“Nunca disfrutamos de nada puro”, dice, sentencioso, Montaigne, en uno de sus ensayos. “La flaqueza de las cosas en su simplicidad y pureza naturales no pueden servir a nuestro uso”. Y, sin ingenuidad, completa: “Nuestro extremo placer tiene algo de gemido y de queja. El dolor y el placer, tan disímiles en su naturaleza, se asocian por una rara unión natural”. Nacido Michel Eyquem, señor de Montaigne en 1571, a los treinta y ocho años, se retiró de la vida pública hacia el horizonte de su “opera magna”. Es probable que no advirtiera que, al denominar “ensayos” sus escritos, fundaba un género, un modo de pensar que requiere una experiencia antes de arriesgar una verdad. Al leerlo en este tiempo nuestro puede añorarse su certidumbre y sentido común. Y Montaigne opinaría: “Hay algo de deliberación y complacencia en alimentarse de melancolía”.
Sin embargo, en la contemplación de un río, en el temblor de unos gorjeos puede encontrarse, una verdad olvidada. Y me pregunto si esta verdad, similar a una fe, no era la búsqueda de Juan Laurentino Ortiz (1896-1978), que a los cuarenta y cinco cobró una jubilación y se fue a vivir a la orilla del Paraná, a concentrarse en su caligrafía de letra mínima, delicada, cincelando sin apuro su poesía, corregida una y otra vez, en la soledad de una existencia impregnada por ese sentimiento de pureza del que Montaigne, racionalista, pragmático, desconfiaba.
“La entrada a Gualeguay tiene, en menos de tres kilómetros, ocho puentes que sortean canales y riachos. El último es un puente largo, que corre paralelo al puente viejo (1892) quebrado a la mitad sobre el lecho del río. Estoy otra vez en Gualeguay. ¿Cuántas veces ya? Siete, nueve, diez quizás. Me tomo un café en la YPF del pueblo antes de encontrar al Dr. Beracochea. Espero que hoy pueda ver finalmente la casa de los pájaros”. Con esta brevísima introducción empieza Mario Nosotti “La casa de los pájaros”, un intento moroso de biografiar un enigma que puede leerse como novela del camino. El introito se titula “Ruta de acceso”. Pero de qué clase de camino se trata. El camino de una escritura, en principio. Pero también es la reconstrucción de un itinerario, el de Juanele, que se inicia con una infancia en la selva, la memoria de la Guerra del Paraguay, las chacras judías pioneras, la luchas del anarquismo, los primeros esbozos poéticos, la Buenos Aires de los 20, el contacto con el pecé, la relación entre los grupos literarios porteños, un viaje súbito a Marsella, el retorno decisivo al pago, la militancia, la persecución política, otro viaje, ahora invitado a China, y después la determinación de recluirse sumido en el aura de esa orilla que, valga la metáfora, dejaría de ser periferia en el territorio literario nacional para convertirse en un centro. Todos estos datos refieren una intensidad que poco tiene que ver con la imagen posterior del gurú que el mismo cultivaría.
Entonces, si alguien adhiere a la autonomía de los textos como dicta cierta crítica, uno puede también preguntarse si los datos agregan algo a la lectura y el goce de sus versos. Obvio, suman, porque Nosotti, en su investigación, pone en tela de juicio la autonomía del texto, su prescindencia de la historia individual y colectiva.
“Habíamos despertado a los pájaros que dormían entre las hojas de las palmeras. / Ya el crepúsculo cuando los tordos se abatían sobre el bebedero, / y posados sobre los bordes conversan – de qué cosas vistas en los vuelos/ y desde los lomos de los caballos, de qué cosas de la luz, de qué cosas de las ramas, / de qué cosas terribles de los pasos?-, /ya el crepúsculo cuando los tordos conversaban”. Citar el texto no es gratuito en la medida que ancla el punto de vista desde el vuelo. “El mundo es un pensamiento/ realizado de la luz”, pensaba Juanele. Y así nos recuerda “Los años luz”, aquel film del suizo Alain Tanner en el que un viejo intenta armar en un galpón un aparato que vuele imitando los pájaros. Nosotti define el poema de Juanele “como una subjetiva que descubre la escena, el sujeto poético adopta la visión de los pájaros, y en ese sobrevuelo, ora alto (desde los lomos de un caballo, desde las ramas de un árbol), ora rasante, nos acerca a los misterios de la luz. La acechanza innominada de los pastos. Desde marzo hasta octubre, palomas, tordos, tijeretas, chingolos, loros, gorriones y otros “que no sé”, que ya son sólo alas, vuelo, el murmullo variable, la música de fondo de esos días”. Pero Juanele no se deja hipnotizar por el sortilegio: lo poético no oculta la realidad dura de lo rural. Porque desde el vuelo, como señala Nosotti, se tiene la conciencia del frío de los ranchos, el dolor de los pobres. En otro poema, Juanele habría de redondear su concepción lírica: “Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía/ igual que un capullo…/ No olvidéis que la poesía, / si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva / es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin”. Nosotti puntualiza: “La impresión que producen en él los fenómenos de la naturaleza ya no tienen que ver con la abstracción de una escena sino con el efecto de la materialidad”.
En el autoconfinamiento su casa se convirtió en una variación, aunque más modesta, de la finca tolstoiana de Yasnaia Poliana. Mientras su poesía empezaba a ser de culto y difundirse lentamente y ganaba lectores jóvenes crecía su imagen de gurú del interior. Juanele proviene no sólo de un interior geográfico (Entre Ríos, el Gualeguay, una flora y fauna que trascienden lo concreto y se transforman en simbólicas) sino de un interior político que no es tanto paisaje como cuerpo. En este señalamiento, el objetivo de Nosotti consiste en deconstruir el mito y legitimar la voz que fortaleció, como argumento, a los jóvenes intelectuales provincianos para plantarse ante el colonialismo porteño.
A medida que la investigación avanza (los viajes sucesivos a Gualeguay, casi peregrinaciones, hasta llegar por fin a “La Casa de los Pájaros”), lo que el biógrafo investiga es otra cosa. Del mismo modo en que Montaigne se dedica a sus ensayos, Juanele también se aparta del ruido para estar en la suya. Y Nosotti, por su lado, se cuestiona la necesidad, a esta altura, de una biografía del consagrado. Por tanto, su proyecto, en su hibridez afortunada, tantea, al modo Montaigne, una forma que es, en sus derivas, ensayo narrativo que va desde la teoría literaria al diario de trabajo y más acá, a su historia personal: “Escribo para saber quién soy”, escribe Nosotti. Y lo que nos entrega es confesión, deseo del yo escritural que, al espejarse en el personaje, en su constante interrogación de un sentido sólo puede encontrarse en ese poema que vuela como los pájaros y vale la pena leer una y otra vez planeando sobre la imposible pureza – no la hay, no puede haberla – del idealizado escenario natural.