Hay algo tan velado en el ascenso a la fama de una mujer, sobre todo si es tan joven como Naiara Awada, que ella difícilmente pueda verlo. No lo ven lxs otrxs, que con el silencio dicen a los gritos “si ella se metió en ese baile, ahora tiene que bailar” y eso es lo que precisamente está a punto de hacer la sobrina de la primera dama mientras escucha a Jorge Rial con la boca semi abierta, los tatuajes de rigor, el vestido ajustado como manda el dress code y la respuesta que, sabe, se espera de ella. Va a bailar por el sueño de Tinelli pero también va a tener que sortear con cintura y sin ahorrarse lágrimas y pestañas postizas, toda la basura satelital que alimenta aquel monstruo. Y ya le está dando de comer, cumpliendo punto por punto el manual de la buena estrella, que siempre “se va de boca”, “dice lo que siente” pero en el fondo es “buena” y después de decir cualquier cosa que suba el retuit a pasos acelerados se calma, reflexiona y pide perdón, aclarando que estaba defendiendo intereses nobles y, para demostrarlo, pone una foto en bolas en alguna de sus redes sociales. Una trama muy compleja para explicarle a un marciano si baja de repente a este loquero pero demasiado transparente para todxs nosotrxs, tanto, que casi siempre desdibuja a la presa.
Lo que Tinelli y sus colmillos vieron en ella es una chica que tiene el Montescos y Capuletos grabado en el ADN. No por las mismas razones que la Julieta y el Romeo pero qué cosa no tiene más que ver con el amor que la filiación política. Y ahí ven ellos el campo de acción ideal para decir lo que no pueden (que Macri es un salame por ejemplo) y también lo que aún no se imaginan pero que puesta en la coctelera el rating y los fans se labra en pocas semanas. Escándalo, exabruptos, pedirle hasta el delirio, exigirle hasta que crea que no puede y endulzarla para que entregue un poquito más. Qué ejemplo más claro de ese ascenso meteórico que el de Barbie Velez y su noviazgo violento mediatizado con Federico Bal, la perimetral en el minuto a minuto como chiste de pasillo y un día después de aquella fama repentina un tanto incierto, brumoso.
Naiara sabe que tiene todo eso: habla de política, dice que Cristina le dio muchas alegrías y que su primita Valentina (por fin alguien que hace visible la existencia de la primera hija de Juliana Awada) tiene pseudos ataques de pánico en el baño del colegio cuando otras mamis se abalanzan sobre ella. También dice que el actor Oscar Martínez le robó a su papá pero no un trabajo o un par de zapatos sino una mujer, Marina Borensztein. Y que a ella le da pena porque ella está “ahí, sin hacer nada” (sic) dando entender que Marina no trabaja ni estudia ni tiene intereses de ningún tipo desde que dejó de ser la mujer de su padre. Todo este ramillete de hermosuras devienen en nuevas charlas con chimenteros donde se explica que Awada padre está muy dolido, que no quiere lastimarlo porque es su vida, su héroe, pero que “sorry papá pero esto se tiene que saber”. No es Naiara. No es “el Bailando”. Es una red compleja de comunicación que labra una imagen de lo femenino enloquecedora, permanentemente contradictoria y sobre todo, incapaz de acceder a lo deseable sin que un monstruo de seis cabezas se devore a la presa.
Naiara quiere bailar, quiere ser conocida, que le pidan autógrafos, quiere dar sus opiniones partidarias y decir que es “recontra feminista” pero sabe que el precio a pagar es alto. Y está dispuesta a pagarlo, mientras en otro canal revictimizan a la asesinada por el machismo, juzgan a la desaparecida que aparece porque “andá a saber lo que estaba haciendo” y halagan a la que bajó rápido mil millones de kilos y borró las huellas de la maternidad al mismo tiempo que le preguntan a la que no tuvo hijxs, para cuándo, para cuándo.
Para cuándo nos dejan en paz.