No soy de los setenta ni de los ochenta, ni nada. No creo en esas categorías. Pasaron todas esas décadas y yo estuve viviendo y trabajando acá, en Buenos Aires, nada más.
En el '64, cuando me fui a Europa, me creía pintor. En París trabajé con [Julio] Le Parc y con [Antonio] Berni; hacía changas para ellos. Con Le Parc colaboré en su envío a la Bienal de Venecia. Armaba las obras, hacía las cajas, instalaba espejos curvos, le ponía las lámparas, los motorcitos, esas cosas. Con Berni, lo de trabajar, es un decir. Me hacía enderezar clavos que juntaba por la calle. Llegaba al taller con un montón y me decía: ¿Gómez, me los endereza? Y yo, pim, pam por acá, pim pam por allá, y los iba dejando derechitos. La verdad es que era divertido enderezar clavos.
Nunca viví de becas, premios y cosas por el estilo. Siempre trabajé. Hacía carpintería para stands publicitarios o laburaba como letrista. Ganaba buena guita, era bueno, me llamaban mucho. No hacía diferencia entre esas tareas y mi obra, el proceso creativo era el mismo. Siempre trabajé con las manos. Con eso mantuve a mi familia durante muchos años.
Me encantaba hacer letras. Trabajé en un taller donde se hacían los carteles para las marquesinas de los cines de la calle Corrientes, el Ópera, el Gran Rex… eran carteles enormes. Hacía letras de 3 metros de alto, letras movidas para las comedias, letras rotas para las de guerra y helvéticas para las películas intelectuales.
También trabajé para el Museo de Bellas Artes pintando los carteles de las exposiciones cuando Samuel Oliver era el director. En esa época yo estaba completamente borrado del medio artístico. Me habían dado un premio y no lo soporté. Justo cuando me empezaba a ir bien sentí un gran rechazo por todo eso, estaba enojado. No aparecí más, fue como si me hubiera ido a vivir a Alemania. Ya llevaba 5 años así cuando “Yuyo” [Noé] fue a mi taller en Sarandí, vio lo que estaba haciendo, y me llevó a la galería Carmen Waugh. Me rescató.
Una de mis obras de la colección del Bellas Artes es un paralelepípedo que se derrite y queda el esqueleto afuera; manifiesta su estructura interna. En esa serie había una que se retorcía y otra que se daba vuelta y se golpeaba a sí misma. Son distintas actitudes de un paralelepípedo, cuando lo exigís aparece la figuración, la expresión de dolor del paralelepípedo; no es necesario hacerlo llorar [risas]. En la deformidad está lo más profundo de la expresión, Bacon navega por Velázquez y mirá lo que sale.
Aquellas obras de fines de los '60 que ahora recreamos no me las planteaba como efímeras; eran efímeras pero sin planteos. Las hacía con los materiales que me quedaban de mis trabajos de carpintería. Casi todas se perdieron o se destruyeron y otras después de ser obras se transformaron en estantes. De las originales queda una que la tiene el Museo de Bellas Artes de La Plata. Cuarenta años después, gracias a la tecnología, las pude reconstruir como dibujos 3D. Una muy buena experiencia que estimuló mi deseo de traerlas nuevamente a la materialidad. Ahora ya no son tan efímeras, son de madera sólida y tienen dieciseis capas de pintura.
En aquella época me empecé a dar cuenta de que eran como frases; frases que se pueden leer de atrás para adelante y de adelante para atrás, segmentos de algo más largo, que se puede conectar con otros segmentos hasta el infinito… Bueno, el infinito es hasta que vos no das más.
Pienso que son como notas, no son una sinfonía, no quiero hacer un bosque, hago 2 hojas, lo demás: puntos suspensivos. Son verbos en infinitivo que podés conjugar como te parezca. Si no fueran así no tendrían savia, no crecerían, las verías y no te dejarían nada impregnado.
No sé si aquellas obras dialogan con estas nuevas. Algunas tienen que ver más que otras que son más cercanas a lo que estuve haciendo más recientemente. Vuelve a aparecer la arquitectura pero de un modo estructural. Son de cartón, un material que ya usé otras veces, no transmito improntas, transmito formas. No me quise meter con el color. Cuando te metés con el color empezás a tener tendencias. Son blancas, son cosas que se exponen a la luz y generan sombras. No conceptualizo sobre lo que hago. No hay mucho más que lo que ves. Escuadra, nivel y plomada. No hay mucho misterio. Bien es mejor que mal.
No las hice pensando en esta muestra en el museo, nunca pensé en eso. No trabajo así. Lo único que sé es lo que supe siempre, que es en el ejercicio que se hacen las cosas y sabiendo dónde estás parado. Podés tener fantasías, pero ser fantasioso me parece que no.
No me aferro a lo que hago. Si no queda bien lo tiro a la mierda aunque haya trabajado 10 días en eso. No es un negocio; no hay nada que ahorrar; no soy una pyme. Muchas veces abandono obras que se ponen difíciles, no tengo más ganas de discutir con ellas. Si seguís la discusión por ahí las convencés, pero no tengo ganas, las tiro. No es tan importante. Debo ser tan trucho, tan trucho, que nadie se da cuenta. El día que se den cuenta ya no estaré. [risas]
Uso lo que está a mi alcance y lo que me rodea. El cartón está acá a 5 cuadras, el pegamento en Easy, algunas herramientas en la ferretería del barrio y la pintura de las obras se hace en lo de Juan Lepes que es como mi taller. Nada más.
No quise hacer una retrospectiva. Me cansan las retrospectivas. Sirven para percibir la sinuosidad del camino que recorriste y te llevan a momentos personales de cuando gestaste esas obras, pero llega un momento en que se acaba esa trayectoria.
Ahora pienso que adelante es sólo una idea, una palabra, ya no hay adelante, adelante es atrás. Como el poema de César Vallejo que dice: "Me moriré en París con aguacero un día del cual tengo ya el recuerdo”. El presente es caótico, el presente aplasta, en el presente te podés morir, en el pasado no. El presente es peligroso.
Fue dura la época del polyester, muy sangrienta para mí. Me saturaron la sangre, los huesos, la muerte o, mejor dicho, la vida matada. Me había metido en eso a fondo, como un actor que encarna un personaje. Después, por suerte, pude salir de ahí.
Cuando expuse esas obras en el CAyC recibí una carta muy sentida de una familia que tenía un hijo desaparecido y que se había conmovido profundamente con mi muestra. A los dos días llegó otra carta exactamente igual y a la semana otra. Yo me asusté un poco. Pensé que se trataba de algún tipo de amenaza. Me acuerdo que se lo comenté a Griselda [Gambaro] y ella me dijo: no te preocupes, los milicos no son tan sensibles y sutiles. Si te quieren limpiar no te van a andar mandando cartitas.
A los que sí limpiaron fue a periodistas, escritores, intelectuales. Los artistas plásticos no jodían a nadie, andaban por ahí haciéndose los exiliados, ¿te parece que los artistas van a cambiar la sociedad? [risas]
En esa época me tuvieron que operar de los riñones. Tuve un posoperatorio muy largo. Tenía que hacer reposo, quedarme tranquilo, sin hacer esfuerzos. Así que dejé el polyester y produje las armas, sentado en el taller con cartón cola, papel y pintura. Cuando me repuse volví a lo que estaba haciendo. Ahora estoy en una situación parecida, aunque peor, porque de esto ya no me voy a recuperar.
Tenía 38 ó 40 años. Ahora tengo 75 y me pasa lo que me pasa físicamente. No soy para nada el mismo, aunque en esencia si. Los años que tengo están instalados en mi cuerpo. El tiempo también es un material. El cuerpo no lo podés separar de nada, no te podés ir de acá adentro, así que si hay goteras, aguantátela.
Soy primera generación de argentinos. Me crié entre españoles y eso marcó una diferencia. Nunca me sentí igual. No me emparenté con la idiosincrasia de Buenos Aires, aunque nací en Barracas y soy porteño, pero toda mi infancia y adolescencia anduve rodeado de españoles.
Fui a la escuela de Bellas Artes, pero poco. Es lo mejor que me pasó: ir, pero poco. Al principio conocí algunas personas que me parecieron interesantes pero enseguida me di cuenta de que eran bastante cortahuevos. Me salvó mi instinto de supervivencia y al poco tiempo me fui de ahí para hacer mi camino.
Reivindico las manos y los oficios, pero no reniego de las nuevas herramientas que son maravillosas. Gracias a la tecnología pude hacer la obra del Parque de la Memoria, que está hecha igual que las armas de cartón, pero con acero. El ingeniero Galay hizo los planos de cada una de las piezas en la computadora para que se pudieran cortar con un pantógrafo de alta precisión y se soldaran.
Pude haber hecho muchas obras de esa manera, me hubiera encantado, pero estoy en la periferia del mundo y hacer esa sola llevó 14 años.
Nosotros acá crecemos en macetas, bastante bien dentro de todo, pero en macetas. Si nos plantaran en la tierra sería insospechado a dónde llegaríamos. Eso es lo que pasa en el primer mundo, que no crecen en macetas.
Cuando me pongo a dibujar es como si fuese un músico que se sienta y empieza a calentar frente al piano y de repente le sale, está tocando. El dibujo ocupa un lugar central, es lo más íntimo que tengo, lo más personal. Siempre dibujé. Mis dibujos nunca fueron bocetos de esculturas. No los hice con ningún otro objetivo que no fuera sólo el de dibujar. Usé lo que tenía a mano, trabajé sobre cualquier papel y la mayoría de las veces hacía cuatro o cinco cosas diferentes en la misma hoja. Son signos universales; un caballo, un árbol, un paisaje, es texto dibujado. Mi libro de dibujos es en sí mismo un texto que cualquiera puede leer. Y aunque fueron hechos en distintos momentos de mi vida, puestos juntos dialogan entre sí.
Nunca hice obras pensando en el mercado. Las de polyester se vendieron 25 años después de que fueron hechas, así que imaginate qué negocio. Igual siempre me fue bien, no en términos comerciales, pero siempre me fue bien. Nunca me quedé haciendo algo porque con eso me iba bien.
Tengo el reconocimiento de mis pares. Me llama mucho la atención. Me parece mentira, pero es así, tengo que creerlo porque si no, no estoy reconociendo al otro. Igual sentí una falta de cambio de figuritas con mi generación. No me invitaban mucho a las casas, era incorrecto, hacía ruido con la sopa, salpicaba. No era para invitarme.
No hago bocetos, las obras se van haciendo solas, se van tejiendo, es una causa concatenada. Empiezo por un lado, y si veo que no va, arranco por otro. No me agarro a ninguna. Es un devenir. No me propongo hacer series, se convierten en series; empiezan y no sé cuándo terminan. Tampoco defino la escala de antemano, la misma obra va mandando. No sigo un orden, nunca quise seguir un orden. Es algo que no está en mí, no me pertenece. Ahora estoy haciendo un dibujo al que ya tuve que añadirle varias hojas porque se extiende cada vez más. Probablemente llegue hasta el techo.
Tomo decisiones aunque no esté seguro, si estás seguro no tomás decisiones. Tenés que mandarte y tener la capacidad de volver si te equivocaste. Si te perdiste y te diste cuenta de que te perdiste, te volvés a encontrar. El único problema es el miedo, la duda, no la duda correctora, sino la duda de no saber quién sos. Si sabés quién sos difícil que te pierdas. Yo sé quién soy, no es vanidad; lo que hago es lo que soy.
Nunca formé parte de grupos, [Jorge] Glusberg me invitó a participar del Grupo de los 13. Me parece que el caldo le estaba quedando un poco aguachento y necesitaban un hueso con caracú para darle sabor, un poco de grasa. Pero no, no quise.
Nunca hice docencia, no me sale eso, varias veces me invitaron a dar clases en la Escuela de la Cárcova. Yo me reuní con los alumnos y les expliqué por qué no quería darles clase. Les dije que me parecía que ya era hora de que salieran a la calle en vez de seguir buscando profesores.
Hay que saber hacer una obra mala, no cualquiera hace una obra mala. A veces a través de la ignorancia se logran cosas muy curiosas; se llega a redondear algo que es muy atractivo. En un pueblo vi un monumento a un soldado que tenía una espada en la mano y la espada era de chapa, una chapa de cartel que ya estaba medio oxidada y se había doblado toda, parecía un banderín. [risas]
No me quedaron cosas en el tintero. Cosas que hubiera querido hacer y no pude, no. Me parece que hice lo que tenía que hacer. Lo que sí sé es que se acaba el tiempo.
Para mí esta muestra ya se terminó. Estoy pensando en lo que sigue. Es como la zanahoria del burro. No es poca cosa. La zanahoria del burro es lo que me trajo hasta acá.
No sé quién es el espectador. Por ahí vos crees que cantás para todos. Yo no sé si canto para todos, además nada es para siempre. En tu casa, a la noche, en silencio, mirando el techo, hay que ver si tenés ganas de seguir cantando.
El destino de las obras es la memoria, ese es el lugar a donde van dirigidas. Son patrimonio de la memoria de los que las ven. Ese es el destino.