Tengo en las manos un libro Tamara Kamenszain: en la tapa una niña y una mujer están colgadas de una especie de hamaca volante en la que se deslizan, jugando en las alturas. El libro se llama Chicas en tiempos suspendidos y es de junio de este año, tan reciente que resulta inverosímil que su autora ya no esté con nosotras. El impacto, la incomprensión ante la noticia de su muerte que llegó la semana pasada fue enorme, el desconsuelo difícil de medir. Las redes se llenaron de testimonios de amigos, escritores, alumnos y lectores que se despedían de esta enorme poeta y ensayista argentina. Así se escribía un punto en una vida y en una obra que fue marcando las épocas y que hoy marca la nuestra, incluso con este corte de verso, que nos obliga a leer hacia atrás, todo de nuevo.
Leerla entonces, releerla. Y encontrarse con una poesía que hace mucho viene reflexionando sobre el paso del tiempo en la literatura, sobre la danza de las generaciones, las herencias, los lazos de familia y de la amistad. Poeta neobarroca, crítica literaria con un pie adentro y otro afuera de la academia, cultora de géneros híbridos, libros que son ensayos en forma de poema, autobiografías lectoras, exégesis de notitas de amor, poemas en prosa, poemas en verso, poemas que conformaban una novela, justamente la novela de la poesía. Muchos de los textos que emergieron en las redes estos días eran poemas suyos que parecían hablarnos de este momento, con esa capacidad anticipatoria que tiene la literatura, la poesía en particular y más aún la suya. ¿Es esto hablar de la muerte? escribió: un estribillo de esos que tanto le gustaban y que al releerlo nos hace preguntar si esto que decimos, que pensamos estos días tan tristes es finalmente hablar de la muerte, si anticipar es un modo de procesar, si ella también nos está acompañando con su literatura en esta despedida.
La novela de la poesía fue el nombre con el que Tamara Kamenszain eligió titular su obra reunida en 2012. Allí se incluían sus ocho libros publicados hasta el momento: De este lado del mediterráneo (1973), Los no (1977), La casa grande (1986), Vida de living (1991), Tango bar (1998), El ghetto (2003), Solos y solas (2005), El eco de mi madre (2010) y el libro que daba título al conjunto La novela de la poesía, que de algún modo –y sin tocarle una coma- reescribía lo anterior; obligaba a mirar cada uno de sus poemarios como el capítulo de una novela que narraba por otros medios la historia familiar, generacional y literaria, las genealogías y las filiaciones. Presente y pasado se tocaban en un gesto muy vital, de reconsideración emocional de lo escrito y vivido, y que desde hoy parece también hablar de este último capítulo. Que es un modo de hablar de la muerte, pero también de la vida. De lo que los libros hacen a quienes los escriben.
Y también a quienes los leen. Con esa obra reunida volvieron a ponerse en circulación una serie de textos que para las nuevas generaciones de lectores habían quedado un poco lejos, inconseguibles y fue la puerta de acceso para muchxs que la descubrimos ahí. Recuerdo una noche con amigas poetas – si la memoria no me falla estábamos Malena Rey, Paula Peyseré, Clara Muschietti, Florencia Castellano, Daniela Pasik y yo– en la que nos habíamos propuesto llevar libros de poetas mujeres que queríamos compartir entre nosotras. Estábamos urgidas por salir de algunas antinomias un poco sexistas que la poesía de los 90 nos había dejado de seña.
Malena llevó este libro de Tamara y nos leyó en voz alta entero el último poema del libro que empieza así: “¿Ya hablé de la muerte?/ Murió mi hermano/ murieron mis padres/ murió el padre de mis hijos/ tantos amigos murieron y dije y digo que no están más./¿Eso es hablar de la muerte? Dejé anotado que se fueron/ les dediqué libros los nombré/ por sus nombres me anoticié de que nadie me contestaba./¿Eso es hablar de la muerte?” El silencio de la escucha fue total y la adhesión, inmediata. Era eso lo que necesitábamos: un poema contundente y rítmico, narrativo pero asediado por el silencio, áspero y perspicaz, una voz de mujer rota y entera, y sobre todas las cosas lúcida, que podía unir todas sus vidas en una y desde ahí, decir. Estábamos ante una gran poeta que se nos volvía presente en el acto, contemporánea, la adoptamos desde ese momento como una brújula, una voz autorizada que nos autorizaba, precisamente preguntándose cosas, poniendo en duda saberes dados, estableciendo desde el mismo poema un dialogo con sus amigos, sus compañeros de generación, sus lecturas y también con nosotras; volviéndose -si se puede decir algo así- también nuestra amiga. Desde las páginas de sus libros.
Esta era la Tamara poeta que descubrimos entonces: la compañera de armas neobarrocas de Néstor Perlongher, de Arturo Carrera, de Osvaldo Lamborghini, la mujer de Héctor Libertella. Y fuimos interiorizándonos en sus búsquedas en lo alto y en lo bajo: en el imaginario de la cultura judía y en las pequeñas historias familiares, en el psicoanálisis y en el tango, en el amor y en la soledad. Bebiendo de eso que Libertella llamó la copa de la inteligencia de Tamara. Al mismo tiempo leyendo sus libros de ensayos sobre literatura argentina y latinoamericana, donde cruzaba la poesía con teorías filosóficas actuales – Giorgio Agamben, Jacques Rancière, Jean- Luc Nancy, Alain Badiou-- con una pluma tan sagaz que generaba verdadero asombro. Sus lecturas nos iluminaron porque llegaban del mismo modo que sus poemas: con la tersura de quien no tiene que imponer sus ideas con sentencias, porque mejor que afirmar es preguntar, aun cuando eso signifique volver sobre lo ya dicho y reescribirlo. En sus últimos ensayos Una intimidad inofensiva (2016) Libros chiquitos (2020) y Chicas en tiempos suspendidos (2121)Tamara se metía con la literatura del presente. Eso que para muchxs consagradxs es difícil de pensar, porque está demasiado cerca o porque todo tiempo pasado fue mejor, para ella era precisamente el desafío. Pensar esa bisagra, pensar en espiral: oficiar de eslabón entre el presente y el pasado. Como dice en su último libro “Lejos de los tiempos de la cronología/ suspendida en una galaxia discontinua”.
Tuve la suerte, años después de esa primera lectura, de tener a Tamara de docente en una maestría. La materia era algo así como poesía contemporánea, en un contexto donde la mayoría de los asistentes querían ser narradores. Ella llegaba, se sentaba detrás del escritorio y sacaba un pilón de fichas amarillísimas escritas por su puño y letra que empezaba a revisar. En esas fichas imagino que habría frases o citas de los temas y autores que estaban en el programa, pero que por alguna razón nunca terminaba de leer. La clase transcurría siempre del mismo modo: nos saludaba con su calidez característica, se ponía los anteojos de leer en la punta de la nariz y con las fichas en la mano comenzaba a leer algo que dejaba a la mitad porque la asaltaba otra idea, algo que había leído hacía un rato, o una respuesta mejor a un comentario que alguno de nosotros había dicho, un pensamiento que instantáneamente producía un acortamiento de la distancia entre ella y nosotros, entre la poesía y el habla de todos los días, entre sus lecturas y las de los asistentes más reacios a las nuevas tendencias poéticas. Tamara luchaba entre la ficha, los lentes y nosotros en una performance encantadora, un amague de teoría que en vez de llegar como cita llegaba como inspiración. Es decir: emergía del dialogo, de su uso preciso de las palabras, de sus respuestas provocadoras a las preguntas pacatas, o sus réplicas ingenuas a los comentarios sesudos, sin jamás bajar ni un centímetro el nivel de la discusión. No hace falta aclarar que al final de la cursada todos terminaron comprándose los libros de Mariano Blatt, de Fernanda Laguna, de Alejandro Rubio que esta señora mucho más joven de alma que todos nosotros nos había regalado, el don de la contraseña para poder entrar.
Y algo del juego de la mirada puesta en lo escrito y la mirada directa a los ojos de los que escuchan aparece especialmente en sus últimos dos libros. Libros chiquitos, una antología de sus lecturas de trabajo, es decir un relato conmovedor donde lo que se describe es una cadena de libros: cómo la lectura de otrxs la impulsaba a la escritura de lo suyo. Y en ese círculo entraban desde sus filiaciones históricas, Héctor Viel Temperley, César Vallejo, Amelia Biagioni, Lezama Lima, Allen Ginsberg, Enrique Lihn en poesía; a sus afectos críticos, Enrique Pezzoni, Jorge Panesi, Josefina Ludmer, Ana Amado. El movimiento que hacía allí era doble: unía sus dos amores, la poesía y la teoría, narrando sus lecturas y revisándolas desde el presente, como un péndulo que iba de una a otra, una y otra vez, porque como escribió: “El arte se anticipa al pensamiento, pero el pensamiento lo alimenta para que pueda anticiparse”.
Como las chicas de la tapa de su último libro, balanceándose entre el pensamiento y la literatura, para encontrar un punto medio que ponga las cosas adelante. Es muy difícil no leer Chicas en tiempos suspendidos como un libro de despedida, un monólogo ensayístico, poético, de cierre, cuando en realidad fue escrito durante el primer año de la pandemia, algo que nacía en medio de tanta muerte. Eso me contó cuando la entrevisté por la publicación de Libros chiquitos que acababa de salir: que estaba escribiendo algo nuevo, un poema que era también un ensayo sobre algunas ideas, algunas lecturas de sus poetas mujeres favoritas. “Es un verdadero libro chiquito”, me dijo “hay que ver si me lo van a querer publicar.”
Y cómo no. Tan solo ochenta y seis páginas de versos a doble espacio y sin embargo: la potencia de una pluma que otra vez revisita, pone nuevos nombres a temas viejos, o nombres viejos a temas jóvenes. Alfonsina Storni y Delmira Agustini son evocadas con el añejo término de Poetisas “Una palabra dulce/que dejamos de lado porque nos avergonzaba/ y sin embargo y sin embargo/ ahora vuelve”. Pero no solo esa denominación o al encanto de llamarse por su nombre de pila y no el masculinizante Kamenszain, el apellido con el que las chicas de su generación pretendían ser nombradas, para que las tomaran en serio. Lo que vuelve en este libro es el estribillo “y sin embargo y sin embargo”, anáfora que recorre todos los poemas, para contradecir sin tachar, para sobreponer un sentido nuevo a lo dicho y encontrar en ese balanceo, en ese entre una verdad que esperaba ser hallada, ser dicha.
Tengo muchas otras escenas con Tamara, pero no quiero incurrir en un exceso de emotividad, que seguramente le hubiera dado risa. El año pasado trabajamos juntas en un homenaje a Juana Bignozzi para el que dimos una charla que preparamos con mucha seriedad. En realidad, no hubo tal cosa: hicimos varias videollamadas donde nos divertimos, leíamos partes, comentábamos ideas que nos venían a la mente, Tamara dejaba la cámara prendida y se subía a diversas escaleras para agarrar libros que tenía que leerme y estaban en los estantes más altos. Pude sentir con claridad su agudeza y su genuina curiosidad por una poeta que estaba redescubriendo. La charla se llamó Novísimos y viejísimos y está colgada en algún lugar de la web: yo parezco una buena alumna preparada para la ocasión y ella una pitonisa que se conecta con el lado más espiritual, el más complejo, del último libro de Juana Bignozzi, en el que, bueno, hablaba de su muerte.
Me niego a comentar nada sobre el último poema del libro de Tamara, que se llama "Fin de la historia". Prefiero volver hacia atrás para dejar anotado el primer poema de su primer libro, De este lado del Mediterráneo. Que con la fuerza anticipatoria que tiene la poesía nos dice o nos vuelve a decir, un sentido que estaba y no en el poema, porque el poema se escribe cada vez –como nos enseñó Tamara Kamenszain—, siempre en presente: “Nadie elige el momento de su muerte que sobreviene como una marea tapando la playa y es por eso que la soledad es buena, es por eso que el monólogo silencioso es fértil y que la sombra que ahora miro a mi costado y tiene vida propia atraviesa mis metamorfosis, se enrosca a mis pequeñas costumbres cotidianas y me deja viéndome en ella como en un espejo oscuro en el que todo debe ser adivinado.”