Si bien hoy aparece como un asunto central en el debate de la política, la cuestión de la comunicación como escenario de disputa política y cultural ha sido planteada desde muchas décadas atrás en el pensamiento y en la producción de las y los intelectuales. Y de manera muy particular por quienes viven el mundo y transitan la historia desde esta nuestra América Latina. Sobre todo cuando el análisis se hace desde la perspectiva y las necesidades de los actores, de las protagonistas populares. Toda cuestión referida al tema está directa e indisolublemente unida con la democracia como sistema. Porque no hay manera de pensar las sociedades democráticas sin comunicación democrática. Y viceversa.
“Cualquier análisis de los problemas de la comunicación que se desarrolle desde el compromiso con las amplias mayorías sociales y los sectores postergados, llega pronto al problema de la democracia. Esta es una de las cuestiones que ha inquietado de manera preferencial a los investigadores de la comunicación en América Latina, a sus intelectuales y dirigencias políticas, a los animadores culturales y creadores vinculados al movimiento popular y, en buena medida, a los propios comunicadores” escribía el investigador chileno Fernando Reyes Mata ¿Cuándo? ¿Ayer? ¿En estos días? No. En 1983, en una nota publicada en la revista Nueva Sociedad (No. 64, pp. 128-130) , bajo el título “Alteremos lo injusto. El compromiso de la comunicación alternativa”. Y agregaba en la misma ocasión el intelectual trasandino que “interrogarse sobre lo democrático en la sociedad lleva al análisis de la comunicación, de la circulación de las ideas, de la capacidad de influir. Interrogarse sobre la comunicación lleva al análisis de la democracia en que se vive, de la verdadera participación existente. Es, en definitiva, una relación inevitable y esencial. Una relación de mutuo nutrimiento”.
A pesar del tiempo transcurrido, los desarrollos tecnológicos, el avance de internet y la innumerable cantidad de modificaciones que ello introduce en la sociedad, en la cultura, en los modos de comunicación, en la estrategia política y en el ejercicio del poder, el dilema sigue siendo el mismo.
Y si bien existen –todos y todas sin fundamento, algunos sin intención y otros y otras directamente con interesada malicia- quienes afirman la autonomía y la independencia de la comunicación, el vínculo y la mutua dependencia entre comunicación y política, entre política y comunicación, es inocultable y notoriamente obvio para la gran mayoría de las personas.
No obstante, tal obviedad no impide y ni siquiera actúa como limitación para la incidencia que corporaciones mediático-empresarias, medios y periodistas ejercen sobre la constitución del sentido político y en la influencia sobre las decisiones ciudadanas. La pandemia, con el consecuente encierro, todo lo agravó en la materia.
No es necesario ni siquiera decir –aunque nunca sobra- que la cuestión se vuelve particularmente importante en tiempos electorales.
Tampoco es inútil advertir que mientras la hegemonía de la discusión política –o lo que se entiende por tal- se da solo y únicamente entre quienes se enrolan en ese estrato autodenominado “dirigencia”, los actores populares siguen múltiplemente invisibilizados. Porque raramente participan del intercambio y del debate en el escenario público, porque no se los reconoce como interlocutores e interlocutoras válidos, porque cuando acceden se los y las acosa y descalifica y, finalmente, porque tampoco las agendas (entendiendo por ello desde los temas y los problemas que acucian a estos sectores hasta sus demandas y sus sueños) están presentes en las conversaciones que habilita la democracia.
En consecuencia, es necesario reconocer y actuar entendiendo que la comunicación no es apenas un ámbito especializado de la vida cultural, sino un escenario esencial de la política cuyo funcionamiento condiciona, para limitar o para habilitar, el mejor ejercicio de la democracia. La historia argentina ha sido escenario de varias batallas en la materia desde 1983 hasta ahora. Se ganó y se perdió, pero hay aprendizajes.
Modificar la situación de inequidad que actualmente existe en la comunicación no es un problema tan solo atribuible a comunicadores y comunicadoras. Es mucho antes una responsabilidad del sistema político y de sus protagonistas si es que efectivamente se quiere avalar una democracia que más allá de sus formalidades garantice el intercambio y la construcción colectiva, plural, diversa y transformadora. Para hacerlo, como ya afirmó Reyes Mata, “alteremos lo injusto”. Tampoco caigamos nuevamente en la trampa de que –por las razones que sea- no es ahora el momento oportuno para dar este debate. Nunca lo será.