Yanina Gruden tenía más o menos ocho años cuando sus papás la mandaron a la Escuela Estética de Morón para que hiciera amigos nuevos porque, dice, le costaba bastante socializar. Después del colegio, dos veces por semana, se internaba hasta las siete de la tarde en el edificio en el que iba pasando del taller de artes plásticas al de literatura y del curso de música al de teatro. Fue por entonces, hace veinticinco años, que decidió ser actriz, como una forma de salvarse: “Yo medio que conecté con la vida a través de la ficción”, recuerda ahora y sonríe. Casi siempre que habla de teatro sonríe.
Concluido el trámite del secundario, se anotó en la universidad para estudiar Actuación pero a la par siguió formándose con profesores en diferentes talleres privados. En su búsqueda por encontrar lugares de pertenencia, dio con el Sportivo Teatral. El espacio de Ricardo Bartís fue cuna de algunos proyectos que significaron un antes y un después en su camino (Lima Japón Bonsai, de Mariano Tenconi Blanco, nació ahí mismo, por ejemplo) pero sobre todo forjó una forma de hacer y de entender el teatro porteño que la marcó con fibrón indeleble. Mientras su generación, la de los treinta y pocos, iba entronizando las actuaciones cada vez más naturalistas y despojadas de una teatralidad fuerte, Yanina fue encontrando su color actoral en interpretaciones intensas y generosas en recursos.
Ese espíritu siempre estuvo ahí, sobrevolando sus trabajos, pero en New York Mundo animal, su primer unipersonal, terminó de consolidarse como marca propia. En la obra, que puede verse los sábados en el “nuevo” Teatro del Pueblo –que a fines de 2019 se mudó de su histórica sede de Diagonal Norte al Abasto– Yanina interpreta cada sábado a una chica de los ochenta que, para decirlo de un modo un poco ramplón pero efectivo, está en plena búsqueda de su ser y de su libertad.
Con texto y dirección de Gilda Bona, New York Mundo animal permite ser leída en distintas claves. Puede que la que más nos tiente a las mujeres de esta época sea la posibilidad de una lectura feminista. La historia comienza con una lucha literal de “La Muchacha” –que en el mismo texto aparece mencionada así, sin nombre propio– con sus padres. Mamá y papá escondieron las valijas de la hija después de enterarse de sus planes de huida con un hombre quince años mayor, lo que desata una batalla campal con manotazos y corridas. La chica sueña, primero, con vivir su historia de amor prohibido y, segundo, con huir a Nueva York, para empezar a forjar un destino bajo las luces de la gran ciudad. El sueño americano, para ella, se completa con el ideal del amor romántico: sin un varón al lado parecería no haber paraíso.
Pero –siempre hay un pero– una vez que La Muchacha llega a la tierra prometida se da cuenta de que las cosas no se van a dar de la forma que su cabeza había tejido. Ni la ciudad se le brinda tan llena de luces ni el amor con César termina siendo un camino tan allanado. La Muchacha empieza a trabajar de taxi driver porque muy rápidamente se da cuenta de que los trabajos de servicios reservados a las mujeres son igual de esforzados pero pagan peor. Cada día, va a buscar el taxi a las 4 AM a una esquina llena de machos enardecidos con la latinita. Y para soportar el tedio y la tristeza empieza a comer compulsivamente –donas, primero; cualquier cosa que se le cruce en el camino, un poco después–, y se angustia más, obviamente, por estar engordando. Llegado este punto de la historia es donde empieza a abrirse en flor la otra clave de lectura interesante del texto: la del sueño primermundista fallido, y las fantasías que desde la periferia muchas veces nos armamos sobre la vida en “el Centro”.
El relato escénico está estructurado en dos grandes momentos que podrían funcionar perfectamente como dos obras cortas y autónomas: primero está el monólogo de la lucha con los padres e inmediatamente después, el que se construye en la gélida madrugada de Nueva York. Son dos momentos distintos para la protagonista y para el desarrollo de la historia, y pedían un trabajo corporal también muy diferente. Ahí fue, entonces, donde Yanina puso más el foco junto a la directora y a la entrenadora corporal, Cele Campos. “Ensayamos mucho desde y con el cuerpo, para que en la escena en la que me estoy matando a palos se me entendiera incluso aunque me estuviera moviendo como loca y para que después se me viera en el cuerpo el frío de Nueva York. Para que, en definitiva, haya algo de esa temperatura y del entorno que se manifiesten de formas distintas”, cuenta Yanina.
El enorme trabajo que despliega en la soledad del escenario se valora todavía más si se tiene en cuenta un dato: inmediatamente antes de la función de New York, Yanina actúa en Tu amor será refugio, obra dirigida por Cristian Drut que, si bien nació como un proyecto independiente, por estos días puede verse en el Teatro San Martín. Su sábados de superacción, con dos funciones de obras distintas, son un factor de alegría para ella, después de un año de quietud casi absoluta, al menos en términos de proyectos escénicos. “El teatro independiente es el espacio de formación y de experimentación que tenemos los actores en Buenos Aires: creo que siempre tenemos que habitarlo y defenderlo. Es nuestro lugar de resistencia”, dice. De vuelta sonríe. Amén de lo que pase con estas dos obras, el año que viene habrá más proyectos independientes para ella: Yanina tiene planeado comenzar a ensayar una obra escrita por ella que dirigirá Katia Szechtman. Acompañada por Stephanie Petreski, Yanina será una cajera de supermercado en plenos años noventa, “antes de que todo explote por los aires”. Se imagina la primera obra de su autoría como un homenaje un poco kitsch a Sergio De Loof, al Parakultural, y a quienes hicieron que la escena porteña sea como es. Una suerte de agradecimiento al lugar al que ella, dice, le debe un poco la vida.
New York Mundo animal puede verse los sábados a las 21:30 en el Teatro del Pueblo (Lavalle 3636). Las funciones de Tu amor será refugio son los viernes, sábados y domingos a las 19:30 en el Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530).