Rosario espera ansiosa en una esquina de “la zona”. A diferencia de otras noches, ningún patrullero la acosa. Una fría calma le roza la piel. Un auto se detiene y ella entra apurada. Se saluda con Pelusa como todas las noches desde hace varios años. Esta noche Pelusa está callada, nerviosa y con la mirada perdida. Conduce en silencio hasta un pasaje oscuro, se estaciona y se miran. “Rosario, estamos muy jugadas”. De pronto empieza a llover, unas gotas enormes atraviesan el follaje de una morera antigua y embarran el parabrisas del auto. Pelusa suelta un lagrimón oscuro, mezcla de rimmel y terror. “No nos van a hacer nada, amiga”, responde Rosario mientras busca en la cartera un pañuelo todo estrujado con el que Pelusa se seca las lágrimas. La lluvia empieza a inundar los pasajes enredados del Barrio San Antonio, y las dos travestis se quedan en el auto esperando que esa tormenta de noviembre se disipe y arrastre todos los miedos.
Ese auto siempre fue un refugio. Años atrás se conocieron una noche helada en la que Pelusa se estacionó frente a Rosario y la invitó a meterse un rato para pasar el frío. En ese tiempo trabajaban cerca de la vieja terminal y a veces en el parque. Compartir “la zona” las fue volviendo cómplices. Cada vez que los rostros se les iluminaban del rojo y azul de los patrulleros, se subían al auto y enfrentaban juntas lo que les venga encima. Tras cada corrida policial Rosario y Pelusa sentadas en ese auto charlaban y pensaban juntas cómo hacer para que la violencia acabe. Ambas habían vivido en Capital y conocían otras provincias, sabían que en algunos lugares las travestis habían conquistado una zona roja, incluso conseguido que se deroguen los códigos de faltas. Cada vez que terminaban la noche y se sentaban a charlar, fantaseaban juntas con ponerle un freno a todo, con dejar de tener que prestarle el cuerpo a la yuta, con dejar de pasar las noches amontonadas en una comisaría húmeda.
Una noche Rosario sube al auto quebrada de rabia. “La mataron a la Tatiana, Pelu”. “¿Cuál Tatiana? ¿La Ortiz?”. Rosario asiente, está desolada. Pelusa arranca el auto a toda velocidad y agarra un viejo camino de tierra detrás del hospital. “Esto no puede seguir así. Van a llenar esa morgue con los cuerpos de nuestras amigas. Tenemos que hacer algo Rosario, sino un día nos van a matar a todas nosotras”. Las dos se miran. Se tienen que abrazar muy fuerte para que el cuerpo les deje de temblar, a lo lejos ven las luces de un patrullero, pero nada importa. Se quedan abrazadas en el auto como dos niñas debajo de la cama esperando que una tormenta acabe. Sienten como se les acerca levantando polvo y la nariz se les llena de olor a tierra. Están tan abrazadas que solo pueden oír el pulso una de la otra acelerándose. Cuando abren los ojos están solas y a salvo. Fue esa noche cuando entendieron que mientras estuviesen juntas eran inmunes al miedo.
Pelusa y Rosario organizaron una marcha. La primera Marcha del Orgullo Gay en Salta. Se llamó gay más por costumbre que por su composición. En su mayoría las que marchaban eran travestis. Travestis y trabajadoras sexuales. Ya llevaban varias muertas, muchas apaleadas, demasiadas noches tras las rejas. Necesitaban parar a la policía y terminar con los códigos y los sobornos. La marcha atravesó la ciudad como una herida abierta, desde “la zona” hasta la comisaría y la legislatura. Durante tres años marcharon, fueron a la tele, dieron entrevistas y denunciaron a la policía. Año tras año, Rosario y Pelusa se fotografiaron juntas, estupendas y fuegas como Thelma y Louise.
Las noches de noviembre en Salta son lluviosas. La tormenta se expande sobre el Valle de Lerma e inunda los barrios de las periferias. “La zona” siempre estuvo en los márgenes de la ciudad, cerca del viejo cauce del Río Arenales, por eso también se la conoce como “el bajo”. Los meses de lluvia hay que andar con cuidado. Aquella noche Pelusa y Rosario hablaron por teléfono. La tormenta no paraba. “¿Vamos a ir a trabajar, Rosi?”... “¡Estás loca! Con esta lluvia no” respondió Rosario. Pelusa insistió: “¿Pero sí para?”. “Si para, sí”. “Listo, nos vemos en la zona, Ro”. Luego Rosario recibe un llamado de un tal Ricardo o Roberto. Se conocían de “la zona”, el tipo la había visto toda producida y diosa, con esas curvas mortales y su pelo castaño y brilloso. No daba para encontrarse con él estando de entrecasa, la coquetería puede más que la necesidad. Encima llueve y Rosario no tiene ganas de salir. Los clientes pueden esperar, piensa.
Un año después, Rosario sentada en una oficina de ATTTA recuerda con la voz asfixiada de llantos: “Mi amiga también recibe una llamada y ella sí va. A los cinco minutos la encuentran con siete puñaladas. En la calle, agonizando. Lo que declararon al juez los que la auxiliaron es que mi amiga lo único que pedía era que no la dejen morir. Pero para mí que mi amiga dijo todo lo que pasó, pero está la policía ahí. La misma policía a quien nosotras diez días antes le hicimos una cámara oculta mostrando cómo nos coimeaban y cómo golpeaban a las travestis para llevarlas detenidas”.
Pasaron quince años del último abrazo. Un poco de Rosario se fue con Pelusa y un poco de Pelusa se quedó con Rosario. Las amistades travestis tienen eso fronterizo entre la vida y la muerte. Nos rememoramos para recordar esos fragmentos de lo que somos y que están enterrados en la memoria de las que se nos fueron. Nos hacemos raíces para enterrarnos un poco con nuestras amigas, tormentas para apagar las penas y archivos para testimoniar aquellos abrazos en los que nos protegimos.