Silvia Albarenque se queda quieta. A su alrededor, la gente va y viene, las mercaderías se acumulan en góndolas y las cajeras usan tarjetitas de plástico en vez de dinero. Por un momento, Silvia espera que alguien venga a atenderla. ¿Cómo funcionaban los supermercados? ¿Cómo funciona el mundo ahora? No es la primera vez que ella se siente fuera de lugar. Le da terror cruzar las calles antes conocidas, erizadas de autos último modelo. Los semáforos nuevos titilan y la flamante terminal de ómnibus se llena de turistas que acaban de descubrir los poderes sanadores de las termas del lugar. Internet, una tecnología que ella recuerda vagamente, ahora marca el ritmo de lo cotidiano. Es que durante 14 años, entre 1999 y 2013, Silvia estuvo aislada en un convento de clausura, convertida en carmelita descalza, sin contacto alguno con el mundo exterior. Gran parte de ese tiempo, sin embargo, no fue por decisión propia. Así que el desafío es doble: sincronizar con el afuera pero descubrir también de qué está hecho su latido interior.
“Yo estuve privada de mi libertad, al igual que una presa pero sin garantías jurídicas. Para que te des una idea, de la crisis de 2001 no supe nada hasta que salí. No tenía acceso a información de la gente que quería, ni a lo que pasaba en el país ni a intercambio alguno con nadie, dentro o fuera del convento. A veces creemos que la libertad es como un regalo de cumpleaños que te dan y listo. No. La libertad es una conquista”, dice Silvia al otro lado de la pantalla, durante una entrevista vía Zoom que se complementó con varios intercambios por WhatsApp y llamadas telefónicas entre Buenos Aires y María Grande, donde ella vive. Se trata de una población de veinte mil habitantes en el centro de Entre Ríos, a 65 kilómetros de Paraná.
Violencia medieval en las Hermanas del Carmelo
El nombre de esta mujer de 40 años cobró notoriedad a partir de 2016, cuando en medios periodísticos primero y en la Justicia después, impulsó una denuncia contra Luisa Ester Toledo, superiora en el Convento de las Hermanas del Carmelo, en Nogoyá. Y es que durante años, Silvia padeció torturas físicas y subjetivas propias de una violencia medieval, ideadas y muchas veces llevadas a cabo por Toledo. Los tormentos incluían torturas como golpes de látigo, ayunos prolongados, usos de mordazas e incluso de cilicios, unas fajas con púas que las novicias debían llevar entre las piernas; cuya huella de mortificación ya figura en el Antiguo Testamento.
Gracias a la denuncia de Silvia, Toledo fue llevada a juicio y condenada a seis años de prisión. Tras intentos de la defensa de revocar la condena, a fines de junio pasado la Sala Penal del Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos (STJ) dejó firme la sentencia aplicada a la monja en 2019. Luisa Toledo está acusada de privación ilegítima de la libertad doblemente calificada por el uso de violencia y amenazas y por su continuidad a lo largo del tiempo. Esta causa sienta un precedente: es la primera vez en Argentina que una carmelita descalza es enviada a la cárcel por abusos de poder.
Como señala la periodista Sonia Budassi –autora del libro de investigación Mujeres de Dios. Cómo viven las monjas y religiosas en Argentina (Sudamericana)–, existe un vasto imaginario en torno a esa vida silenciosa, entregada a la fe. A la vez, los feminismos manifiestan un vínculo complejo entre femineidades y catolicismo, irreductible a fórmulas. Y es que el derecho a la fe se ve confrontado por un sector conservador que asume discursos y prácticas de odio en tanto organismo legitimado de poder político. De allí la exigencia de que Iglesia y Estado sean autónomos. En el medio, historias de vida como la de Silvia exponen la violencia que reciben las religiosas por parte de sus superiorxs en medio un mutismo eclesiástico que, en su endogamia, solo logra expulsar a muchxs de quienes aún creen que el catolicismo es un mosaico complejo y no una institución divorciada de la sociedad de la que es parte.
La entrada al convento
Albarenque explica que su acercamiento a la vida monástica estuvo vinculado a una búsqueda de contención durante su juventud. Ella es la tercera de seis hermanxs y parte de una familia que, por línea materna, tenía una profunda fe religiosa. A los 18 años, Silvia se fue de María Grande, su pueblo, a estudiar psicología a Paraná. Por entonces, sus xadres se habían separado de manera sorpresiva, su abuelo había fallecido y ella no estaba segura de qué camino quería para su vida. Así es como se acercó al Convento de las Hermanas del Carmelo en Nogoyá, donde las mujeres recorren un camino espiritual para devenir monjas de “vida contemplativa”; es decir, en una situación de clausura donde los vínculos con el entorno se hacen menos cotidianos (aunque no se suspenden) para que ellas consagren su vida al silencio y a Dios. Silvia abandonó Psicología después de cursar un cuatrimestre e ingresó al convento en agosto de 1999.
La Orden de las Carmelitas Descalzas tiene una larga tradición reformista que se remonta al siglo XVI en España, con referentes muy revolucionarixs para la época que vincularon el campo místico con la escritura, como Teresa de Ávila. Sin embargo, a lo largo del tiempo, muchas diócesis desconocieron esa raíz y la cambiaron por una ley espiritual autoritaria. Cuando Silvia ingresó, en el convento de Nogoyá, no estaban permitidas las conversaciones privadas, ni entre ellas ni con lxs familiares: las visitas eran supervisadas por una monja y ocurrían reja de por medio. “Al ingresar, las monjas te preguntaban todo sobre tu vida. Y de alguna manera, empezaban a decidir lo que podías saber y lo que no sobre el espacio externo. Además empezaron a poner trabas para que me visitara mi familia. A una de mis hermanas la cuestionaban por trabajos los domingos (ella trabajaba en un supermercado); a otro hermano, por tener un hijo y no estar casado… Eran decisiones cada vez más arbitrarias. A la vez, empezaron a obligarme a escribirle cartas a mi familia que ellas me dictaban, en tono duro e inquisidor, tratándolos de pecadorxs, y no había posibilidad de negarme”, relata.
La vida encerrada
Pronto se encontró encerrada, acatando decisiones que le eran cada vez más hostiles. “No podíamos leer, salvo historias de milagritos que parecían contadas para niñxs. Tampoco podíamos tener pasatiempos o cosas que nos gustaran hacer. Por ejemplo, a mí me gusta mucho la música pero era la superiora la que decidía si podíamos aprender a tocar un instrumento o no. Y rápidamente yo fui caratulada como ‘díscola’ así que no me estaba permitido”, continúa. De todos modos, Silvia se las arregló para que su amor por la lectura no se perdiera. Una vez encontró una enciclopedia de botánica que empezó a devorar los domingos, cuando, al menos al principio, no tenía obligaciones luego de las misas. Mientras estuvo en el convento, se dedicó a cuidar las plantas del lugar. Fue esa una pequeña pero obstinada forma de supervivencia cuando su vida en el convento se puso más difícil. En especial a partir de 2006, cuando Luisa Toledo quedó al frente del convento en calidad de madre superiora.
Toledo, de nombre religioso María Isabel de la Santísima Trinidad, inició un período de disciplina férrea que pronto devino en torturas físicas y psicológicas sistemáticas. Según ella, Silvia debía estar “más cerca de Jesús” para purgar sus pecados. Y el camino, según la religiosa, era el dolor. Autoflagelos con látigo, ayunos a pan y agua, encierros en su habitación o “celda”. También, mordazas hechas con trozos de madera o tubitos de Redoxón, atados a la cabeza. Era frecuente, además, que Silvia y otras monjas tuvieran que trazar la señal de la cruz con la lengua, sobre el piso. Estas prácticas aberrantes podían durar horas o semanas.
Silvia empezó a pedir que la dejaran volver a casa. Incluso pensó en escribir una carta a Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná, para pedir su intercesión. Pero Toledo le prohibió el uso de lápiz y papel, y cualquier otro intento de comunicación. En un gesto desesperado, Silvia quiso suicidarse golpeándose la cabeza una y otra vez contra el piso. El castigo fue peor: debió colocarse por orden de la superiora un cilicio entre las piernas.
Acoso y juicio
“Un buen día, sin embargo, la superiora me dijo ‘mañana la viene a buscar su mamá’. La idea era que, como estaba en un estado psíquico lamentable, por fin pudiera volver con mi familia un tiempo y hacer terapia, algo que me había negado sistemáticamente. Pero no quería que ese proceso estuviera vinculado al convento para que no quedáramos como locas. Además me decía que si me veían entrar a un consultorio psicológico, ensuciaría los hábitos. Mirá la paradoja: ella fue a cada instancia del juicio vestida con sus hábitos, incluso cuando la condenaron”, dice Silvia. El terapeuta en cuestión fue digitado por Toledo así que Silvia solo fue una vez. Al fin logró pedir la dispensa de los votos y no retornar más al convento. Mientras tanto, Toledo la acosaba por teléfono a ella y a su familia, augurándoles castigos diabólicos. “O sea que por un buen tiempo yo ya estaba afuera pero tenía terror de la superiora, que hablaba con mi familia, que me acosaba. También por esa tortura psicológica es que decidí denunciarla”.
La causa judicial señala que estos niveles de sadismo no están exentos de una enorme perturbación psíquica y sexual como ejercicio despótico de poder por parte de Toledo. La respuesta del abogado defensor de la religiosa tuvo el mismo tono que la de los militares acusados por delitos de lesa humanidad: que ellxs, como “elegidxs”, actuaban mediante leyes que exceden lo humano y que tenían amparo estatal. “No podemos desde lo racional explicar cómo debe profesarse el vínculo entre Dios y quien es el Hijo de Dios. Desde lo racional no vamos a entender a una Carmelita, desde lo racional no vamos a entender una constitución que claramente es medieval por su antigüedad pero que está aprobada por el Ministerio de Relaciones y Culto de la República Argentina”, dijo el defensor. Es decir, Silvia tuvo que soportar el poder normalizador ejercido por la Iglesia, el derecho conservador y aún ciertas instituciones de salud: no faltó la psiquiatra que dictaminara que la vida de esta chica estaba perdida y que mejor no intentara salir nunca más de su casa.
El retorno a una vida libre de violencia física y psíquica no ha sido sencillo. “Si mi situación hubiera sido única, esporádica, yo no hubiera llevado estos tormentos a juicio. Pero lo que me pasaba a mí, les pasaba a otras. Hay chicas que no hablaron y probablemente no lo hagan nunca. Pero esto existe. Esto es lo que un sector de la Iglesia, al menos el que yo conozco, es capaz de hacer”, dice Silvia. Cuando habla, sus ojos claros se encabritan. Sin embargo, no pierde la calma. Delgada, con el pelo cobrizo y una mirada de agudeza profu nda, ella repite que es necesario que estas aberraciones se sepan para que no se repitan.
Monjas y violencia de género
Según un relevamiento realizado por la Universidad Católica Argentina (UCA) a fines del año pasado en relación a la constitución actual del campo católico argentino, en 1999 (cuando Silvia entró en el convento) había un total de 10.500 monjas a lo largo del país. Actualmente, el número de esas vocaciones se redujo casi a la mitad, en sintonía con cifras mundiales. Los escándalos por abusos de poder por parte de la Iglesia contribuyen con este descenso.
En el caso de Silvia, el camino hacia la denuncia pública fue sinuoso. Por un lado, una investigación periodística alertó a la Justicia sobre la existencia de irregularidades en el convento de Nogoyá que en 2016 determinaron un allanamiento donde se encontraron los instrumentos de tortura utilizados contra Silvia y otras monjas. Por otro, Silvia se sentía sumergida en la angustia y eso determinó muchas idas y vueltas en su decisión de avanzar en la denuncia. “En un punto, a mí me pasó lo que le pasa a una mujer que padece violencia de género. Yo estaba sumergida en la angustia porque la Iglesia me hacía sentir culpable de haber hablado. Eso me dijo el obispo Puiggari personalmente, que yo era responsable de que hubieran cada vez menos vocaciones en los conventos de Entre Ríos”.
Para ella, entonces, la Justicia resultó una forma de reparación a través del trabajo de fiscales y jueces que, por unanimidad, encontraron a Toledo culpable de los tormentos padecidos por Silvia. “Durante los alegatos, exigí que la superiora estuviera en la sala, así que durante tres horas me tuvo que escuchar por primera vez, por todas las veces que se había negado a hacerlo. Eso fue importante, tanto como lo que pasó durante la lectura de la sentencia. Yo estaba sentada al lado de mi mamá y en un momento me pregunté cómo habíamos llegado hasta acá. Y fue como empezar a ver todos los hilos que me habían llevado a la vida de convento. Entonces empecé a llorar y mi mamá me abrazó. Sentí que su abrazo era muy reparador porque empezaba a curar algo muy antiguo en mí”, dice.
Desde entonces hasta ahora, pasaron varias cosas. Silvia se dejó crecer el pelo y dejó de lado el jumper gris que había usado en el convento y en los primeros meses, al volver. Retomó sus estudios: se convertirá en docente de literatura para nivel secundario. Además, se enamoró y desde 2016 vive con su pareja y la hija de él, que ahora tiene 19 años. “Cuando apareció Eduardo en mi vida yo ya sabía que no quería ser monja y que no quería tener más nada que ver con la Iglesia o sea que no viví el amor como algo conflictivo. Él me ayudó a reparar mis partes rotas”. Se considera agnóstica: “Si Dios es eso que me enseñaron, yo no lo quiero”.
Entra el sol en su casa de María Grande. Más allá, a través de su ventana, ve un descampado verde y los árboles meciéndose bajo el viento. Quisiera tener un poco de tranquilidad pero no hay queja: durante las vacaciones de invierno está cuidando a una mujer y a un gato, Miyi, que fue atacado por un grupo de perros y se terminó quedando.
Silvia dice que aún está uniendo los retazos para saber quién fue, quién es, quién va siendo. Pero tiene claro que ahora ha tomado las riendas de su vida: “Tuve que apropiarme de mi libertad, que es mucho más que aceptar que una ya no está dentro de los límites asfixiantes del convento. Porque la libertad también tiene que ver con la vida afuera, con las asimetrías de poder cotidianas, una pareja tóxica, un trabajo con jefxs despóticos; o sea, una vida que no se ajusta a tu deseo”. Y agrega: “Nunca es fácil. Pero, aunque fue necesario aprender todo otra vez y aún a veces me cuesta, vuelvo a elegir este camino: el de una libertad que no cambio por nada”.
Asunto separado
“Estados laicos, personas libres” es una consigna que volvió a circular con fuerza en los últimos años en nuestro país. Por ejemplo en 2017, cuando el macrismo impulsó desde el Ejecutivo un proyecto de ley de libertad religiosa que iba en detrimento de la vigencia y de los derechos sexuales y reproductivos (se legitimaba, por ejemplo, la figura de “objetor de conciencia” o el rol de xadres que pudieran decidir que sus hijxs no tengan educación sexual en las escuelas por motivos religiosos). Tras la sanción del aborto seguro, legal y gratuito, la separación entre Iglesia y Estado volvió a ser una demanda impulsada por diversos feminismos; en especial, aquellos vinculados al catolicismo.
Es el caso de Católicas por el Derecho a Decidir, la red latinoamericana impulsada por movimientos de mujeres hereditarios de la teología de la liberación. Su directora ejecutiva en Argentina, Pate Palero, reconoce la existencia de sectores fundamentalistas de poder “que se amparan en lecturas tradicionales para consolidar su poder e instalar discursos de odio que, paradójicamente, también se enuncian desde supuestas creencias religiosas”. “Justamente para evitar el avance de esos sectores, el Estado debe separarse jurídica y económicamente de la Iglesia”, enfatiza. De hecho, el famoso artículo 2 de la Constitución según el cual “el gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico, romano” es un legado del siglo XIX que ninguna reforma posterior revocó. El pago de sueldos a obispos, además, fue una decisión tomada por la última dictadura militar. “El pluralismo y la diversidad religiosa tienen que ser banderas democráticas” afirma Palero, quien además menciona a un amplio grupo de teólogas que desde hace décadas dan esta batalla, como Ivonne Guevara o la cordobesa Lucía Riba.
Por su parte, Sonia Budassi, autora de Mujeres de Dios. Cómo viven las monjas y religiosas en Argentina, investigó estos universos, interesada en saber cuánto había de cierto o no en los imaginarios culturales, desde novelas a películas, donde las monjas “son un misterio construido muchas veces sobre la ignorancia y el rechazo; la idealización y el estereotipo”, según comenta. “Pero estas mujeres no son un ente monolítico y menos estereotipado sino que hay muchos matices, misiones diversas y vínculos diferenciados con el entorno. En ese contexto, varias dan su lucha desde el interior de la propia institución, aún patriarcal y machista. Por eso esta tensión aparece muy amplificada”, agrega.
El descenso de vocaciones, dice Budassi, responde a diversas causas. “La investigadora Claudia Touris, especialista en religión, indaga dos aspectos: el proceso de secularización contemporánea y un mundo donde la realización personal se considera más importante que el hecho colectivo. En consecuencia, dedicar la vida a Dios ya no tiene un sentido respetable socialmente aunque esto también ocurre por el desplazamiento de la Iglesia como centro de poder”. Es decir, la Iglesia ya no es una gran modeladora de conciencia ni disciplinadora ideológica. “Hay católicos que pueden vivir en las antípodas de lo que pide la Iglesia, desde no ir a misa hasta abjurar del Papa, sin sentir conflicto por eso”, continúa Budassi al momento de reflexionar sobre la fe como un hecho que ya no necesita legitimación institucional para traducirse en ritual privado o en militancia social.