Luego de años de lucha y derechos conquistados, ¿por qué los gays seguimos sintiéndonos solos? El libro Piquero (Editorial Cuarto Propio) del chileno Pablo Fernández Rojas narra con sinuosa prolijidad la insatisfacción de la que seguimos presos y nos recuerda que la homosexualidad todavía es una experiencia alienante.
Un joven profesional de veinticinco años busca la compañía de otro hombre. El libro empieza y termina con esa declaración de principios en formato de perfil online de página de citas. Lo único que le falta a su vida estable (tiene trabajo, un lindo departamento y un buen auto) es tener una pareja. A lo largo de sus breves 81 páginas, Piquero (que significa algo así como “clavadista” para nosotros) narra esa búsqueda insaciable de un “otro” por un mar de bares, boliches, departamentos, saunas, darkrooms y terrenos baldíos para acabar devolviendo a su narrador y protagonista al mismo lugar del que parte al comienzo del libro: una vez más online y empezando a buscar un nuevo compañero. La soledad actúa en Piquero como puntapié inicial. Existen los amigos, pero están en pareja y eso hace que el narrador se sienta todavía más solo. La única alternativa es abrirse a la experiencia de la promiscuidad y creer en la ilusión de que tener sexo con alguien es equivalente a tener un momento de intimidad. Si bien el libro no lidia con problemas de discriminación ni falta de aceptación, no parece haber posibilidad de encontrar en el afuera ningún tipo de acompañamiento. Sin embargo, dentro de la comunidad (a la que pertenece y en la que se mueve), tampoco consigue hallar una red de contención. Aparece, más bien, como un universo virtual que aparenta facilitar la sociabilidad a través de la proliferación de redes sociales y aplicaciones, pero en realidad no es más que una galería de egos necesitados de atención y seguridad en la que más bien se multiplica el rechazo en perfiles que incluyen frases como “cero plumas”, “solo masculinos”, etc.
En todo momento, el objetivo del protagonista es volver real su imaginario, el mismo que guía la confección de su perfil, con foto y texto a semejanza de la impresión de sí que quiere dejar en el otro. No busca un hombre cualquiera, sino el que coincide con la imagen que dibujó (literalmente) de él. No está al acecho de la relación que surja, sino de la que se ajuste a sus expectativas de estabilidad emocional, un enorme impedimento para poder disfrutar del único vínculo fluido que consigue generar en el devenir del libro. Ese imaginario es el que se pone en jaque con cada nuevo encuentro (¿será el otro como lo imagino? ¿Seré yo como el otro me imagina?), pero sobre todo en el darkroom, donde la sexualidad alcanza su punto más fantasmático: la incapacidad de ver deja la experiencia en manos de la imaginación.
Curiosamente, Fernández Rojas elige como tiempo de la narración un eterno presente, generando un doble efecto de lectura: por un lado, produce la sensación de que se está ante una historia que transcurre en tiempo real; por el otro, elimina toda posibilidad de avance o retroceso. Sin embargo, no se trata de un relato lineal, las acciones más bien se superponen e interrumpen, como las pestañas de un buscador o las ventanas de la computadora. Cuando el relato termina en el mismo lugar donde empezó, queda claro que la experiencia no produjo grandes cambios en la subjetividad del narrador, apenas algunas correcciones en ese perfil inicial, como si el objetivo en todo momento hubiera sido simplemente perfeccionar esa imagen de sí para el otro.