No hay acto de fe más grande que querer ser artista. Nada es más absurdo, arriesgado o poco atinado que convertirse en artista. Sobre la producción artística sólo hay incertidumbre. Es imposible saber, de antemano, que una obra va a funcionar o no, si va a dar dinero, prestigio, fama o, simplemente, placer. Ser artista y trabajar durante toda una vida en una obra es exactamente lo mismo que ser un creyente, un devoto de un Dios del cual no tenemos pruebas de su existencia -o inexistencia-. Sin embargo, en esa fe, puede haber un sentido, una excusa para seguir funcionando o para hablar de algo. Y eso precisamente es lo que hizo Santiago García Sáenz en sus obras, usó a la fe como excusa para pintar algunos temas que lo obsesionaban: la violencia, la enfermedad, el deterioro del cuerpo y, finalmente, los chongos.
Quiero ser luz y quedarme es el título de la muestra antológica de este artista, curada por Santiago Villanueva y Pablo León de la Barra en la Colección Fortabat. Es la primera vez que se realiza una muestra institucional y antológica de García Sáenz desde que falleció en el año 2006. La exhibición recorre toda la producción del artista, desde sus primeras obras de los años 80, hasta las últimas hechas en los 2000.
1. La pintura de Santiago García Sáenz no es solamente una pintura religiosa, sino que también es una pintura de clase, de clase alta. La tradición familiar, burguesa y muy creyente, se mete en todas las series que se incluyen en esta exhibición. Así, los modales bienpensantes de una elite porteña configuran una serie de imágenes y relatos sobre los excesos, las tragedias nacionales e incluso sobre la conquista de América.
En la primera sala de la muestra, llamada por los curadores como “El destape”, se ven imágenes sobre la guerra Malvinas y también acerca del desenfreno postdictadura que hubo en Buenos Aires durante los años 80. Sin embargo, el artista mira todo eso desde lejos: un chico bien no puede estar metido en cosas extrañas, no va a la guerra, ni toma drogas.
Esta tensión es evidente en la obra Autorretrato con adicción. En esta obra, la cara del artista, con sus ojos celeste y su pelo bien peinado, mira desde un costado a unos hombres con el torso desnudo, con espadas, con sangre, con lobos negros que acechan y observan esa pequeña orgía del mal. Pero en esa escena el pintor es un espectador pasivo, no interviene, no hace nada, solo mira. Sin embargo, aunque se resista y mire de lejos, no deja de ser parte de ese desenfreno, de esa pequeña fiesta satánica.
La resistencia a reconocer la pertenencia a estos espacios no se ve sólo en esta obra. En la serie Cristo en la Ciudad, Sufriendo intolerancia, Esperando en la Noche, La nocturnidad vuelve a aparecer y la religión es la excusa para hablar de ese mundo y de esas prácticas que no se pueden asumir como propias. Entonces, vemos hombres denudos, perdidos en lugares que podrían ser un sauna gay. La única obra en la que el pintor se incluye a sí mismo lo muestra pintando, tranquilo, bien arreglado y contento, mientras al lado explota la bomba de la AMIA.
En El nervio óptico, la primera novela de María Gainza, la autora incluye un diálogo entre la narradora y García Sáenz. Es en esa conversación donde el pintor delata su origen social. Escribe Gainza: “Reconocí el tono engolado que hasta entonces no había terminado de detectar: no era tonada provinciana, era tono de clase. Otra oveja negra, pensé.”
Esta pertenencia de clase construye un punto de vista para García Sáenz, un lugar desde donde mirar todo lo que lo rodea: desde Dios hasta las calles de esta ciudad, pasando por las ruinas jesuíticas.
Con ese punto de vista ve a los trabajadores rurales de la selva misionera como hombres fornidos, con sus torsos desnudos y sus brazos fuertes. Más que trabajadores son objeto de deseo. García Sáenz es el patrón de la estancia que mira de reojo a sus peones, que los desea en secreto, entre rezo y rezo: es un artista de la élite con morbo de clase.
2. Como un buen samaritano que pone la otra mejilla, durante la década del 90 García Sáenz empieza a ir al Hospital de Clínicas como voluntario, para acompañar a enfermos graves en sus últimos momentos. En aquellos años la artista Liliana Maresca también empieza a hacer este tipo de visitas junto a García Sáenz.
A partir de esta experiencia aparece la serie Cristo en los enfermos, en la que se incluyen imágenes de Jesús internado en distintos escenarios, que van desde un hospital de campaña en la selva, hasta salas repletas de algún sanatorio. De esta manera, García Sáenz escribe su propia historia sobre la enfermedad y el deterioro, que a la vez es colectiva: estos cristos enfermos son las personas que morían por causas asociadas al SIDA, durante la década del 90 en la Argentina.
Cuando él recibió su diagnóstico positivo decidió llevar todo el proceso en silencio. Ese silencio también está en estas obras en las que se puede pensar a la enfermedad en términos generales y que, por una cuestión temporal, también se las pueden asociar al VIH/SIDA. Es que la pintura de García Sáenz, afirma y niega todo el tiempo, disfraza de religión una infección de transmisión sexual. La enfermedad y el deterioro del cuerpo es el motor de estas obras. Las salas de hospital construyen el relato de una época en la que el artista enterró a unos cuantos amigos.
A pesar de que en las imágenes vemos al hijo de Dios, que al tercer día resucitó, estas pinturas solo muestran el final de la vida y la pérdida total de esperanza, no hay milagro que salve a los cristos entre los enfermos, ni tampoco ninguna esperanza de resurrección. Los hospitales funcionan como el purgatorio, ese espacio entre la vida y la muerte, donde el tiempo es otro, al fin y al cabo el tiempo de un enfermo no es el de una persona viva y tampoco el de una persona fallecida.
Estas obras muestran los restos de cuerpos que dejó la llegada de la epidemia del VIH/SIDA. Son imágenes del deterioro total de la vida.
3. Pensar que Santiago García Sáenz es un pintor religioso sólo porque en sus obras aparece Cristo, una y mil veces, es mirar la superficie de estas obras. Para ser religioso no hay que solamente hablar o pintar a Dios, sino creer fuertemente en algo, estar convencido de que determinado relato es real. Sin embargo, el relato que se arma en esta exhibición poco tiene que ver con Dios y su pureza, sino más bien con las miserias terrenales, los excesos y todo aquello que pasa de noche y que apenas se puede ver. La oscuridad de la ciudad y de la selva se extienden por todas estas pinturas, formando un relato de aquello que sucede pero de lo que preferimos no hablar: la violencia, la discriminación, las adicciones, la muerte, el sexo.
Hay una trampa en la obra de García Sáenz y es que, para lograr ese efecto de luminosidad que tienen sus pinturas, pintaba los fondos de preparación de las telas de naranja o amarillo. Sin embargo, aunque el color sea lumínico es difícil encontrar la luz en imágenes que remiten a la desgracia social y el pecado. No hay nimbo suficiente para iluminar la cabeza de un Cristo enfermo (o de cualquier otro enfermo terminal). Estas pinturas son como Shh, el disco de Adicta: canciones para bailar en una fiesta, pero con un trasfondo completamente oscuro y nada festivo.
Ese gesto de iluminarlo todo funciona como una búsqueda de salvación, una forma de pedir perdón por todo el mal que hay en el mundo y por los pecados que cometemos las personas. Pero, la salvación no siempre llega y lo que queda en primer plano no es la búsqueda del perdón, sino el pecado.
La exhibición Quiero ser luz y quedarme, al igual que la obra de García Sáenz, también tiene una trampa. El montaje funciona como un camino hacia el paraíso, desde el desenfreno de los tempranos 80, hasta el final de la crisis del VIH/SIDA en los últimos años de la década del 90. Un camino de desgracias hacia el reino de los cielos.
Sin embargo, en la última sala, que de alguna manera se refiere al encuentro del paraíso, es la única en la que no hay cristos, ni dioses. Solo un puñado de trabajadores rurales semidesnudos y unas mujeres que se bañan en ríos y arroyos. Es la ausencia total de la religión. Lo único que hay de religioso ahí son las ruinas de las iglesias jesuitas. La caída de la casa del Señor. Lo que ocurre es que la obra de García Sáenz pone en evidencia que esta es la tierra del pecado, que la fe abandonó estas calles y que no hay paraíso hacia donde huir porque no hay padre ni hijo esperándonos ahí. Jesús se perdió en la noche. Y Dios quedó en la disco.
Santiago García Sáenz. Quiero ser luz y quedarme se puede ver en la Colección Fortabat (Olga Cossettini 141) hasta el 10 de octubre.