Y en el horrible invierno del 82, post-Malvinas, dictadura, todo mal, conseguí por fin conocerlo, después de quemarle la cabeza durante semanas a Sylvia, su mujer, su cancerbero telefónico. Yo venía de leer “La madre de Ernesto”, “Capítulo para Laucha” y “Crear una pequeña flor”. Eran como fogonazos para mí esos tres cuentos que estaban en tres libros distintos, cada uno al principio de cada libro: Las otras puertas, Cuentos crueles y Las panteras y el templo. Yo podía jurar que el personaje de esos tres cuentos era el mismo: era Esteban Espósito, lo dijera o no, hablara en primera o en tercera persona, viviera todavía en San Pedro o ya se hubiera venido a Buenos Aires. Cada libro de Abelardo Castillo traía partes de Esteban Espósito. El problema es que no había más libros de Abelardo Castillo, le decía yo por teléfono a Sylvia día tras día. Así conocí al Hombre de los Ojos de Plata.
Esteban Espósito está sentado en la penumbra de El Barrilito. En un par de horas tiene que dar una conferencia en la vereda de enfrente, en la Casa de Altos Estudios Abraham León, del barrio de Villa Crespo. El año es 1970 y El Barrilito es un bodegón de ésos que en brevísimo tiempo ya no existirán más en Buenos Aires salvo en la literatura: uno de esos bares con ventanas guillotina a ambos lados de la puerta vaivén, que se extienden angostos y cada vez más oscuros hacia un fondo sin fondo donde los que van en busca del baño se encuentran con el delirium tremens.
Afuera son las cinco de la tarde y el sol calcina la ciudad pero Esteban Espósito ha pedido sin hielo su primer whisky doble, y enseguida pide un segundo, y le dice al mozo que mejor le deje la botella y se ahorre más viajes. “Así se hace”, murmura desde el fondo el único otro parroquiano que hay en El Barrilito, El Hombre de los Ojos de Plata. Espósito lo invita a sentarse a su mesa pero El Hombre de los Ojos de Plata no se mueve, así que Espósito traslada su botella y su vaso hacia la mesa del fondo. El Hombre de los Ojos de Plata mira al mozo. El mozo mira su reloj, dice: “Ya son las cinco”, y deposita un vaso adicional en la mesa porque a esa hora, todas las tardes, El Hombre de los Ojos de Plata empieza a beber. “Le voy a contar un secreto”, le dice entonces a Esteban Espósito. “Le voy a contar el secreto de la vida. ¿Tiene tiempo? Entonces haga el favor de pedir otra botella. Y cuando esté por enojarse conmigo, acuérdese de que fue usted quien vino a mi mesa”.
Esta es la primera escena que conocí de El que tiene sed, la novela dipsómana de Abelardo. Se la oí leer en el año 1982, de unas páginas amarillentas y manchadas de quién sabe qué, sentados los dos en el lúgubre departamento de Once donde vivía por entonces, un departamento al fondo de un pasillo escalofriante, que en mi memoria reproduce exactamente la penumbra líquida, atemporal, de catacumba, de aquel bodegón de Villa Crespo donde Esteban Espósito escuchó el secreto de la vida de labios del Hombre de los Ojos de Plata.
En el 82, Abelardo llevaba siete años sobrio y creía que no iba a terminar nunca la novela que había empezado a escribir a principios de los años 60, cuando también empezó a beber. En algún momento de esos años Abelardo dejó de beber. En otro momento de esos años llegó a la conclusión de que no iba a terminar nunca esa novela. Y cuando llegó a esa conclusión, decidió que no escribiría ninguna otra cosa. En esa época lo conocí yo. La novela era Crónica de un iniciado. De eso no se podía hablar. Pero había otros papeles viejos, amarillentos, que Abelardo se decidió a mirar de nuevo. La mirada distraída y resignada ameritó empezar a pasarlos en limpio, la pasada en limpio mutó en escritura febril, y yo tuve el privilegio de ver de cerca cómo fue tomando forma, capítulo tras capítulo, ese viaje al fondo del miedo, esa montaña rusa verbal que es El que tiene sed.
Fue como tener toda la literatura en ebullición delante de mis ojos. Abelardo estaba en su momento supremo, hacía magia con las palabras. Todo lo que para mí valía la pena resonaba en sus páginas: estaban Arlt y Borges y Marechal y Cortázar, estaba la locura de los rusos y la infecciosa contundencia de los yanquis, estaban Sartre y Camus y los italianos de posguerra. Yo tenía veintipocos, acababa de morirse mi viejo, y Abelardo estaba en su momento supremo: fue una bendición que nunca agradeceré lo suficiente. Aprendí de él todo lo que sé del oficio de escribir. No se podía no aprender a su lado. Era maestro hasta por contagio, era un dínamo. La lucidez y la generosidad intelectual a la par, y allá arriba, siempre. Era único en eso: no me topé nunca en mi vida con alguien que le diera tanta atención al laburo ajeno, y tan buenos consejos. A mí me enseñó a leer, me enseñó a escribir, me enseñó a pensar, me hizo de padre cuando me quedé sin padre, vio crecer a mi hija, estuvo a mi lado en el hospital y, especialmente, durante treinta y cinco años seguidos me concedió el honor de hablar de literatura sin parar.
Fue especialmente hermoso verlo mutar a chejoviano, después de El evangelio según Van Hutten: entrar en su “estilo tardío”, según la extraordinaria expresión de Edward Said. En sus últimos cuentos casi siempre hay un hombre sentado frente a otro, uno escucha y el otro da cuenta de una perplejidad, con resignación, con serenidad escalofriante, como si lo que cuenta no hubiese podido ocurrir de otra manera. Esteban Espósito, ahora, es el que escucha. Recién me doy cuenta: hasta el final me va a seguir enseñando cosas.
Hemingway decía que, en nuestro oficio, el que no es hijo de nadie es un hijo de puta. Yo creo a fondo en eso, creo que los padres que elegís definen tu ética de trabajo, a ellos les rendís cuentas cada vez que escribís y con ellos te comunicás mentalmente cada vez que leés. Ese es el bluetooth que tuve, tengo y tendré con Abelardo. Es un pedazo de mi vida, y es un pedazo de la literatura argentina. Despidámoslo con esta escena inmortal de Crónica de un iniciado. Se llama “Santiago y las máquinas que cantan”. La novela ocurre en los años 60, en Córdoba, durante un congreso literario. Santiago es un hermoso personaje, un tipo alto, flaco, sabio, ecuánime, que se va a pegar el palo en la novela pero nosotros no lo sabemos. Santiago va por las calles del centro con Esteban Espósito, es el atardecer, se separan y Santiago se va por una galería comercial un poco cachuza, con negocios abandonados, que tiene hasta el fondo en hilera una serie de rockolas. Santiago les va poniendo monedas mientras se aleja, las máquinas se van encendiendo y van sumando melodías en alegre cacofonía, los vidrios de los negocios vacíos reverberan, la penumbra se ilumina con el desvarío eléctrico de las máquinas, y mientras lo vemos a Santiago irse de la novela, difuminarse hasta perderse en el ruido y el anochecer, oímos su voz confesándole a Espósito: “¡Cantan, chango, las máquinas cantan!”.
Para mi adorada Sylvia