Todo lo que alguien pudo haber vivido pero no sucedió queda en la negra espalda del tiempo. El protagonista y narrador de Mujer bajando una escalera (Anagrama), del alemán Bernhard Schlink, –un abogado con la sonrisa impostada por el éxito, que se casó y tuvo tres hijos– no padece nostalgia de lo que fue sino de lo que pudo haber tenido, del futuro posible junto a Irene, la mujer a la que conoció cuando él empezaba a trabajar en un estudio jurídico y le asignaron un caso que no le interesaba a nadie. Los actores en conflicto son el pintor Karl Schwind y el millonario Peter Gundlach, quien le encargó al artista emergente que realizara una pintura con su mujer desnuda bajando una escalera. La mujer en cuestión, Irene, abandonó al millonario y se fue con el pintor. La obra y la mujer son los trofeos en disputa. El abogado, que pronto descubre que se enamoró de Irene, la ayudará a quedarse con el cuadro; pero la propuesta de huir juntos no es más que un quimérico anzuelo porque ella, tan indómita como tenaz en su necesidad de autodeterminación, iniciará una nueva vida en otra parte, en otro país. El abogado se quedará esperando, malherido y avergonzado por haberse dejado utilizar. Muchos años después, Irene y el abogado se reencontrarán y él tendrá la gran oportunidad de “inventar recuerdos”, como sucedáneos de un amor imaginado a contramano de las convenciones sociales, para exorcizar el fantasma de la muerte que se avecina.
Schlink, invitado por el Instituto Goethe, la Fundación Osde y la Fundación El Libro, ofrecerá una conferencia sobre “La vida: entre las leyes y la literatura” hoy a las 18.30 en la Feria del Libro, en la sala Victoria Ocampo. El autor de El lector, novela sobre la complejidad de las secuelas que dejó el nazismo en la sociedad alemana, traducida a 30 idiomas y adaptada al cine por Stephen Daldry, fue juez durante 18 años de la corte constitucional de Renania del Norte-Westfalia, hasta que decidió retirarse en 2009. Los dilemas éticos atraviesan la narrativa del narrador alemán, tanto en sus novelas policiales protagonizadas por el detective Selb –La justicia de Selb, El engaño de Selb y El fin de Selb–, como en Amores en fuga y Mentiras de verano, entre otros títulos. Este interés es producto de una herencia familiar que fue alimentada con sus búsquedas literarias personales: su padre era un teólogo protestante; su madre, calvinista, había estudiado teología. El escritor –que nació en Bielefeld, una ciudad al norte de Alemania, en 1944, pero se trasladó dos años después con su familia a Heidelberg– ya estuvo en la Argentina en 2005 y cuenta a PáginaI12, con la calidez de una mirada abrasadora y una voz disfónica que acentúa su amabilidad, que por “los buenos recuerdos” de aquella visita decidió incluir a Buenos Aires junto con Nueva York como destinos potenciales de la fuga que no fue entre Irene y el abogado.
–El narrador y protagonista de Mujer bajando una escalera dice que no se queja de ser una persona mayor, que no envidia a los jóvenes que aún tienen la vida por delante, pero sí les envidia que el pasado que tienen a sus espaldas sea corto. ¿Cómo explica este dilema con el pasado?
–Si el pasado es corto, es más fácil encontrarle sentido. Cuanto más largo es el tiempo que transcurrió, es tanto más difícil convertir a ese pasado en una historia con sentido. Todos queremos entender el pasado como algo que nos lleva en un sentido más o menos coherente y sensato al momento en que nos encontramos, a este presente.
–¿Qué aspectos autobiográficos o sentimentales le puso a este narrador?
–Creo que, como jurista que fui, tengo una comprensión de cómo vive ese narrador. El vive con la alegría de que funciona bien y exitosamente. Esta es la tentación de los juristas: que ese funcionamiento en apariencia exitoso nos oculte lo que realmente estamos haciendo. Para un abogado que trabaja para las corporaciones esto es mucho más peligroso que para un profesor universitario y un juez constitucional, como fui yo. El protagonista del libro recién aprende a amar al final de su vida. Quizá también yo pueda aprender a amar mejor en lo que me queda de vida (risas).
–¿Qué importancia tienen los fracasos en esta novela? ¿Los fracasos marcan definitivamente a las personas?
–Hay fracasos de los que uno no se vuelve a recuperar, pero también hay fracasos que son oportunidades. Muchas veces, sin entrar en cuestionamientos más profundos, se vive una vida que no es a la medida de uno; entonces un fracaso es una oportunidad de comenzar algo nuevo, de encauzarse en otra cosa. Siempre es difícil que uno pretenda darle algún tipo de recomendación a quien tuvo un fracaso. Quizá sea una oportunidad, aunque se tarde un tiempo en comprenderlo. La persona a veces solo ve la urgencia y dolor que le generó el fracaso, hasta que se aprende que eso fue una oportunidad.
–Hay una famosa frase de Samuel Beckett: “Fracasaste. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
—(Se ríe) Sí. Pero un fracaso te puede aniquilar.
–Llama la atención el pasado no del todo revelado de Irene. Se insinúa que estuvo comprometida en actividades terroristas y que pudo haber matado. ¿Por qué quiso abordar de esta manera, apenas sugerida, el pasado anterior a la caída del Muro?
–Me pareció que no se trataba de si ella había robado tal banco, si había participado en un ataque terrorista con éxito o si había fracasado. Lo importante es que estuvo involucrada en un ambiente terrorista y con eso bastaba. Si hubiera armado un drama a partir de ese pasado de Irene, creo que lo hubiera sentido como una distracción de lo esencial de la historia.
–Irene es muy compleja por este pasado y por cómo la afectó la caída del muro y la posterior reunificación, que la deja fuera del mapa alemán. ¿Hay una crítica velada a la reunificación a través de este personaje?
–No, esa no era la intención. La reunificación tiene simplemente esta consecuencia: si se queda, la van a condenar y a enjuiciar; por eso huye. Irene se vuelve cada vez más una mujer autodeterminada. Comprendo que ella no quiera presentarse ante un tribunal para rendir cuentas por ese pasado. Ella necesita poder vivir su vida.
–En un momento, Irene cuenta que con el cuadro “Mujer bajando una escalera”, Schwind quería refutar “Desnudo bajando una escalera” de Marcel Duchamp, un cuadro que fue considerado el fin de la pintura. Esta novela parece haber sido escrita para oponerse a las ideas de “fines”: al fin de la pintura y, especialmente, al fin de la novela, ¿no?
–Me parece una interpretación genial... (Piensa) El dibujo, la pintura de esa mujer sobre la escalera, es precisamente la mujer que aún no llegó abajo. De hecho, queda siempre en movimiento, toda su vida. Nunca termina de bajar, de llegar. El narrador fantasea: “Si ella bajara la escalera y viniera a mis brazos”... Pero eso no sucede: ella nunca termina de bajar. Ella queda siempre inmersa en su movimiento. Definitivamente, no creo que la novela como género esté terminada.
–En la tercera y última parte del libro cobra protagonismo una imaginación que trabaja a favor del “qué hubiera pasado si Irene y el narrador hubieran escapado juntos”. ¿Qué potencial encuentra en ese “qué hubiera pasado si”?
–Qué podría haber pasado es igualmente importante que aquello que pasó. Por eso leemos, porque queremos pensar en las vidas de los otros. Por eso escribimos, porque la vida que vivimos no es suficiente y buscamos probar con la vida de los otros. En la medida en que probamos y ensayamos con esas otras vidas, nos vamos asegurando de lo que somos. Cuando leemos o escribimos libros, logramos conocernos cada vez mejor. El pasado posible del otro nos ubicaría en otro lugar en el presente, ¿no?
–Hay una mirada un tanto escéptica de uno de los personajes de la novela que plantea que la historia continúa, “pero nuestro mundo ya no cambia”. “Nada lo amenaza, ni el comunismo ni el fascismo ni los jóvenes, que quieren cambiarlo todo. Desde el fin de la Guerra Fría ya no existe alternativa para nuestro mundo”. ¿Coincide con esta perspectiva de que no hay alternativa?
–El capitalismo más o menos democrático, tal como lo hemos visto hace unos años, se ha transformado por las formas autoritarias, nacionalistas y populistas, que en aquel entonces ni habíamos estimado ni imaginado que podrían ocurrir. Hay que encontrar nuevas formas de pensar, opuestas a estos nacionalismos y populismos autoritarios. No creo que hayamos llegado al final de las alternativas.
–¿Cuál sería la alternativa para usted? ¿Qué alternativas vislumbra?
–Creo que tenemos que defender a la democracia de modo tal como hace años no pensábamos que lo teníamos que hacer. El capitalismo neoliberal debe estar limitado y se lo debe limitar mucho más de lo que creíamos en las democracias occidentales de la Unión Europea. La degradación de la cultura y la educación es algo que tenemos que detener con urgencia. Hay que apoyar, fomentar y financiar la cultura y la educación. Todo eso es mucho trabajo.
–Si el neoliberalismo ha llegado hasta donde llegó es porque se ha servido de las leyes y del orden jurídico para, paradójicamente, violar las reglas básicas de la vida misma. Hay que hacer un gran trabajo jurídico para limitar al neoliberalismo, ¿no?
–Sí. De hecho lo vemos en Estados Unidos; un decreto de (Donald) Trump detrás de otro pretende inhibir las limitaciones legales, que no sirvieron ni alcanzaron para controlarlo.
–A propósito de la charla que dará en la Feria del Libro, ¿en qué se parecen la literatura y las leyes?
–Quizá la literatura es más libre, pero un buen jurista necesita creatividad y fantasía porque siempre hay problemas nuevos que requieren soluciones nuevas. Las leyes y los prejuicios son materiales rígidos que por esa rigidez limitan el libre accionar de la creatividad. Pero aun así siguen permitiendo el despliegue de la imaginación. Los juristas malos solo repiten una y otra vez lo que encuentran escrito por ahí, en cambio los buenos juristas recrean los textos y descubren nuevas soluciones para los nuevos problemas. Todos los procesos creativos son similares, si uno busca encontrar una solución a un problema en el derecho, en la medicina, o si escribe una novela. Tanto en lo jurídico como en lo literario, tengo la necesidad de encontrar claridad. El ambiente jurídico no fue para mí solo una profesión. Quizá en algún momento ya no pude creer en la justicia divina y abordar la justicia terrenal fue como una profundidad religiosa para mí. Por eso el derecho siempre me tocó muy hondo y la literatura también, porque abordo cuestiones morales, el tema de la culpa y la responsabilidad.
–En esta novela aparece algo que está en otras novelas y cuentos: la vergüenza. El narrador se siente engañado y avergonzado por lo que le pasó con Irene. Hanna, en El lector, siente vergüenza porque no sabe leer y escribir. ¿Qué encuentra en el sentimiento de la vergüenza?
–Nunca intenté trabajar literariamente sobre el tema de la vergüenza. Simplemente narro historias y ellas encuentran su propio camino. La culpa y la vergüenza fueron para mí temas por fuera de la literatura. La culpa se trata de lo que hicimos. La vergüenza se trata de quiénes somos. Aunque son cuestiones diferentes, lo que hicimos tiene que ver con quiénes somos. Este vínculo entre culpa y vergüenza es una relación intricada que me fascina.
–Hay algo un tanto desgarrador que sucede en la novela, al menos para una lectora argentina: el cuerpo de Irene no aparece. Se sabe que estaba muy enferma y que murió, incluso el narrador arriesga la hipótesis de que se pudo haber tirado de la barca al agua. ¿Por qué quiso que ese cadáver no apareciera?
–Entiendo que para los argentinos no encontrar un cadáver genere ciertas emociones y sentimientos. Yo tenía la sensación de que Irene no quería ser encontrada. Esa muerte completa una vida absolutamente autodeterminada. Ella murió y no está más... Pero esto no lo había pensado, simplemente me surge por su pregunta. Irene no quiere ser encontrada, no quiere que nadie disponga sobre su cadáver.