
Elpidio Herrera murió en 2019, a los 71 años. La calle de Atamisqui donde está su casa hoy lleva su nombre. Es hoy mucho más que “la casa de los Herrera”: es un museo provincial visitado por chicos y chicas de las escuelas, conserva recuerdos, premios y reconocimientos, además de una colección de sachaguitarras construidas por el mismo Elpidio. En el patio, todos los meses de julio desde hace 15 años, se celebra la Fiesta de las sachaguitarras atamisqueñas, a la que llega gente de todo el país.
El temple del diablo
En un principio la invención de Elpidio se llamó caspiguitarra. “Caspi quiere decir palo o madera en quichua”, explica Manolo Herrera. “Con esas tablas, con cuerdas metálicas y los clavijeros de madera de vinal, mi viejo llegó allá por 1970 a El alero quichua, el programa de don Sixto Palavecino, Felipe Corpos y Vicente Saltos en Radio Nacional. A los dos meses lo invitaron a grabar para en un disco de ‘El alero’ y fue ahí que Don Sixto sugierió cambiarle el nombre, porque decía que bien o mal todas las guitarras son de palo o madera, por lo que ‘caspi’ no diferenciaba bien al invento. Entonces propuso llamarla sacha, que en quichua es monte”, sigue contando Manolo. “Aunque por ahí se malinterpreta el término, ¿ha visto? Muchas veces se interpreta sacha como algo que está más o menos, y en este caso no es así, se refiere a la gente del campo”, aclara el músico atamisqueño.
“En sus comienzo Elpidio tocaba cumbia. Era un fanático de grupos como el Trío Rubí y Bovea y sus Vallenatos. A los 16 años ya tenía su propio grupo, conocido como 'Los Novios' porque en el estribillo de uno de los temas que cantaban se hablaba de unos novios, entonces la gente los reconocía con ese nombre. Después su hermano Bebe Herrera lo invitó a integrarse a Los Coyuyo Atamisqueños y con ellos es que va a El alero quichua y lleva su caspiguitarra que después será sacha. Ahí comienza lo que nunca dejaría de investigar”, recuerda Manolo.
En la tierra en la que entre la maravilla del nacimiento y el ramalazo de la muerte se vive cantando, la perfección de los instrumentos se va cimentando a medida que se van asimilando al paisaje. “Al poco tiempo una vecina le alcanzó un porongo medianito y con eso Elpidio hizo la primera sachaguitarra con caja de resonancia. Mantenía esa afinación particular, que ya usaban los abuelos y que por acá llaman ‘el temple del diablo’ y que alguna vez conversando con otros músicos me decían que era una afinación que también se usaba en el blues”, cuenta Manolo.
Sacha luthier
Esa guitarra, con la que Elpidio hizo grabaciones con Sixto Palavecino, se desarrolló en otra con el porongo más grande. “Él seguía investigando, buscando más resonancias y esas cosas, hasta que se le ocurre hacer un arquito como el del violín, de 18 centímetros más o menos, para frotar la cuerda cerca del puente”, recuerda Manolo. El instrumento tuvo al poco tiempo su quinta cuerda, más grave, y un repertorio de sonidos que lo acercan también a los pájaros.
“Incluso Elpidio descubrió que colocando el arco en cierta manera imitaba el sonido del sikus. Misterios que mi viejo le ponía a sus temas, por lo que muchas veces lo acusaban de salamanquero”, sonríe Manolo. Continuador junto a su hijo y su sobrino de Las Sachaguitarras Atamisqueñas, el conjunto creado por su padre, Manolo cuenta que en Santiago hay gente que toca sachaguitarras, incluso en instrumentos que no fueron hechos en Atamisqui. “Todavía no le encuentran el gustito, porque tiene un sonido distinto. Pero ya lo van a encontrar. Mi viejo quería que su invento se proyecte, yo sigo con esa idea y ojalá mis hijos y mis nietos la sigan”, confía Manolo.
De Ushuaia a Atamisqui
En varias de las fotos que están en el Centro cultural Museo de la sacha aparece un joven León Gieco, cuando llegó a Atamisqui durante el proyecto De Ushuaia a La Quiaca, con el que recorrió el país junto a Gustavo Santaolalla. Desde entonces fue un firme sostenedor del creador atamisqueño. “A Elpidio lo había conocido antes, a través de Sixto Palavecino. En el ’82 hicimos la gira De Ushuaia a la Quiaca, que abarcaba también ciudades chicas. En una de esas etapas llegamos a Santiago del Estero y me ofrecieron hablar por teléfono con Sixto, a quien conocía por un cassette que me había prestado un vecino. Recuerdo que me saludó en quichua y enseguida combinamos para tocar algo juntos esa noche. Ahí me presentó a Elpidio, que me habló de su instrumento. Cuando llegó el momento de hacer De Ushuaia a la Quiaca, a fines del ‘84, Santiago del Estero fue uno de los primeros lugares a los que fuimos. Primero a lo de Sixto y después a Atamisqui, para tocar con Elpidio”, relata Gieco.
Poco después Gieco invitó a Elpidio a participar en Semillas del corazón, donde grabaron “Chacarera del encuentro”, que el santiagueño había compuesto en el tren que lo llevaba a Buenos Aires. Fue el primero de varios encuentros que dejaron sus marcas en el cancionero argentino. “Desde el primer momento el encuentro con Elpidio fue franco, sin prejuicios. Yo vengo de esa cultura del rock, en la que todo está permitido. Todos los instrumentos y todas las músicas. Cuando voy a otros países busco músicas de grupos de rock que tengan relación con el folklore del propio país”, cuenta Gieco.
“El primer personaje del rock que conocí en Buenos Aires fue Gustavo Santaolalla, con el que hablábamos de Dylan o Crosby, Still, Nash & Young y Joan Baez y también de Tarateño Rojas, de Mercedes Sosa o de Domingo Cura. Yo de chico escuchaba al Chango Rodríguez y empecé tocando la guitarra con las canciones de Cafrune. Después llegó lo otro. Y esta que yo defino como cultura rock, lamento que tenga que llamarla así, pero es el nombre con el que nos podemos entender en distintos lugares del mundo, la tenía también Elpidio. Cuando me mostró su X10, un palo con una cuerda sola que sonaba como una guitarra eléctrica, pensé: ‘Este tiene el mismo mambo que tenemos nosotros’... y enseguida empezamos una amistad que siempre estuvo más allá de todo”, concluye Gieco.