Campo Unamuno es una gran zona de Villa Fiorito que reúne nueve barrios del segundo cordón conurbano en el Partido de Lomas de Zamora. La Cuenca del Matanza Riachuelo se huele en cada esquina. Sería mejor, además, que estuviera lejos: es agua peligrosa, según resultados de los últimos análisis de ACUMAR. Los tiempos del coronavirus, encima, hicieron las vidas más difíciles. Unamuno es uno de los tantos termómetros que confirman de inmediato la crisis en el país. Las changas escasean, la comida se aguachenta y las angustias crecen. Fiorito fue agrisado. No era gris.
Pero nadie se salva solo… y mucho menos, sola. Y eso lo tienen claro las mujeres de la Cooperativa de Trabajo Campo Unamuno, organizadas para construir otras realidades. Intrusas en el masculino mundo del fratacho que se calzan el overol y hasta disfrutan del atrevimiento.
“Saber levantar una pared, hacer una base, un encadenado… es una experiencia muy buena. Como madre soltera, siempre tuve que esperar de alguien con mi casa. Y es muy difícil, porque te cobran demasiado la mano de obra sumado a que vos tenés que comprar los materiales. Siempre me costó mucho. Por eso es un gran logro para mí no estar dependiendo del hombre, sino que yo puedo hacer mi casa con mis propias manos. Estoy orgullosa, como madre, como abuela… para que las nenas vean que podemos no depender de un hombre”.
Juana Gauto tiene 41 años, cinco hijxs y cuatro nietas con quienes comparte el alegrón de ser parte de las 21 mujeres de la Cooperativa Campo Unamuno que se están capacitando en tareas de albañilería, electricidad, plomería y pintura en el marco de una articulación entre Programas del Ministerio de Desarrollo Social: el Potenciar Trabajo, de la Secretaría de Economía Social, y el Programa Argentina Unida por la Integración de los Barrios Populares, de la Secretaría de Integración Socio Urbana (SISU).
Belén también insiste en la importancia de crear otros espejos para mirar: “Yo alquilo. Ponele se rompe algo y ahora lo puedo arreglar. No tengo que estar pagando. Ya es un gasto el alquiler, imaginate arreglar lo que se rompe. Y así a mis hijas les enseño. Porque yo lo primero que les digo es que nunca dependan de un hombre, que ellas van a poder hacer todo y salir adelante”.
El aprender a hacer incluye ponerle el cuerpo a la práctica y participar de clases teóricas con Cecilia Noguerol, una ingeniera civil de la Universidad Tecnológica Nacional que ayuda a ordenar conocimientos previos y justificar las decisiones: “La teoría sirve para entender el por qué de los métodos constructivos, de la forma de construir y de la elección de materiales. Además organizo un encuentro sobre cómo calcular los materiales, que es fundamental para proyectar la construcción de sus hogares o presupuestar un trabajo. Hay mucha ida y vuelta y suelen aparecer dudas de situaciones que les ocurrieron, eso me permite explicar a partir de ejemplos cotidianos. Lo mismo cuando presento los materiales. Hago foco en lo que más se ve en las edificaciones del barrio pero amplío el panorama a elementos que son accesibles y que quizás no se utilizan por desconocimiento y no por falta de recursos o de corralones que los comercialicen”.
Antiprincesas
Siguiendo protocolos de cuidados, las cuadrillas de mujeres se reparten las mañanas de la semana. Uno de los encargos es refaccionar la casa de un vecino que se quemó, el segundo grupo se ocupa de las conexiones domiciliarias de agua en el barrio, y otro da los toques finales de una pintada impolutamente blanca.
Transpiran, se ensucian, observan, se equivocan y vuelven a intentar, mientras comparten entre carcajadas cómo las ven las miradas de los demás: “Una vez fui a la salita por un problema de salud y el médico de guardia me preguntó a qué me dedicaba. Cuando le dije que era plomera contestó: `¿No te podés dedicar a algo más femenino?´ También sentimos la desconfianza cuando entramos a las casas de los vecinos a hacer los arreglos. Pero es un tiempo, después se acostumbran a nosotras”, cuenta Laura, que palea a la par con su hija Eli, de 19 años.
La benjamina de la banda asegura que los recelos no son patrimonio generacional: “Cuando empecé la capacitación mis amigas me decían `¿cómo vas a hacer eso? Sos re joven, podes elegir otra cosa, ¿por qué no vendes ropa?´ Con mis amigos hombres igual, decían que no son tareas para una mujer. Y con los compañeros al principio era todo cuidadoso. Me creían chiquita y baja de estatura, entonces era `bueno, hacé un pedacito así y después dámelo a mí´ o `vos pasame las cosas nomás´. Hasta que por suerte entraron en razón de que yo puedo y ahora, si los dejo, me mandan a cavar un pozo sola”.
Más vale maña que fuerza, dice el refrán. Los feminismos nos enseñaron que es mejor acompañadas y acuerpadas, aún en épocas de confinamiento social y las albañilas de Fiorito ponen la firma: “No vamos a cargar una bolsa de cemento en el hombro, pero la vamos a cargar entre varias. Trabajamos en conjunto. Nos vamos complementando. Una hace el pastón, la otra llena el balde, otra se encarga de pasar los ladrillos. Sabemos qué rol tenemos y no hubo ninguna tarea que no hayamos podido resolver”, dice Gladys fuerte y claro para que se escuche, para que se entienda. Porque el sostén es en red, también en las obras.
Aun así, las albañilas están sometidas a la prueba constante. Sandra batalla al interior de su familia: “Tengo hijos grandes que empezaron con que me quede en casa, que no haga fuerza, que para qué… o sea, lo primero fue ponerme un freno. Y ya sé, no voy a hacer más de lo que puedo. Pero después vino el tema de demostrar lo que aprendí. La chicana, como diciendo `ya que aprendiste a ver cómo lo haces´. El prejuicio está continuamente”.
Profanas
Las resistencias surgieron todavía más temprano, cuando la sola idea en voz alta de formar oficialas elevó los gritos al cielo.
“Hubo muchas discusiones con los compañeros de la cooperativa. No es fácil. Decían que meter mujeres era para quilombo, que son complicadas, que dan pie a los chusmeríos, que `entre los tipos nos cagamos a trompadas y ya está pero con las mujeres tenemos que andar pidiendo permiso´. Hasta que finalmente algunas compañeras se sumaron en tareas de electricidad, de pintura, y los varones que estaban ahí lo fueron aceptando”.
Alberto Larez, uno de los fundadores de la Cooperativa Campo Unamuno, recuerda esas primeras trifulcas. Que ni siquiera acabaron con los pares de la coope. A veces hay que negociar incluso con los clientes: “Nos pasó que nos encargaron una remodelación y el dueño de la propiedad no quería saber nada con que trabajaran mujeres. Lo convencimos y después estaba encantado. Es que las mujeres son más detallistas, se fijan en cómo quedó esto y en cómo quedó aquello. Tienen una mirada distinta. El problema es que entran en un territorio que fue siempre de hombres. No es habitual ver mujeres con la cuchara o subidas a un andamio. Pero vamos a tener que adaptar nuestras cabezas porque es lo que se viene”.
Y que se venga, joder.
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