Alguna vez la palabra sirvió como contraseña de una era, una cultura que vinculó a la música con ciertos ideales. Treinta años después, y en solo tres días, pasó a ser sinónimo de desastre, una palabrita empezada con W a evitar por los años de los años. De hecho, tuvieron que pasar más de dos décadas para que un producto audiovisual masivo buscara explicar qué pasó en julio de 1999 en la ex base de la Fuerza Aérea Griffiss Park. Si el festival Altamont es señalado una y otra vez como el último clavo en el ataúd de los '60, Woodstock fue la violenta eclosión del cinismo noventista.
De eso trata de dar cuenta -y lo consigue- Woodstock 99: Peace, Love and Rage, el documental que subió HBO Max a su plataforma en julio de 2021, en coincidencia con el 22° aniversario del festival en Rome, estado de Nueva York. En una producción realizada dentro del ciclo Music Box, el productor Bill Simmons y el director Garret Price se meten de lleno en un tema incómodo, no solo por lo que significó Woodstock en ese fin de milenio sino porque sus resonancias empeoran al calor de una época de nuevo pensamiento social. Sobre todo en lo que refiere a los derechos de las mujeres.
Los responsables debieron partir de preguntas obvias: ¿Qué fue lo que falló en Woodstock? ¿Cómo, en un país con larga tradición festivalera, con la intención de recrear el festival símbolo de la paz y el amor -o al menos exhibir su marca-, todo terminó en incendios, saqueo, violaciones, destrucción? Las casi dos horas que dedica el documental a esas cuestiones arriban a una conclusión "diario de lunes" pero no por ello menos sombría: en realidad, nada en Woodstock 99 podía salir bien.
"No queríamos sermonear. Se trataba de dar suficiente contexto a la gente para que pensara. Se trataba de tomarle el peso a todas las cosas que rodearon a este festival, fuera lo sociopolítico o lo cultural, y lo que estaba en auge a fines de los '90", señaló el director Price a Variety. En esa intención está el punto fuerte y a la vez el punto flojo del documental, que quizá hubiera evitado el riesgo de haber contado con dos episodios: si Peace, Love and Rage brilla en su presentación del contexto y de los hechos que llevaron al desastre final, no deja del todo bien cubierto el amplio rango artístico del festival, más allá de sus figuras más convocantes.
Al cabo no resulta grave, sobre todo porque el documental no es necesariamente un producto típico de la categoría "Música" en las plataformas, aunque ese sea su destino natural. Tal como se reflejó en la cobertura de Página/12, el festival tuvo varios shows destacables y artistas que escapaban a la media de lo que sonaba en ese momento en los medios de difusión masivos, pero el foco era otro. "Garret y yo somos amantes de la música, y podríamos haber destinado mucho tiempo a las performances, pero queríamos ser disparadores de una discusión de cuestiones más profundas y su contexto cultural", señaló el editor Avner Shiloah. "Hablar de la masacre de Columbine, los abusos sexuales o el nacimiento de internet y Napster, todo debía estar justificado por tener un contexto más amplio."
Allí es donde empieza a entenderse por qué el Woodstock 1999 nació ya en situación de riesgo. Los buenos resultados de la edición 1994 daban confianza, pero 1999 presentaba un panorama bien diferente, nuevas tensiones que el documental se encarga de reflejar. Flotaba la creciente histeria por los temores del Y2K, las teorías apocalípticas sobre el apagón tecnológico y el fin del mundo. Bill Clinton enfrentaba un impeachment por su asunto con Monica Lewinsky. El desempleo estaba en su punto más bajo de los últimos años, produciendo una generación de jóvenes blancos con dinero en el bolsillo y ganas de fiesta. Estados Unidos, cuándo no, había tenido su buena cuota de protagonismo en los bombardeos de la OTAN sobre Yugoslavia.
Y en las radios, en MTV, en los flamantes sitios de intercambio de los novedosos archivos MP3 que pondrían en jaque a la industria, sonaba a repetición un cruce ya conocido pero reactualizado, el rap y la guitarra aullante. Solo que esta vez no eran Run DMC y Aerosmith llevando la verba urbana de los ghettos neoyorquinos al mainstream. Los best seller que iban a dar el presente en Woodstock eran málchicos WASP como el nacionalista Kid Rock, Limp Bizkit o los maquillados Insane Clown Posse. Rage Against The Machine cultivaba las mismas formas con más talento y un discurso opuesto a las bravatas de Kid Rock, pero cuando les llegó su turno ya todo se había desmadrado y el acto de quemar una bandera estadounidense no operó como crítica al sistema sino como una invitación a seguir descarrilando.
En semejante contexto intervino el elemento que catalizó todo, que terminó de servir en bandeja la debacle del festival. Entusiasmado por el aniversario y la permanencia de la marca, el histórico organizador Michael Lang se asoció con John Scher, CEO de una compañía llamada Metropolitan, a cargo de gestionar el pay per view televisivo y propietaria de Ogden, concesionaria gastronómica del festival. Ambos aparecen en el documental, tanto en las tensas conferencias de prensa durante el fin de semana como en entrevistas actuales. Y resulta asombroso el cinismo que exhiben para justificarse tantos años después, cuando es difícil negar el peso de la desorganización en el caos de Woodstock.
En brutal contraste con los ideales sesentistas, Woodstock 99 quedó asociado al "sucio lucro" del que hablaba Malcolm McLaren años antes. En un predio castigado por 40 grados de temperatura y sol a plomo sobre superficies ampliamente asfaltadas, vender botellitas de agua a 4 dólares (el precio en cualquier comercio apenas superaba 1 dólar) y requisar mochilas en la puerta no fue un buen comienzo de relación entre la organización y un público que había pagado 150 dólares por los tres días. Los baños químicos estallaron al mediodía del sábado. Las fuentes de agua gratuita se arruinaron o se convirtieron en baños públicos muy poco después. La mugre empezó a amontonarse. Las remeras amarillas de los empleados de seguridad empezaron a desaparecer de la vista.
Uno de los aciertos de Peace, Love and Rage es exhibir todo eso no solo mediante declaraciones sino con un mosaico de filmaciones de asistentes, algo que hoy resultaría relativamente sencillo pero que en la era previa a los smartphones significó una paciente búsqueda. A través de esas imágenes se va reconstruyendo el rápido descenso de Woodstock, punteado sonoramente por esa banda de limados que se turnaban para percutir toneles que debían contener basura -pero la basura ya estaba en todas partes-, con un entusiasmo inversamente proporcional a su solvencia rítmica.
El giro definitivo llegó con Fred Durst, cantante de Limp Bizkit, insultando a Clinton y llamando "puta" a Lewinsky, convocando a soltar toda la furia posible y "surfeando" sobre uno de los paneles de la "Peace Wall" (eufemismo de "Muro De Tres Metros Para Evitar Colados") que un público sacado empezaba a arrancar de la valla. Pero eso fue solo el disparador: como bien señala Moby en un pasaje, desde el mismo comienzo se notaba que en Woodstock algo estaba mal. Esperando.
De a poco, además, por la pantalla desfila el otro rasgo que hace del evento en Rome una marca tan ominosa: las denuncias de violación de los días posteriores fueron apenas el emergente de una situación de abuso hacia las mujeres que fue in crescendo con las horas, con cánticos de "show your tits!", manoseos, avanzadas de muchachotes en grupo (hay que recordar que en todo el cartel aparecían solo tres mujeres: Alanis Morissette, Jewel y Sheryl Crow). Uno de los momentos más repulsivos de las declaraciones de Scher suena tristemente conocido, cuando apunta a la responsabilidad de las mujeres en las violaciones por mostrarse ligeras de ropas.
Woodstock terminó entre llamas, con una muchedumbre arrasando los locales gastronómicos al grito de "¡esto te pasa por vender agua a 4 mangos!", torres de sonido volcadas y la intervención de la policía estatal, mientras en la carpa de prensa desaparecía hasta el último representante de la organización. La música quedó como ruido de fondo, y el sueño de amor y paz tuvo otro Altamont. Esta vez, para ponerle el último clavo al ataúd de los '90.
El Woodstock que no fue
Aunque parezca mentira, después del desastre de 1999 hubo un nuevo intento. Es que el 50° aniversario era demasiado tentador: en marzo de 2019, el inefable Michael Lang anunció la realización de Woodstock 50, a realizarse entre el 16 y el 18 de agosto en el Merriweather Post Pavilion de Columbia, estado de Maryland (a convenientes 625 kilómetros de Rome). Evitando cuidadosamente toda referencia al aniversario anterior, el anuncio tiró los nombres de The Raconteurs, The Killers, Imagine Dragons, Robert Plant y Miley Cyrus entre otros, junto a representantes de 1969 como John Fogerty, Santana, tres integrantes de Grateful Dead, David Crosby y Hot Tuna.
De todos modos, la aventura nunca llegó a despegar, ni siquiera a poner en venta sus entradas. En abril, la compañía japonesa Dentsu Aegis, una de los principales financistas, se retiró del festival y anunció unilateralmente la cancelación; Lang aseguró que la idea seguía adelante y aseguró estar en tratativas con Paul McCartney y hasta una reunión de Led Zeppelin. Tras dos cambios de escenario por la -previsible- negativa a dar los permisos, el retiro de algunos de los artistas y el apremio del tiempo, el 31 de julio finalmente se dio el asunto por terminado. Aunque continúa en los estrados judiciales, donde los organizadores llevan aún hoy una demanda contra Dentsu Aegis por "sabotear" el festival.