La historia data del año 2004. Viajamos con mi esposa a Nueva York. Nos alojamos en el departamento de nuestra querida amiga Naomi Meyer, que para ese entonces ya vivía en un edificio de 82 y Broadway, quinto piso, departamento 509. Naomi no se encontraba en la ciudad, pero nos dejó la llave en la portería con una esquela en la que nos pedía que recogiéramos la correspondencia en la habitación de los buzones, al lado de la entrada, cosa que yo hacía todas las benditas mañanas. Pero uno de esos días, me vi sorprendido con un pequeño buzón abierto. Era el del 309. Brillaba como luces de neón. Y el sobre decía “Isaac Bashevis Singer”, quien había sido “EL” morador del predio, desde 1964 hasta el día de su muerte, el 24 de julio de 1991. Subí rápido con el sobre en mano para mostrárselo a mi esposa y guardarlo entre mis tesoros dilectos. Pero Norma (que por algo se llama Norma) me regañó diciéndome ¡cómo podría robar una carta! Y si era un cheque, y si era un contrato, y si era un cuento inédito….

La pasé mal ese día, mirándome de reojo en el espejo. Tengo que confesarles que el hecho de que un rabino robara una carta no hubiese sido ninguna novedad. Primero, porque ha habido fechorías y delitos rabínicos más interesantes. Y segundo, porque estoy seguro de que Bashevis Singer le hubiese robado una carta a Bashevis Singer. Es más: ¿quién no se ha robado un cuento?

Esta anécdota me traslada a otro tiempo. La mía fue una familia de sobrevivientes del holocausto. Vivíamos en casa mi hermana y yo, mis padres y mis abuelos maternos. El motivo de esta unión tuvo que ver con una promesa no verbalizada, pero sí rubricada de que ese núcleo después de la Shoá no se iría a separar. Esa venerable promesa produjo que tuviese dos padres y dos madres. Unos más grandes y otros más jóvenes. Los mayores no hablaban una palabra en castellano. Y cuando digo “una palabra” no estoy exagerando. Pero los más jóvenes, en sus pruebas del supuesto progreso y adaptación, lo hacían con el típico acento de Adolfo Stray cuando representaba a Don Jacobo. En esos dos intentos lingüísticos transcurrió nuestra infancia –la de mi hermana Susi y la mía– y nuestra juventud. Mi jardín de infantes era exclusivamente en idish. Hasta hoy recuerdo sueños enteros en idish. A casa llegaban dos diarios, uno en castellano y el otro en idish. Uno arribaba a las 6 de la mañana; el otro, a las 7 y 10. Por lo tanto, los hablantes exclusivos del idish, con levantarse a las 7 podían estar informados, aunque como solía decir mi abuelo, desde que Caín mató a Abel, no hubo ninguna noticia nueva. Y esa era la licencia para dormir media hora más.

No lo puedo confirmar de manera empírica, pero tengo la intuición de que soy la última persona de mi generación criado en un hogar en idish.

Dos eventos anuales cortaban también la feliz rutina: la noche de Pesaj, la Pascua, y el año nuevo judío. Después de haber cumplido los rituales que la tradición establecía para estas fechas, empezaba la discusión, donde profusamente circulaba el vocablo “Singer”. La confusión de los escritores Singer se fundía en la homónima máquina de coser que ocupaba un lugar importante del hogar. Más de una vez, con vehemencia, mi padre joven denunciaba el origen pornográfico de las letras de uno de ellos. Isaac era el malo, pero Israel Singer era bueno. Y ahí profesaba la frase ontológicamente contundente: “Y si no se hubiese muerto joven, el otro no hubiese publicado absolutamente nada”. Había uno y había otro. 

Y así atravesó Singer por mi infancia, como producto de una casa extremadamente monoteísta, que obviamente tenía que tener uno malo y uno bueno; uno apócrifo y uno auténtico; uno destructivo y otro constructivo. Fue en ese reparto literario que, en el barrio de Flores, a Isaac le tocó ser el obsceno, inmoral e interdicto para niños, y a Israel Singer, el que describía como Dostoyevsky y Tolstoi el mundo de las pasiones (es decir, sin la mácula de cierta erótica que lo franqueara). 

Cabe aclarar que el de mi casa no era un recorte de “pacatismo”, si es que existe la palabra. Si tengo que pensarlo desde otra perspectiva y desde una visión un poco más sazonada con cierta madurez, esto tenía que ver con que el mundo de esos relatos previos a la Shoá, en el que el universo de esas descripciones debía recapturar la inocencia. Porque la Shoá misma era la quintaesencia de una pornografía ética. Y ese hogar devastado debía sujetar su nostalgia en el retrato idílico de un cuento de Martin Buber, o en la intención de un relato de I. L. Peretz, como una suerte de confesión de un Dios compasivo y maniatado de pies y manos en sus buenas intenciones, pero desfigurado por los carceleros de las tendencias diabólicas. En definitiva, no había derecho a abandonar esas memorias por aquellas descripciones con otro registro de sensualidad descarnado y fantasmagórico, producto de la imaginación de un petiso orejudo en la que no se podía arrancar la santidad inherente de la orbe devastada.

Pero la asignación del Premio Nobel cambió la perspectiva. Como en una novedosa parábola rabínica, el idioma de esos harapientos de alimento indigente, seres de villorrios, el sonido de aquellos a los que se los acusaba de ni siquiera tener un idioma, sino un dialecto, una copia vulgar del lenguaje de sus perseguidores, habría sido reconocido por los expertos. Y de repente, ese redactor que escribía sobre el pubis en idish, pasaba a ser un artista literario muy puntilloso, que conectaba con una audiencia mucho mayor al mundo al que pertenecía, y extraía de ellos su fuerza y ​​su imaginación. Y con él se consolidaban sofisticadas interpretaciones sobre filosofía, sobre arte y sobre la naturaleza humana en una visión moral desafiante e integrada en un orden estético interpelativo. Ya el petiso orejudo no era ni tan petiso ni tan orejudo, porque estaba vestido de frac y moño, y era recibido por la monarquía en un reconocimiento único. Y para mis padres y para los muchos abuelos, de repente el idish adquiriría fama en los salones elegantes.

Y ahí hubo un salto. Mi viejo empezó a leer en castellano a Isaac Bashevis Singer y creó otra frase ontológica: “En español no tiene el mismo gusto”, es decir, le había encontrado el sabor a un aventurero, en el que la descripción de la anterior sodomía hoy era metáfora, en un mundo cuya magia se cruzaba en esas devastaciones.

 

Rendirle tributo a Bashevis Singer a 30 años de su fallecimiento es recapturar el recuerdo de sueños enteros en idish, y la ilusión de haber robado esa carta.