La fatiga de un año y medio de pandemia me llevó a generar muchísimas expectativas por planes mundanos. En este caso, darle una lavadita de cara a la casa de mi tía en Moreno se convirtió en la agencia de un programa con amigas, floreció un goce desmedido por planificar las bebidas y las comidas del día, fijar hora de salida...Lo más común del mundo: pensar en chocolate, whisky y porro. Estrategias de disfrute que en el engranaje pandémico se habían transformado en rituales comunitarios extraños. Pero sucedió. Un grupo nos amalgamamos y encerramos un fin de semana a rasquetear paredes húmedas, encender un hogar milenario y a cobijarnos en la amistad.

Nos emborrachamos y bailamos canciones suministradas por los datos del celular que tenía listas para todos los gustos, un poco de cada ritmo. En el medio, un homenaje a Raffaella Carrá a modo de pogo y fantástica fiesta: la danza se vuelve una evocación a lxs muertxs, despilfarrar un poco el duelo y acurrucar la vida y en ese vaivén, el parentesco entre las que en medio de tanta “x” somos “L”, lesbianas desembocando en un grato suceso: ¡qué placer es ver coger a las amigas! Esmerarme en una descripción detallada le haría justicia a este evento, sobre todo cuando el escenario eran siete colchones ocupando el living de la casa en la que décadas atrás desplegamos entre primas el tablero del juego de la vida, se ve que en ese suelo, un poco percudido. Vida y juego siguen siendo la tendencia.

Me ubiqué en una cama junto a la ventana, puse varias frazadas para separar el vidrio de la zona de los riñones. Mi colchón estaba un poco más alto que los del resto, atalaya de los sueños húmedos que empezaron a brotar unas horas antes del amanecer. Previo a quedarme dormida, la propuesta fue contar algunas historias de terror, yo traté de no escuchar ninguna y cuando me tocó el turno conté de la vez que se me había metido una polilla en la oreja, estaba en un lugar inhóspito y me había despertado sobresaltada pidiendo ayuda. Todas las personas que estaban conmigo creían que estaba soñando, yo la tenía adentro, aleteando sin parar, desesperada por salir. La mataron con aceite de oliva que me pusieron en la oreja, después de dos horas pudieron extraerla con una pinza. 

La elipsis va directo a los gemidos de la amiga que tenía más lejos, le reconocí la voz inmediatamente y me quedé envuelta en ese sonido intentando descifrar con quien estaba. Envueltas en frazadas, una arriba de la otra. Así las escuché. Me saqué los pantalones y el calzoncillo cuando oí el cuchilleo entre las otras dos que estaban al lado mío. Los gemidos de la más lejana disminuyeron, yo supuse que era porque las voces de las otras dos la distrajeron un poco. Por descarte la más lejana podía estar con una o con dos, porque la habladuría de las que estaban a mi lado daba una cuenta exacta. 

“Sacate la remera”, y escuché como la que cumplía órdenes se deslizaba hacia abajo, como si el acolchado fuese un tobogán hacia la entrepierna de la que daba órdenes. La sinfonía sonaba casi a los decibelios de la música que habíamos estado bailando horas antes. Me quedé un poco dormida tocándome, pero el efecto cadena me extraía del terreno onírico y me llevaba de nuevo a lo que estaba pasando entre colchones. Moví la cortina de la ventana para ver la salida del sol y para dejar en evidencia que estaba despierta. Y también para hacer un poco transparentes las frazadas. 

“Reavivá el fuego” me dijeron en medio de una pausa, seguí las indicaciones de modo bien sumiso y aproveché para ir al baño. El papel higiénico quedó empapado, vi que habían dejado una copita apoyada en el lugar del jabón. Volví a los colchones y observé la humedad como un trofeo de ese despliegue pornográfico que me estaban contando mis amigas. La claridad vino rápido, ellas seguían debajo de las frazadas, las respiraciones todavía estaban agitadas, bordeé los colchones para una vista desde arriba, como si fuera un fantasma sobrevolando el enchastre de los cuerpos, como si fuera ese personaje de la historia de terror que no había escuchado. Como si fuera Raffaella o la polilla. Quise besarla mientras acababa pero volví a mi colchón, no quería perderme el resto de las escenas. Dos colchones quedaron vacíos mientras yo había ido a hacer pis. Un reagrupamiento que hizo que perdiera la cuenta de quién estaba con équien ¿Acaso importaba? 

Puse un tronco más en el fuego, el cuerpo se me había enfriado un poco en el trayecto. El vidrio de la ventana estaba rebozado de la helada de la mañana, me volví a hacer la paja boca arriba, cada tanto miraba para los colchones. Vi la sombra de una poniéndose la remera, yo me saqué la mía y ella, de costado, se arropó hasta los hombros y me miró sin dejar de sonreír. Desde atrás, otra la seguía tocando y entonces la esperada cucharita colectiva, una multitud de cuerpos encastrados en dirección a la ventana esperando el final de mi paja.

Nos levantamos al mediodía, hicimos un desayuno de mate, café y tostadas. Sentadas en ronda sobre los colchones repasamos las tareas del día de albañilería y nos prometimos hacer “esto” más seguido. La historia tétrica de la polilla ahora no hacía más que traer a mi memoria una cantera de fantasías sonoras y de amistad.