Jenny Saville (Cambridge, 1970) pinta mujeres desnudas y el elogio la convierte en la artista viva más cara de la historia en una subasta. Aurelia Navarro (Granada, 1882) pintó una mujer desnuda en 1908 y el desprecio con envoltura de elogio la excluyó de la vida pública y la encerró en un convento. Tenía veintiséis años cuando se inscribió en un concurso -con Sorolla como presidente del jurado- y presentó su versión de la Venus en el espejo de Velázquez. Por primera vez dos mujeres compartían cuadro: una desnuda, la otra, pintándola. ¿Qué creía que estaba haciendo la hija de un médico respetado y de una madre culta presentando el desnudo de una mujer que la dejaba a un pie del abismo? ¿era realmente una evocación de la Venus del pintor sevillano? ¿sostenía el mito de la mujer como satisfacción masculina? ¿era ella simulando ser otra? ¿era su cuerpo un autorretrato prohibido?
A las mujeres desnudas las pintaban los hombres. Solo los hombres. Cuenta la historia que la felicitaron, le dieron el tercer premio, aunque merecía el primero y que alabaron “la esencia de divinidad” de su obra a pesar de que el Estado Nacional se rehusó a adquirirla (era una costumbre en esos premios). El desnudo incómodo terminó en manos de la diputación granadina. La coda poco certera y sin muchos detalles cuenta que casi sin desplegar los párpados después de la medalla y las preguntas inquisidoras Aurelia se sintió acorralada y que su padre la prefirió monja. Nada más prudente que la encerrona religiosa para censurar futuras exhibiciones a pesar de los intentos de su maestro, el pintor español Tomás Muñoz Lucena, para evitar la reclusión.
Quienes hoy estudian su Desnudo de mujer (exhibido, meses atrás, en el Museo del Prado) buscan las razones para comprender por qué Aurelia abandonó su ambición creativa y se dedicó a retratar a las adoratrices con las que se enclaustró después de haber pintado según Magdalena Illán: “un cuadro hecho para ganar, con colores vanguardistas, con audacia y riesgo”. Con el pincel escondido dejó el éxito de galerías para el que apenas posó, tomó los hábitos en Córdoba y se dedicó a pintar rictus religiosos en succión de palabras y cuerpos cubiertos de paño. Ropa sobre la piel, piel de tela. Lienzo intervenido y apedreado sumergido en un trapo triste y menos aparente donde las dársenas se parecen y las alcantarillas también.
Yo soy la más engañada de todas dice Aurelia en boca de Ofelia shakesperiana entre la bruma de la historia del arte que la omite. Engañada y muda. Nada se supo de ella durante años, poco se sabe ahora. Barreras, vaya si sobran en el organizado desliz que enhebra mostacillas de ausencia en las biografías de las mujeres. Estudió arte en Granada y en Madrid donde las alumnas no accedían a las clases de desnudos, recibió una mención de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes y una medalla por su Retrato de señorita, un autorretrato, este sí, permitido. Nadie dice si desapareció por voluntad propia o si la hicieron desaparecer antes de tocar con la mano entera el festón del éxito que las mujeres no conocían ni debían. Vivió unos años en Roma y murió en el convento cordobés en el invierno de 1968.