¡Está vivo!, está vivo el primer museo íntegramente dedicado a la incomprendida criatura que tantas veces ha reanimado el cine de terror; dedicado además a honrar a su madre: la escritora inglesa Mary Shelley, que en 1818 concibió Frankenstein o el moderno Prometeo, obra maestra de la literatura gótica. Una novela de excepcional originalidad que, como es sabido, ha inspirado innumerables films de cuanto género venga a la cabeza: desde la icónica Frankenstein (1931), producida por Universal, donde Boris Karloff se calzó por primera vez traje y maquillaje del afamado monstruo sin nombre, seguida por La novia de Frankenstein (’35), considerada superior por cinéfilos; hasta la comedia Abbott y Costello contra Frankenstein (’48), la ópera rock de culto The Rocky Horror Picture Show (’75), y siguen los ejemplos.
“Cuando nos enteramos de que Mary Shelley había escrito buena parte de esta historia en Bath, nuestra ciudad, empezamos a estudiar más su vida, ciertamente turbulenta ¡Qué mujer extraordinaria!, una auténtica visionaria que -aunque reconocida- no ha sido suficientemente celebrada en Inglaterra”, declaran Jonathan Willis y Chris Harris, fundadores de Mary Shelley’s House of Frankenstein, como han bautizado al flamante espacio. Más que un museo tradicional, un espacio de entretenimiento inmersivo y multimedia que recuerda a un parquecito de atracciones horríficas, diseñado para poner los pelos de punta.
Finalmente, en los 4 pisos de la acondicionada residencia georgiana donde han montado el “museo”, hay “paisajes sonoros inquietantes, control de temperatura y de aromas, efectos lumínicos, proyecciones activadas por sensor”. Además de un sinfín de mementos y objetos de colección, cartas de la autora, posters de obras teatrales, films y series, versiones en tebeo, extremidades en formol (de mentirillas, por si las mosquitas)… En fin, lo necesario para sumergir a visitantes “en una experiencia visceral”, donde puedan gozar del laboratorio del científico Víctor Frankenstein y de la estrella del paseo: una escultura de 2,4 metros que recrea a su engendro, siguiendo fielmente las descripciones de la novela, porque -como aclara el dúo de Bath- “ni su piel era verde ni tenía tornillitos en el cuello”.
Apenas la punta del iceberg (como los que habrá contemplado la criatura en su huida por hielos árticos, con un atormentado Víctor persiguiéndola para darle muerte): hay planes de venideras fiestas temáticas, un bus turístico ídem, una posada, una cafetería. Ojito, no todo es espectáculo ni negocios adyacentes: el museo propone también una cronología minuciosa, muy bien documentada, de la vida de Mary Shelley. Recuerda, por caso, que la escritora nació en Londres en 1797, hija de William Godwin, filósofo precursor del anarquismo, y de la gran Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de las mujeres, ensayo pionero que abogaba por la plena emancipación de las mujeres, por un orden social igualitario. Aunque Godwin creía que el matrimonio era una imposición absurda e innecesaria, decidieron casarse al quedar Wollstonecraft embarazada, manteniendo -eso sí- domicilios separados, en pos de conservar su independencia. Fue breve el júbilo para estos enamorados que se profesaban mutua admiración: a los 11 días de nacer Mary, Wollstonecraft muere por una infección causada durante el parto, dejando a su marido devastado. Por cierto: a pesar de su prédica en favor del amor libre, Godwin no se aplicó el cuento cuando su hija se volvió amante de Percy Shelley. Desoyendo las órdenes de su padre, Mary huyó con el poeta, con el que acabaría contrayendo nupcias en 1816, tras enviudar Percy de su primera esposa.
Se cuenta además en el museo que Mary tenía 18 años cuando empezó a imaginar Frankenstein (que terminó con apenas 19). Pasaba unos días en Villa Diodati, Suiza, junto a Percy, su hermanastra Claire Clairmont, Lord Byron y John Polidori; una estadía sombría tras la violenta erupción del volcán Tambora, en Indonesia, que había cubierto los cielos de Europa de ceniza. A orillas del lago de Ginebra, mientras “la lluvia no cesaba y los truenos estallaban de forma aterradora sobre nuestras cabezas”, el quinteto charlaba sobre los principios galvánicos que prometían curas milagrosas a través de la electricidad, sobre las teorías de Erasmus Darwin -abuelo de Charles- acerca de la reanimación de los muertos. Leían cuentos de fantasmas y, por sugerencia de Byron, se embarcaron en una amigable competición: escribir los relatos más aterradores. La joven bosquejó las primeras notas para el futuro Frankenstein, y Polidori hizo lo propio con El Vampiro.
De regreso a Inglaterra, instalados Percy y Mary en Bath (huyendo de deudas y del qué dirán), ella siguió empapándose de la teoría del galvanismo, yendo a conferencias donde se sugería que la electricidad podía reanimar un cadáver. En su casa, a la sombra de la abadía gótica, avanzó en el relato sobre Víctor Frankenstein, ambicioso científico obsesionado por infundir la chispa vital a un monstruo hecho de requechos. Empresa que resulta exitosa, aunque el aspecto de la criatura asusta tanto al doc que se arrepiente de haber jugado a ser divinidad, de haber robado -como el Prometeo de la mitología griega- el fuego sagrado. Repudia a su criatura prodigiosa, que nace inocente y confundida: un monstruo indefenso que padece la atroz crueldad de la que son capaces las personas, a la par que aprende solito a caminar, hablar, leer (entre otros, El paraíso perdido de Milton, Las penas del joven Werther de Goethe). Pacífico, se niega a comer carne (Shelley también era vegetariana); solo un ciego le ofrece palabras cálidas, amistosas. Y, víctima del desprecio, acaba vengándose del hombre que lo ha engendrado y abandonado, condenándolo a la soledad eterna.