Hace unos días tuve el placer de charlar con Mara Gómez, la futbolista que hizo historia al convertirse en la primera jugadora transgénero de la máxima categoría del fútbol femenino argentino. Cuando leí sobre ella, reconozco que me desconcertó. La noticia me enfrentó con un prejuicio: me costaba creer que una mujer trans deseara jugar a la pelota. Soy consciente (y supongo que todxs estamos de acuerdo) de que hacer deporte es fundamental para el desarrollo de la psiquis, además del impacto positivo en la salud física de un ser humano. El problema era su elección: ¿justo fútbol? Y sí: podría haber sido otra disciplina también, porque para Mara, el deporte se volvió ese espacio de contención y afecto que tanto necesitaba para dejar atrás los pensamientos oscuros que en su adolescencia la atormentaban. Pero ella eligió fútbol, una actividad históricamente asociada con el imaginario de la masculinidad, así que los obstáculos, obviamente, se multiplicaron.
El camino al ámbito profesional no fue fácil: ella fue sometida a una serie de estudios hormonales que demostraban que su testosterona estaba por debajo de los límites que establece el Comité Olímpico Internacional (COI). Se tomó ese modelo porque hasta el momento, ni FIFA ni Conmebol ni AFA tienen una reglamentacion propia que prohíba o permita a deportistas trans ser parte de las ligas profesionales. Obviamente, no está de acuerdo con esto y compara su caso con el de la atleta sudafricana Caster Semenya, a la que le exigen bajar sus niveles de testosterona para competir. ¿Por qué estas instituciones necesitan someter a Mara a esos estudios si no se hacen con otrxs deportistas? ¿Por qué a los atletas varones no les hacen pasar por este tipo de tests?
El caso de Mara me llevó a mi infancia. Ya les hablé del binarismo en las escuelas primarias y de cómo someten a sus estudiantes a diferentes torturas. De chica, a mí me encantaba el deporte, pero odiaba el fútbol e ir al campo de deportes por el bullying que recibía. Lo tremendo de esto era convivir con docentes que no estaban preparados para tratar con niñxs a lxs cuales no les gustaba lo que la agenda escolar imponía. Porque no era la única en mi colegio: había otrxs a quienes les hubiera gustado practicar un deporte diferente del que les asignaba el rol de género. Recuerdo a dos compañeros que tampoco querían jugar a la pelota, sin embargo, lo hacían para que no les dijeran «maricas». Los rótulos no esperaban: si no eras de la manada, te marcaban otra forma de adoctrinamiento.
Para mí era horrible, en primer lugar, porque no me gustaba, y en segundo, porque generaba situaciones de violencia. Era obvio que no sabía ni cómo patear una pelota y el resto no me quería en su equipo, así que cada vez que erraba, me decían de todo. Lo fuerte de esto es que el mismo prejuicio también funcionaba impidiendo que otras chicas que sí disfrutaban del fútbol, no pudieran practicarlo. Por ejemplo, mi amiga Vanesa era muy buena jugadora, sin embargo, a pesar de expresar su deseo de participar, el profesor de gimnasia nunca se lo permitió.
Caló tan hondo en mi formación y autoestima esta situación que durante años me hicieron odiar este deporte. A tal punto, que cuando me mudé con Pablo le advertí que yo detestaba el fútbol y odiaba escuchar partidos por la radio o verlos en la televisión. Me quería mucho, porque durante un tiempo lo respetó. Hoy entro a casa y siempre está la pantalla sintonizada en TyC Sports.
No vamos a negar que se está gestando un cambio en la aceptación social del fútbol femenino. Actualmente, este deporte viene creciendo en nuestro país a pasos agigantados entre las mujeres. En la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, existen torneos para amateurs como el Lady Fútbol, que hasta antes de la pandemia manejaba un número de 1600 inscriptas por año, con un rango de edades que va desde los 18 hasta los 50. Incluso clubes tradicionales, como Gimnasia Esgrima de Buenos Aires, se están animando de a poco a incorporar la actividad, pero me cuentan las chicas que la organizan, que han sido las propias socias quienes tuvieron que gestionar para que se les concedieran espacios y que pese a que son cada vez más las participantes, la postura de la institución no exhibe un gran interés en cederles canchas.
Pese a la transformación en proceso, sigue viva la necesidad de encasillar este deporte como una actividad «de hombres». Y eso provoca que estos lugares en disputa, deban ser cedidos, muchas veces, a regañadientes. Probablemente, quienes tengan que esgrimir excusas expliquen que la mayoría de los interesados son hombres, por lo tanto, la mayoría de las canchas están destinadas a ellos. Pero ¿cómo podría ser de otra manera si desde la cuna a las mujeres se las veda esa actividad? Por suerte, ya existe conciencia de lo arbitrario que es esto, pero este tipo de cambios no son inmediatos. También necesitamos que las instituciones comiencen a renovar sus viejos estatutos y manuales e incorporen nuevos con perspectiva de género y diversidad.
La pelota no tiene género, así que ¡no la manchemos más!