El deseo “malsano” de hacer hablar a los muertos puede generar primeras novelas extraordinarias como La luz de una estrella muerta (Mansalva) de Paula Klein, que tiene un aire de familia con El affair Skeffington, de María Moreno. Elena, la protagonista, intenta avanzar en su tesis sobre pintores argentinos en el París de posguerra. La voz de Alberto Greco le parece cercana y sus obras “bajan al suelo y van a sacudirle la melena a los espectadores”. De tanto leerlo y seguirle el rastro por Buenos Aires y París, Elena se pregunta si ella también se convertirá en una de sus “hijas pródigas” o “una amante que enviudó antes de tiempo”.
No se trata tanto de la identificación con el pobre, extranjero y homosexual, sino de la fascinación que despierta en Elena un artista “inconforme hasta la médula”, que intentó explotar las convenciones, el estilo y hasta los problemas estéticos, que avanzó “sin red de contención” y convirtió su propia muerte en su última performance, cuando se suicidó en Barcelona, a los 34 años, en octubre de 1965. Antes de tomar un frasco de barbitúricos, escribió la palabra “Fin” y “Esta es mi mejor obra”. Klein (Buenos Aires, 1986), que vive en París y enseña literatura latinoamericana y comparada, escribe una novela vitalista habitada por fantasmas, sesiones de magia y una intriga académica, donde la protagonista deviene una suerte de heroína insumisa, con una lengua burlesca que esquiva las frases hechas y masticadas.
-En la novela surge una pregunta respecto de Greco: ¿Cómo podría separar su vida y su obra si ese límite era precisamente lo que él quería borrar? El tema “vidaobra”, como si fuera un neologismo, cada tanto, vuelve. ¿Por qué esta cuestión está gravitando en tu primera novela?
-Para una antigua estudiante de Puan, lo primero que te produce el neologismo “Vidaobra” es desconfianza. La idea de que la vida puede iluminar la obra es el primer mito del que te enseñan a desconfiar. Pero, en fin, hay vidas de novela como la de Alberto Greco, que parecen hechas de aventuras, en las que los límites se borran. También me impresionaba en él ese deseo, imposible en términos prácticos, de dejar un registro o una instantánea de su vida a medida que la vive. Y cuando empecé a escribir, sentí que para serle fiel a Greco, Elena, mi protagonista, tenía que compartir esa obsesión y permitirse caer en el cliché de querer tener una vida “de novela”. Riéndose de sí misma, pero sin dejar de vivir todo lo que le ocurre con pasión, con una entrega total y casi adolescente.
-Cuando escribías la novela, ¿te interesaba “borrar” o correr el límite entre tu vida y lo que estabas escribiendo?
-Empecé a imaginar la novela poco tiempo después de terminar mi doctorado. Había en mí, entonces, un deseo de exorcizar la escritura académica y, sobre todo, de reírme un poco de las miserias que conlleva el final de la vida de “eterna estudiante”. Lo gracioso es que no sentía que me estuviera poniendo en escena: mi protagonista es más joven, hace una tesis sobre pintores argentinos exiliados en el París de la posguerra y está convencida de que su estadía puede transformarse en una suerte de remake medio mágica de la de Greco. Es pura fantasía. Y, sin embargo, después de las primeras lecturas, mis amigos me decían: “Pero Elena sos vos”.
-”Desde que llegó a París, Elena busca en cada esquina los escombros de los luminosos años cincuentas”, se lee en La luz de una estrella muerta. Esa obsesión de la protagonista, ¿te pertenece también?
-No del todo. Mi obsesión (académica) eran más bien los 60 y los 70: Georges Perec, el OuLiPo, los escritores argentinos exiliados en París. Justamente, lo que más me atrajo de los 50 es lo poco que sabía de esa época antes de ponerme a escribir. Mi imaginario estaba hecho de las películas de Hollywood: Audrey Hepburn bailando jazz en un cabaret de Montmartre en Funny Face (1957); del clima de fiesta y de bonanza de los “'30 gloriosos”. La llegada de Greco a París en un momento en que la homofobia imperante empezaba a tensar el ambiente y el hecho de que escapara por poco del golpe de estado del '55 en Argentina, pero sobre todo el contraste entre París y Buenos Aires, me dieron ganas de investigar y de imaginar.
-En la contratapa de la novela, Edgardo Scott menciona El affair Skeffington de María Moreno y dice que hay en tu escritura un poco del “canchereo” de Moreno. ¿Qué importancia tiene su obra?
-Como lectora, María Moreno es palabras mayores. Me dio entonces cierto pudor la referencia de Scott (leí El affair Skeffington después de haber terminado mi novela y me fascinó). En todo caso, y también por mi interés en la no ficción, ella es una escritora a la que vuelvo siempre.
-Que la palabra “Fin” estaba escrita en un papelito que guardó en su puño; que la palabra “Fin” estaba escrita en su mano izquierda; que la palabra estaba escrita con tinta china en su muñeca... El anexo “Morir para contarlo” es fascinante por estas “pequeñas” variaciones. ¿Por qué decidiste incluir “fragmentos” de los textos periodísticos que se escribieron sobre la muerte de Greco?
-Me maravillaba la infinidad de versiones y de variantes sobre esa muerte que Greco transforma en su última performance. Sentí que esa documentación era narrativamente más fuerte que lo que yo pudiera decir sobre el tema. Preferí quedarme con esas imágenes y esos retazos deformados de información.
-¿Por qué los mitos “resisten a la caducidad de las modas”?
-Me parece que ocurre algo similar con las buenas historias: el paso del tiempo las fortalece, aumenta su brillo, su aura. Y supongo que ese debe ser el deseo de muchos artistas: ser tan original, tan único, a tal punto de ir más allá de las modas y entrar en el panteón de los mitos.
-A Greco la precariedad no le disgustaba. ¿Cómo te llevás con la precariedad?
-Con la precariedad real no creo que nadie se lleve bien. Después está la precariedad estilizada, asumida o sublimada como parte de un proyecto y elevada a gesto artístico. Pienso en el Diario de Manhattan de Néstor Sánchez, en el que cuenta su experiencia de devenir linyera o “homeless” en Nueva York. En Greco está también esa voluntad típica del arte povera de trabajar con casi nada o con materiales pobres: una tiza, un señalamiento, alguien que le saca una foto. En general, la idea kafkiana del “artista del hambre”, pero también el deseo de oponerle a la precariedad material una estética de la existencia, llena de experiencias fuertes y de pasiones, me parecen literariamente muy atractivas.
-¿Desde cuándo vivís en París?
-Vivo en París desde hace prácticamente diez años. Llegué justo después de terminar la carrera de Letras en la UBA, pensando en quedarme unos meses, pasear y hacer un poco de “turismo académico”. Pero con el tiempo mi estadía se fue transformando en algo un poco masoquista. Pensaba: “¿Cómo puede ser que esta ciudad se las empeñe tan bien en echarte, en hacerte desertar?”. En mi caso, cada nuevo obstáculo afianzaba más mi deseo de quedarme. Elena habla de los argentinos de París como “yerbas malas” que sacás, pero reaparecen una y otra vez. Algo de eso hay…