Una perfecta mezcla de agua y jabón cae sobre un Audi rosado en el corredor transparente de un lavadero. De fondo suena “Stayin’ Alive” de los Bee Ges. Mientras la espuma invade el parabrisas, la señora de la cabina bosteza y el muñeco inflable de promoción se agita con las ráfagas del viento londinense. En el interior del auto otro mundo se construye. Jolene Dollar graba en su celular uno de sus videos eróticos personalizados. “Estaba tan caliente en el lavadero que me tuve que tocar”, escribe a sus fans entre calculados gemidos. Una vez terminada la sesión muerde un esponjoso croissant y cancela con desdén la llamada entrante del director de su reciente película, quien la espera impaciente en el set de grabación. Ella es la estrella y puede darse el lujo de llegar tarde.
El inicio de Adult Material, la miniserie de solo cuatro episodios estrenada en Channel 4 a fines del año pasado y disponible en HBO Max desde hace algunas semanas, asume su desprejuicio con un encanto inigualable. La industria del porno en el presente, ya despojada del glamour del fílmico, de la reconversión al VHS de los 80 y del impacto de internet a comienzos del milenio, es un escenario en permanente disputa. Allí confluyen las estrellas que sostienen ese imaginario erótico a fuerza de inventiva y autogestión, los presupuestos cada vez más agónicos de rodajes cada vez más austeros y las presiones de una industria que mantiene su negocio a fuerza de vaciamientos y precarización. Alejada de piezas de culto como la Boogie Nights de Paul Thomas Anderson o de homenajes con espíritu de revisionismo estético como The Deuce de David Simon, Adult Material ofrece una aguda radiografía de este tiempo de crisis en el negocio del sexo, modelada en el grotesco y la desilusión, y definida por una disección de esas reglas del juego que han perdido para siempre su febril encantamiento.
Jolene Dollar (la extraordinaria Hayley Squires) es uno de los pocos nombres que asoman en esa adelgazada galería de estrellas que tiene el estudio comandado por el veterano Carroll Quinn (el siempre bienvenido Rupert Everett). Ella negocia sus contratos, elige sus partenaires, su marido filma los videos personalizados, maneja sus redes sociales y comercializa el merchandising erótico. Su fama es fruto de su astucia, de su administración del poder que tiene a su mano, de la seguridad de su MILF dentro de la ficción. Pero Jolene Dollar es también Hayley Burrows, madre de tres hijos, quien combina sus intentos de compartir las cenas familiares con el sostenimiento de su negocio, el deseo en la cama matrimonial con la puesta en escena de sus producciones en Instagram, la integridad de su intimidad con el asedio del ojo público. A fin de cuentas, Hayley/Jolene es una trabajadora en un negocio en el que resulta difícil cobrar lo que todos quieren gratis, en un territorio en el que consenso y consentimiento se han dejado de lado demasiado tiempo como para instalarlos de nuevo en la discusión.
Creada y escrita por Lucy Kirkwood (guionista de algunos episodios de Skins y creadora de la excelente The Smoke), la miniserie instala el conflicto a partir de la llegada de la joven Amy (Siena Kelly) al estudio para su primer día de rodaje, en el que reparte entusiasmo y admiración por el equipo, al mismo tiempo que pide consejos a Jolene para su entrada al nuevo mundo. “Mi novio te adora”, le grita entre risitas y ambas conversan sobre ambiciones y expectativas, sobre las carreras que se terminan a los 35 años, sobre los límites y las concesiones que deben hacerse para permanecer en la industria. “Era bailarina en una banda cover de las Spice Girls. Me tocó hacer de Scary pero yo siempre me vi como Baby. ¿No te parece? Después me rompí el menisco así que tuve que dejar. Acá no voy a tener que arrodillarme, ¿no?”, relata velozmente mientras Jolene la mira de reojo. Es el extraño eco de sus comienzos, ahora reflejado en el espejo de un tiempo tan diferente. Y entonces Amy recibe la propuesta de reemplazar a una actriz experimentada, en una escena que incluye sexo anal, y queda algo aturdida. “Es su primer día”, le advierte Jolene al director y, mientras la lleva a un lugar apartado, le explica cómo son las cosas. “Todos van a entender si no querés hacerlo, pero si aceptás asegurate de conseguir la mejor paga posible. Porque acá es como en McDonalds, lo que entra en el menú ya no sale”.
A partir de allí, la historia recorre los efectos de esa decisión: las llamadas perdidas en el celular de Jolene, el errático comportamiento de Amy en los días siguientes, las intricadas maquinaciones del estudio para deslindar responsabilidades. Adult Material explora sin solemnidades y admoniciones los contraluces de una industria que revela en su crepúsculo la contracara del glamour que definió a la iconografía de su apogeo y a todos los relatos que se encargaron de evocarlo. Al enfrentarse a ese mundo del que es parte y sustancia, al subvertir las reglas tácitas que modelaban su personaje, Hayley asoma tras las vestiduras de Jolene, intentando recoger los retazos de su humanidad tras el quiebre de su creación, descubriendo la fragilidad de su poder ante las presiones de un entorno cada más lejano e impenetrable. Kirkwood asume con inteligencia las dualidades del porno para su propia representación: las tensiones entre el Carroll Quinn amigo y empresario, la hipocresía que debe enfrentar Hayley en la mirada social sobre su trabajo como Jolene, las fronteras difusas que definen la supervivencia de Amy entre la inocencia y la manipulación.
Adult Material se interna en un terreno en el que las cosas no son blancas o negras, sino una esquiva paleta de grises en la que todos los personajes intentan dilucidar cómo es el mundo que los rodea. Cuando vemos a Hayley trabajando en una cafetería descubrimos que la coacción y el consentimiento no quedan circunscriptos al mundo del porno sino que asoman allí donde estiremos el cuello. Todas las relaciones, la que ella mantiene con la abogada que primero fue su detractora, con su amigo cuya lealtad navega en el mismo mar de conveniencia, y con su propia familia, de la que fue sostén y luego es ignominia, se dirimen en un tablero espinoso, signado por poderes irrestrictos, ambiciones naturales y fortalezas impensadas. Hayley no quiere ser víctima ni victimaria pero tampoco acepta asimilarse a un ideario de cinismo y negación. Y Kirkwood delinea su camino con descarnada honestidad pero sin nunca perder el humor, a tientas entre lealtades perdidas y dignidades recobradas, sin el hallazgo de la definitiva receta del porvenir pero con el deseo persistente de seguir en su búsqueda.