Buscando huir del largo brazo de una corporación cuyo poder se extiende más allá de lo que los ojos pueden ver, Pedro Bengoa corre jadeante en un paisaje de apocalipsis urbano, sembrado de restos de mampostería y edificios que parecen cortados al medio. Antes de que pueda hallar un refugio que sabe provisorio, desde un auto hombres sin rostro le tiran encima el cadáver de un amigo, que habló demasiado. Las ruinas son las que dejó de recuerdo la construcción de la Autopista 25 de Mayo, tajo urbano ordenado por el intendente de la última dictadura militar, brigadier Osvaldo Cacciatore. El auto es un Falcon, y por allí pueden verse también un Citroën 2CV y algún Renault 4. El año: 1981. Cuarenta años más tarde el paisaje ha cambiado. Debajo de la autopista 25 de Mayo ya no hay bloques de granito sino colchones, mantas, enseres, y viviendo entre ellos familias que quedaron en la calle. A las autopistas se sumaron los shoppings, gyms y comercios de gigantescas cadenas multinacionales. Y las grandes corporaciones siguen reinando.
Un poco porque la fábula que narra es universal, otro poco porque desde 1981 para acá lo único que la Argentina da la impresión de haber cambiado es la dictadura militar por la democracia, a 40 años de su estreno (se cumplen hoy) Tiempo de revancha parece no haber envejecido ni un solo día. Ni en términos temáticos ni en los cinematográficos. Su estilo es absolutamente clásico y por lo tanto imperecedero, la narración sigue jadeando hoy como ayer, la intensidad y crecimiento narrativos se hacen cada vez más ejemplares, los diálogos se solapan a velocidades inusitadas, los cortes son para una clase de montaje en la Enerc o la FUC, las actuaciones asoman como las mejores que su elenco haya dado jamás y hasta los efectos especiales impresionan por su técnica y efecto de conmoción: ver ciertas quemaduras autoinfligidas o una lengua cortada en dos (como la autopista a la ciudad) con una navaja.
Si hoy en día la película de Adolfo Aristarain soporta cualquier revisión, en el momento del estreno, 30 julio de 1981, su aparición tomó a todo el mundo a contrapierna. A los espectadores, que desde La Patagonia rebelde no habían tenido ocasión de asistir a semejante denuncia en bloque del sistema capitalista, a tamaña muestra de coraje y rebeldía. A una película que en plena dictadura militar se atreviera a mostrar la persecución sindical y empresarial, los aprietes, el fantasma de la tortura, la autocensura, el silencio que desde el estado se propagandizaba no como consecuencia de la represión, sino como forma de salud. Los sorprendidos no fueron sólo los espectadores, para quienes la película la revancha del obrero de demoliciones (como las de Cacciatore) representó una válvula de escape durante seis meses (lapso que hoy en día sería varias veces impensable), sino también las esferas oficiales, que de tan brutas no se dieron cuenta de qué hablaba la película.
Al “célebre” Ente de Calificación Cinematográfica (la censura, bah), comandado por el nefasto Néstor Paulino Tato, se le escapó la tortuga. Un poco porque sus miembros insólitamente se dejaron llevar por su entusiasmo (según dicen, cuando vieron Tiempo de revancha quedaron chochos, y por lo visto la chochera los cegó) y otro poco por la astucia de zorro viejo de uno de sus productores, Héctor Olivera (director de La Patagonia rebelde, justamente), que jugó con habilidad sus cartas. “Hubo preocupación con la censura ya que alguien comentó que el film trasuntaba un tufillo marxista”, recuerda Olivera, fundador del sello Aries junto con Fernando Ayala. “Nos jugamos a no presentar la copia al Instituto hasta último momento, por lo que, fijada la fecha del estreno para el jueves 30 de julio, lanzamos la publicidad el domingo anterior y el lunes 27 la presentamos a calificar, especulando con que si la censuraban sería un escándalo público.” Y no la censuraron. Recién después del estreno algunos hombres de uniforme cayeron en la cuenta de qué iba la película. Aunque, seguramente por temor a un escándalo como al que hace mención Olivera, se quedaron tan mudos como Pedro Bengoa. Y el público llenó las salas.
“Aristarain nos trajo un argumento que nos entusiasmó”, rememora Olivera, que a los 91 años viene de publicar su libro de memorias, Fabricante de sueños (Sudamericana, 2021). “Sin dilación lo pusimos en marcha y a los pocos meses Adolfo estaba filmando en una cantera de granito de Tandil con Federico Luppi y Haydée Padilla, a los que se agregaron Julio de Grazia y Ulises Dumont. Fue un rodaje sin contratiempos y, cuando vimos el primer armado, confirmamos que habíamos acertado en producirla.” Aristarain venía de marcar un corte en el cine argentino con un policial negro notable, La parte del león, tras lo cual Olivera lo había contratado para filmar dos películas de encargo, sucesoras de un hilo de films de promoción musical conocido como “la serie del amor”. Aristarain se puso al frente de las que son al día de hoy las únicas “mirables” de la saga (La playa del amor, 1979, y sobre todo la muy buena La discoteca del amor, 1980). Cuando le llevó el guion de Tiempo de revancha a Olivera, contaba con su predisposición, y el guion no hizo más que darle el definitivo visto bueno.
El éxito de Tiempo de revancha abrió las puertas a un cine de parábola política desconocido durante el lustro previo, representado sobre todo por Plata dulce (1982) y El arreglo (1983), ambas producidas también por Aries y coprotagonizadas por el dúo Luppi-De Grazia. Como Tiempo de revancha había dejado claro y para dar un ejemplo tomado del género musical del que Aristarain es uno de los mayores fanáticos en toda la Argentina, ambos se entendían tanto como Charlie Parker y Dizzy Gillespie. No hace falta recordar la carrera posterior del realizador, seguida de su tercera obra maestra al hilo, Últimos días de la víctima (1982, producida por Aries, claro), y tras una pausa Un lugar en el mundo, Martín (Hache), su ruta.
Tiempo de revancha tiene dos finales. Uno hace de ella la historia de un triunfo (cuando Bengoa le grita a su pareja que ganaron la batalla), el otro de derrota, cuando el protagonista apuesta a seguir la lucha, a costa de pagar el paradójico precio de la autoinmolación. Tal vez, no hay forma de saberlo, eso le permita conservar la vida sin perder la dignidad. Algo a lo que millones de argentinos siguen aspirando, por ahora con poco éxito, cuarenta años más tarde.