El cinematógrafo tenía apenas cuatro años de vida cuando Georges Méliès, poco antes de dar un vuelco a su carrera y convertirse en el primer mago del cine, rodó y presentó al público el drama de corte realista L'affaire Dreyfus (1899). Ejemplo cabal del interés temprano del cine por los acontecimientos de la coyuntura local e internacional, ese film de poco más de diez minutos relataba, a lo largo de una docena de viñetas, los hechos que habían llevado a la detención, enjuiciamiento y condena a prisión de Alfred Dreyfus, militar de carrera acusado de espionaje y alta traición al Ejército Francés y a la patria toda. Estrenada un año después de la publicación del célebre texto de Émile Zola a favor de Dreyfus, la película causó una serie de disturbios en algunas de las exhibiciones, provocando la prohibición temporal de su explotación comercial por parte de la policía parisina. Un ejemplo, entre tantos otros, de la acalorada discusión pública entre defensores (los dreyfusards) y enemigos del teniente coronel de origen judío, cuya caída en desgracia y posterior reivindicación legal y mediática no hizo más que exponer en carne viva el antisemitismo rampante de la sociedad francesa, en particular dentro de sus organizaciones gubernamentales, las militares y las civiles. El cine y la televisión han abordado esa historia y sus pormenores en incontables ocasiones, y entre las más famosas no deben omitirse la encarnación de Paul Muni en La vida de Emilio Zola (1937), de William Dieterle, la versión en pantalla ancha ¡Yo acuso! (1958), dirigida y protagonizada por José Ferrer, y el telefilm Prisionero del honor (1991), del realizador británico Ken Russell y con Richard Dreyfuss en el papel de… Dreyfus. En ese sentido, J’accuse – El affaire Dreyfus, último largometraje del polaco Roman Polanski, que tendrá finalmente su estreno en salas de cine el jueves 19 de agosto, luego del inevitable retraso pandémico, es el último exponente de un extenso y rico linaje de relatos de ficción basados en hechos reales. Títulos que, más allá de su origen geográfico y especificidad histórica, siempre han resonado (y seguirán haciéndolo) con el timbre de la universalidad y la atemporalidad. Como ocurrió en su tiempo con el caso Dreyfus, el lanzamiento de la película de Polanski en el Festival de Venecia y su posterior estreno comercial en Francia no estuvieron exentos de polémica, aunque los ejes de esa discusión no descansaron en la trama o el estilo, sino en la vida pasada y presente de su creador.

A pesar de lo que podría suponerse, el protagonista de J’accuse no es Alfred Dreyfus, aunque su presencia en pantalla, cortesía de un Louis Garrel enflaquecido para la ocasión y demacrado por el maquillaje, establece varias marcas en el comienzo y el final de la proyección. El guion, escrito a cuatro manos por el propio Polanski y el escritor británico Richard Harris, está basado en una de las últimas novelas del autor de Patria y Pompeya. Aficionado a las ficciones históricas, con An Officer and a Spy, publicada en idioma inglés en 2013, Harris encaró la célebre historia siguiendo el punto de vista de un compañero de armas, el coronel Georges Picquart, quien en la novela, en el film y en la vida real dejó de ser uno de los investigadores de la filtración de información a los alemanes achacada a Dreyfus para transformarse en el principal defensor entre las sombras del condenado, trabajando durante un buen tiempo a espaldas de la institución a la que pertenecía. Harris y Polanski ya habían colaborado en la adaptación de El escritor oculto (2010), pero aquí debieron enfrentarse a uno de los affaires judiciales más famosos del mundo. ¿Cómo contar nuevamente una historia cuyos avatares, desenlace y resonancias son harto conocidas? Con el rostro del actor Jean Dujardin (El artista), Picquart recorre el edificio donde está a punto de instalar su oficina como nuevo responsable del Departamento de Inteligencia del gobierno, saludando a colaboradores y otros empleados de menor rango. Muy pronto descubrirá que los malos hábitos son duros de matar y que la burocracia enquistada en el lugar camina de la mano de otro concepto tácitamente aceptado: no hagan olas. ¿Para qué reavivar el tema Dreyfus, justo ahora que la cosa se ha finalmente calmado? Eso es lo que le dice –primero entre líneas, luego de manera frontal– uno de sus superiores en el Ejército. Deportado y recluido a perpetuidad en un recinto fortificado en la lejana Guyana Francesa, la voz del traidor ya no se escucha y sus abogados poco pueden hacer para instalar nuevamente los pedidos de revisión judicial. Es entonces cuando Picquart se topa con la investigación de un mayor del ejército también sospechado de espionaje, cuya letra manuscrita resulta sospechosamente similar a la de la carta utilizada años atrás para condenar a Dreyfus, con la ayuda de un grafólogo interpretado por Mathieu Amalric. La mente y las manos del protagonista se ponen en funcionamiento, sin advertir que la maquinaria de ocultamiento del statu quo también ha comenzado a mover sus pesados e implacables engranajes.

YO ACUSO, YO TAMBIÉN

“Yo no separo al hombre de la obra. La presencia de Polanski me resultó muy incómoda. Hice una pequeña investigación y vi que la víctima dio este caso por cerrado, no negando los hechos sino considerando que el señor Polanski había cumplido con lo que la familia y ella habían pedido. No puedo ponerme por encima de las cuestiones judiciales. Pero sí puedo solidarizarme con la víctima. No voy a asistir a la proyección de gala del señor Polanski porque yo represento a muchas mujeres que en Argentina luchan por cuestiones como esta, y no querría levantarme para aplaudir. De todas formas, me parece acertado que su película esté en el festival, que haya diálogo y se debatan estos asuntos”. Las palabras de Lucrecia Martel en la conferencia de apertura del 76° Festival Internacional de Cine de Venecia recorrieron el mundo. Y a pesar de que el jurado que le tocó presidir a la realizadora salteña le terminó otorgando a J’accuse el Gran Premio, segundo en importancia luego del León de Oro, la eterna discusión sobre la escisión entre autor y creación volvieron a ponerse de relieve. Como viene ocurriendo con Polanski desde que, en 1977, fue acusado de drogar y abusar sexualmente de Samantha Geimer, una adolescente de trece años, escapando de la justicia estadounidense un año más tarde para instalarse en Francia, su nuevo país adoptivo. Las declaraciones del director de Repulsión y El inquilino en ocasión del estreno comercial reavivaron el fuego, al intentar ligar la acusación hacia el inocente Dreyfus con su situación legal durante las últimas cuatro décadas y media. “Mi trabajo no es una terapia, pero reconozco que estoy familiarizado con muchos de los mecanismos del aparato de persecución que aparecen en la película, y es cierto que me han servido de inspiración”. Meses más tarde, la ceremonia de los premios César, los más importantes de la industria del cine francés, se transformaron en un nuevo campo de batalla simbólico cuando J’accuse terminó ganando el premio a Mejor Director. Tanto Céline Sciamma como Adèle Haenel, respectivamente la realizadora y la actriz protagónica de Retrato de una mujer en llamas, se levantaron de sus asientos con expresiones mucho más que airadas. Al día siguiente, la escritora y cineasta Virginie Despentes publicó en el diario Libération su propio “Yo acuso”, con las siguientes palabras dirigidas a la academia que entrega anualmente los premios: “No le tenemos ningún respeto a su mascarada de respetabilidad. Su mundo es asqueroso. Su amor por el más fuerte es mórbido. Su poder es un poder siniestro. Son una banda de sórdidos imbéciles. El mundo que han creado para gobernarlo es irrespirable. Se acabó. Nos levantamos. Nos rajamos de acá. A los gritos. Nos cagamos en ustedes”.

EL HÉROE ACCIDENTAL

J’accuse podrá no estar a la altura de las mejores películas del director de El bebé de Rosemary, Barrio chino y Perversa luna de hiel, por nombrar algunas de sus obras indispensables. Pero en su estructura clásica de thriller político, sostenida por actuaciones potentes y una reconstrucción de época que esquiva en gran medida el preciosismo vacío, el cineasta, que cumplirá 88 años dentro de diez días, ofrece un relato terso y tenso sobre los alcances de los prejuicios y el rol de los chivos expiatorios en las sociedades modernas. Es allí donde la culpabilidad de Polanski en el caso de la violación de Samantha Geimer –aceptada por el propio inculpado en 1978 y sostenida por sus abogados a lo largo de los años– pasa a un segundo plano ante el enjuiciamiento mediático y popular. Hace cuatro años, cuando comenzaron a circular noticias sobre una posible nueva detención y extradición del cineasta, la propia Geimer pidió ante la Corte Superior de los Ángeles que considerara “una solución a este caso sin encarcelar a un hombre de 83 años. No hablo en nombre de Roman, sino de la justicia. Le imploro que lo haga por mí, por piedad hacia mí”. 

En 2010, tres años antes del lanzamiento de su libro autobiográfico The Girl: A Life in the Shadow of Roman Polanski, la víctima publicó una carta pública en la cual retrataba a los fiscales del caso bajo una luz poco amable: “Los casos de celebridades no deberían ser usados por gente como ustedes, que buscan un poco de fama y promoción en sus carreras. Ni ustedes ni los que vinieron antes me protegieron nunca, me trataron con desprecio, usando un delito cometido contra mí para promover sus propias carreras”. Y allí, desde luego, se termina cualquier posible similitud entre el affaire Dreyfus y el affaire Polanski, quien en J’accuse presenta al militar mientras es degradado en público por sus pares, despojado del uniforme mientras el griterío de un grupo de civiles lo salpica con escarnios verbales. En una breve escena, el propio Georges Picquart hace gala de ese típico antisemitismo “cotidiano”, tantas veces descripto como inocuo, en una breve conversación entre colegas. Un ejemplo temprano del esfuerzo de Polanski/Harris por correrse de una construcción demasiado monolítica del héroe, aunque las fuerzas con las cuales deberá enfrentarse posean fuertes características en ese sentido. Es Picquart, el militar ejemplar y medido del ejército, el hombre que debe esconder su amorío con una mujer (interpretada por Emmanuelle Seigner, esposa de Polanski desde 1989 y usual actriz en sus películas) y que, en un primer momento, se debate entre la obediencia a la institución y el sentido del deber, quien termina siendo el principal proveedor e impulsor de la verdad ante el rostro inmutable de la intolerancia y la injusticia.