"¡Metete un palo en el orto!" le escupo a un tipito que salía disparado con su motito de una encrucijada en “t”, la cual cruzó mirando sólo en la dirección que a él le antojaba y no en la que, efectivamente, circulaba el tránsito. Antes de llegar a semejante proferimiento, le advierto mi presencia: “¡Cuidado!”, evitando un accidente del que yo saldría desfavorecida sobre un corcel mucho más endeble, mi bicicleta, pese a estar circulando por el carril que me correspondía con semáforo a favor. El tipo me ve y, no obstante, se incorpora adelante ¡a mi carril de la bicisenda! Rasante, a toda velocidad, como si no le hubiera alcanzado mi pedagógico pedido de convivencia vial. “Ah, sos bastante pelotudo” le digo entonces al alcanzarlo, y ahí sí, señorxs y señorxs, logro su atención: se da vuelta a echarme algunos insultos que le quedaron tragados en su casquito pero que alcancé a entender por sus ademanes físicos. Entonces le extiendo la ya mencionada invitación: “¡METETE UN PALO EN EL ORTO!”.
Me sorprendió.
Lo dije como si fuera una expresión mía, como si yo creyera en ese rezo… ¿pero, qué opino yo realmente de meterse un palo en el orto? ¿Qué opino yo de meterme ALGO en el orto? Pero más puntualmente ¿Qué pienso yo del orto? Sé que me encanta usarlo en su función extrusiva, y además le tengo cariño especial porque es el lugar en común que tenemos con todos los seres que excretan. No se rían de lo que les digo, si es una categoría aún mayor a la de ser mamíferos, aunque no tan expandida como la de ser mortales. Esa es la única categoría con la que nacemos, porque incluso hemos tenido que luchar por la de ‘humano’ a lo largo de la historia. Ser humano, ese tan exclusivo club social. No sé si estoy parafraseando a Sartre o a Arjona.
La cuestión es que me pasa igual que con la montaña: me encanta ir a la montaña, puedo visitarla turísticamente de vez en cuando, subirla, bajarla, admirarla, toda la aventura, pero yo, en relación al culo, prefiero irme de vacaciones al mar, siempre. Creo que esta metáfora se agota aquí, lo cual es ideal realmente, porque la reflexión me llevó luego a la cuestión realmente importante: ¿acaso acabo de ser yo peyorativa con el culo, con esa zona neutral, con esa idílica Suiza interespecie? ¿Acaso mi lengua, mucho más veloz que mi cerebro, en su afán de lanzar una bomba dirigida al corazón del heterocispatriarcado de este tipito, se mordió a sí misma, sólo por insultarlo? ¿Acaso eché esa bomba porque entiendo lo ofensiva que le resultaría a alguien que ostenta un universo tan acotado como promete ser el de este tipito? ¿Me puse en su lugar y me volví un poco como él al pensar que lo insultaría particularmente? ¿O acaso se puede hacer con un insulto lo que hicimos al apropiarnos de palabras usadas en nuestra contra, como torta, marica, puto, trava, etc? ¿Qué pasa con los insultos?
Es como si se abriera un portal a otra dimensión, o como estar poseída, porque a diferencia de improvisar (donde, cual ejercicio de equilibrio, se pone en juego el riesgo, y, por ende, la sensación propia de seguridad) decimos cosas de las que carecemos de certeza, pura fuerza bruta. Una no es ducha en el arte de insultar prolijamente a menos que lo ejercite mucho, logrando la difícil tarea de que la lengua, ese órgano vedette y tirano, no nos gane de mano. El insulto tiende a salir eyectado como un escupitajo, envalentonado, aunque impreciso. Cuántas veces sufrí un agravio y el insulto perfecto, mesurado, elegante e ineludible llegó ¡cuadras! después.
Yo había salido inicialmente a pedalear al son de las Miroirs de Ravel, para sacarme varios días de cuarentena de encima. El paseo y el ejercicio suelen despejarme y darme alivio inmediato. Pero esta vez, llegando a casa, mientras me relamía la última gota de insulto de mi boca, entendí el dulce néctar de mandar a alguien donde le corresponde y me pareció comprender que, si bien la cerbatana del insulto se me hizo ajena y desencadenó un sinfín de preguntas, su función de bypass a mi razonamiento habitual, su resolución bajísima, tan vulgar como ¡eficaz! fue el cierre de oro para un paseo con fines terapéuticos. Aún sin creer en ese rezo, invoqué al dios del insulto y me regaló una gran satisfacción que dejé salir en forma de un regocijado y largo “Aaaaaaaaaaaaaaah”.