Desde Barcelona
UNO "Zerzura...", susurra un sediento Rodríguez por calles baldías de ah... ah... agosto. Angosto agosto que aprieta y asfixia con aire en llamas en el que flota no sólo arena del Sahara arrastrada por los vientos de la calima sino, también, el virus de todas partes. Y se mete en la boca y en la nariz y en los ojos. Los ojos (los mismos ojos que alguna vez sudaron frente a esa sahariana viñeta a toda página de Tintín o a esas líneas secas en los dibujos de El principito) con los que Rodríguez vuelve a El paciente inglés de Michael Ondaatje. Novela que leyó casi tantas veces como las que leyó Matadero Cinco de Kurt Vonnegut. Y a Rodríguez siempre le impresionó el que ni una ni otra figuren en el Canon de Harold Bloom;(aunque siempre tuvo claro que todo Canon suele ser paradójicamente consumido más por quienes no consumen: por quienes leen poco y necesitan de instrucciones para no perderse, perdiéndose así el placer de encontrarse entre las arenas de libros por las suyas). Y, casualidad o no, la de Ondaatje y la de Vonnegut manipulan lo histórico con estructuras atomizadas desprendiéndose y riéndose en la cara del tiempo. Cada uno a su manera --Billy Pilgrim en su oasis del planeta Tralfamadore y Laszlo Almásy a la búsqueda del oasis de Zerzura-- no son la misma persona pero sí el mismo personaje: desconectados absolutos en busca de establecer conexiones no más sean pasajeras antes de seguir ardiendo o flotando.
Como Rodríguez.
DOS El húngaro Laszlo Almásy es uno de los protagonistas de lo de Ondaatje (ganadora del Booker Prize y, en 2018, del Golden Man Booker, donde compitieron los 51 Booker ganadores hasta la fecha). Y, también, de la muy fielmente muy traicionera y multi-galardonada adaptación cinematográfica de Anthony Minghella. Alguien que hace cuarto de siglo convirtió su estructura posmoderna para muchos imposible de llevar a la pantalla ("un poema disfrazado de novela con la digresión como forma", definió) en excelente suerte de gran ópera abducida por el espectro de David Lean y casi fenómeno sociológico (y ahí está ese y en ese desopilante episodio de Seinfeld). Bien (muy bien) hecho, piensa Rodríguez. En cualquier caso, Ondaatje ya había poseído y tuneado a voluntad al histórico e incombustible László Ede Almásy de Zsadány et Törökszentmiklós (1895-1951). Poco y nada que ver con ese lírico y abrasado y un tanto histérico amante más cerca de Casablanca que de El Cairo.Y, mucho menos, con aquel quien, desde entonces, tiene el rostro de Ralph Fiennes (en versión galán clásico y también con look calcinado pre Voldemort) en uno de los más grandes films desérticos junto a El cielo protector, Dune (la que ya fue y la que vendrá), Zabriskie Point, Mad Max, Mujer en la arena, Fata Morgana y la Capilla Sixtina del celuloide desértico: Lawrence de Arabia.
Y el encanto de esta persona/personaje permanece y se sostiene sobre arenas movedizas. Y no importa mucho que el "auténtico" Almásy no haya sido conde y sí doble o triple agente. Y tampoco el que no haya pasado sus mapas y su talento como guía a los nazis por amor a una fatal mujer ("idea" por la que más de un historiador acusa a Ondaatje de popularizar/romantizar "aberración ética"; por otra parte, Laszlo era homosexual) sino a las curvas de esos médanos. Así, ante sus viejos camaradas británico-arqueológicos (en especial su caballeroso rival-némesis, Ralph Bagnold) quienes lo dejaron tirado al empezar la Segunda Guerra Mundial, a Almásy le gustaba justificarse con un "Rommel me paga la gasolina". Y, sí, fue el Zorro del Desierto quien le permitió volver al paisaje en el que había descubierto a los nadadores pintados en las paredes de las cuevas de Wadi Sura. En cualquier caso, el de verdad y el de película fueron miembros del exclusivo y alucinante Zerzura Club. Un grupo de hombres adinerados de varias nacionalidades unidos (en un clima digno de Indiana Jones o de Corto Maltés) por el origen y destino común de hallar el oasis perdido de Zerzura. Rodríguez leyó sobre todos ellos en The Secret Life of Laszlo Almasy: The Real English Patient de John Bierman y en El Oasis Perdido: Almásy, Zerzura y la Guerra del Desierto de Saul Kelly (traducido en Desperta Ferro, su editorial favorita a la hora de la más increíble no-ficción del aventurerismo). Todos tanto más atractivos que esta nueva camada de magnates que hoy se autofinancian y se lanzan a la privatización del espacio exterior. Allí, en cambio, el limitado auspicio de la Royal Geographical Society y smoking para la hora de los cocktails y pantalones cortos para dar vueltas en memoria de Herodoto. En camiones Ford-T y Steyr y en aeroplanos Havilland Moth-I, arriba y abajo por el Gilf Kebir, en la difusa frontera de Libia con Egipto. Embrujados y embrujulados por esa Nada Total. Nada que ver con actuales manadas de botellonistas UK (pareciendo familiares de los turbulentos hermanos Gallagher) no fascinados por la limpieza desierto sino por la posibilidad de vomitar en calle de ciudad a orillas del Mediterráneo. No buscando oasis sino encontrando pub. Tan lejos de Zerzura: paraíso perdido a la altura de Shangri-La caluroso y verde Eldorado y Atlántida en tierra más o menos firme con orientacióndigna de H. Rider Haggard o de H. P. Lovecraft: sacerdotisas inmortales y djinns tentaculares custodiando su entrada entre desfiladeros donde se proyectaban las sombras verticales y firmes del ejército perdido de Cambises.
Y el Almásy "de verdad" no acabó muriendo al cuidado de amorosa y epifánica enfermera canadiense en una villa bombardeada de Fiesole (Rodríguez se acuerda de que Hana y el ladrón Caravaggio ya aparecían en la novela anterior de Ondaatje, En la piel de un león, que le gustó mucho y que nunca volvió a leer y, hey, para qué está agosto) sino, luego de ser torturado por los rusos al fin de la guerra, como incómodo héroe/prócer para los húngaros que no sabían muy bien qué hacer con él. En cualquier caso --cuenta Kelly-- Almásy & Bagnold & Co. volvían a reunirse, de tanto en tanto para clavarse caballerosamente aguijones, intercambiar anécdotas y coordenadas, añorar la quimera de aquel oasis escurridizo en un mundo que ya empezaba a pensar en otros mundos.
TRES Hoy (a pesar de que Almásy aseguró haberlo avistado en 1932, Bagnold se limitó a sonreír enarcando una ceja), Zerzura es juego de rol y de video, rumor de base de ovnis, perfume de Armani y --aberración de aberraciones-- spa de luxe artificial en algún lugar de algún desierto africano. Nada a lo que Rodríguez pueda acceder este agosto. Queda, sí, la posibilidad de otra relectura y revisionado (incluyendo a esa gran escena inexplicablemente descartada por Minghella con explicación, para Lazlo y Katherine Clifton, en boca y manos de sabio beduino, de cómo atrapar avestruces funcionando como metáfora del cortejo más sexual que sentimental). Y para Rodríguez, ante la certeza de que jamás escribirá algo así, queda el consuelo de que alguien lo haya escrito para que luego alguien lo haya filmado y después, por siempre, alguien lo lea y lo vea.
Afuera del libro y de la película, en el vibrante pero agotador calor de agosto, los mejores oasis --como ya es costumbre, como sucede con las falsas verdades y las ciertas mentiras-- acaban siendo los peores espejismos.