La ofensiva de apropiación de un “capitalismo verde”, racista, patriarcal y colonial sobre la naturaleza, los territorios y los alimentos, expuso días atrás la socióloga Tica Moreno, integrante de la Marcha Mundial de las Mujeres y de Sempreviva Organización Feminista (SOF), profundizó las crisis territoriales en esta pandemia y aumentó los controles de un sistema alimentario sometido a las empresas transnacionales. En este proceso dominante, la agroecología surge como apuesta a una producción que pone en el centro la sostenibilidad de la vida. “No sólo haciendo eje en la interdependencia de las personas, como planteamos quienes trabajamos en la economía feminista o economía de los cuidados, sino también incorporando a la naturaleza como parte de aquello que hace posible la vida humana”, dijo la socióloga e investigadora docente Marisa Fournier en el encuentro “Feminismos y agroecología”, del Ciclo de Experiencias de la Diplomatura en Géneros, Políticas y Participación del Instituto del Conurbano (ICO), que dirige en la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Sobre esa base física hecha a fuerza de saberes ancestrales y resistencias, pudieron desandar y seguir tejiendo redes la agrónoma con maestría en agroecología y desarrollo rural Sheyla Saori, técnica de la SOF y parte de la Marcha Mundial de las Mujeres; Astrid Martínez, integrante de la Federación de Asociaciones de Centros Educativos Para la Producción Total (Facept) y de la Unión latinoamericana de técnicxs rurales y agrarios (Ultera), y Virginia Liponezky, referenta de la colectiva ecofeminista La Verdecita, de Santa Fe.
Muchas cosas valientes se dijeron en ese rondeo virtual y ecofeminista: que la comida no se puede seguir viendo como algo aislado para saciar, que es un hecho presente en el corazón de la organización social, que es urgente fortalecer la agroecología y reclamar cada pedazo de tierra para alcanzar la soberanía alimentaria, y que esto será posible cambiando las relaciones de dominación y expropiación de las mujeres, que representan el 80 por ciento de la mano de obra y son las primeras en advertir que está en juego el significado de eso que se llama alimentarse, cuando talla el modelo industrial. “Desde los feminismos populares encontramos en la agroecología muchos vasos comunicantes, uno de ellos es la celebración de la diversidad. Son experiencias donde género y lucha se unen para la construcción de un mundo más justo”, celebró Fournier. Sucede que cuando empieza a vislumbrarse quiénes desarrollan prácticas agroecológicas, se constata empíricamente que la mayoría son mujeres y diversidades. “Y es allí donde viene a enlazarse también el feminismo con la agroecología, porque le da una dimensión de reconocimiento del aporte que están haciendo aquelles que plantean la producción agroecológica, que resisten a la contaminación por el uso de pesticidas u otros productos agresivos para la vida. Es poner en valor todo esto que realizan, que va a contrapelo del modelo del agronegocio.” No se está hablando sólo de la huerta para el autoconsumo, sino de una forma de producir para vivir. “Ubica en el centro el cuidado del ambiente y el cuidado de la vida -remarcó-; disputa y discute la intervención genérica sobre las semillas, discute el uso de la fumigación indiscriminada, el envenenamiento de las aguas y de los animales, y los temas relacionados con el cambio climático.”
El machismo es un veneno
El último congreso en Brasil sobre agroecología feminista, robusteció el carácter superador de la división sexual del trabajo en el campo, enlazado a la consigna “Sin feminismo no hay agroecología”, imprescindible para el reconocimiento de las luchas de las defensoras de la naturaleza, pero también para la redistribución del poder y de la tierra. Ecofeministas y productoras agroecológicas de ese país hablan de la reforma agraria y de la construcción de otro tipo de saber, donde la experiencia ocupa un lugar central. Sheyla Saori trabaja con mujeres urbanas y rurales de la Red agroecológica de mujeres agricultoras del territorio de Valle de Ribeira, en San Pablo, organizadas en once grupos de diferentes comunidades, entre las que se cuentan las afrodescendientes quilombolas. “Producen alimentos sin agroquímicos y tienen una gestión compartida en la producción y en la comercialización”. Hasta que el ex presidente Michel Temer disolvió el Ministerio de Desarrollo Agrario, en 2016, SOF acompañó a esos grupos con capacitaciones. “Desde entonces seguimos debatiendo y hacemos reflexiones colectivas sobre los retos del territorio y el reconocimiento de las mujeres como agricultoras, con derechos de seguridad social. Muchas no tenían el documento que en Brasil registra la actividad agrícola para acceder a esos derechos, pero tampoco reconoce la agricultura de autoconsumo practicada por las mujeres, cuando sabemos que es la principal responsable del mantenimiento de la diversidad alimentaria, de la conservación de las especies vegetales y de las semillas y la diversidad territorial”, explicó Sheyla. Ese documento, además, está vinculado al acceso a la tierra. “La mujer debe demostrar que tiene la posesión o algún papel que pruebe su relación con esa tierra.”
El Valle de Ribeira es una gran extensión de bosque autóctono habitado por comunidades tradicionales, y un territorio históricamente explotado por la minería, antes el oro y hoy los minerales para la industria de la construcción. “Tiene muchos parques de conservación que presionan sobre los modos de vida de la población local, y que también la expulsa mediante la especulación de la tierra, las violencias y los agronegocios.” Los proyectos mineros e hidroeléctricos a gran escala amenazan la agroecología de las mujeres con la contaminación del agua, la depredación de los bienes comunes y la introducción de los monocultivos. “La vida cotidiana también se ha transformado con la llegada de proyectos socioambientales llevados a cabo por hombres de ong´s ecologistas que cercan zonas para su preservación, limitan el uso de los bosques, y quieren enseñar a cultivar bancos de semillas. Las lideresas quilombolas denuncian los proyectos de conservación cercadores, que limitan la libertad de circulación en los territorios.” El tránsito en el bosque de hijas, madres, abuelas y hermanas es un momento para cultivar, recoger semillas y preservar la biodiversidad. “El capitalismo se ha apropiado de la naturaleza de una manera distinta, hablando de servicios cuando se refiere a los ciclos naturales. En Brasil son comunes los pagos por servicios ambientales que traen falsas soluciones a los problemas del cambio climático. Es la idea del contaminador pagador, lo llamamos maquillaje verde de las empresas, pero la reproducción capitalista contaminante no cesa, mercantiliza la vida y ordena cómo deben vivir las personas en sus territorios. Esto amenaza cada vez más la autonomía de las mujeres y de las comunidades en general.”
Por soberanía alimentaria
Astrid Martínez sonrió con pudor, dijo que es “muy nuevita en esto” de acompañar y asistir a las familias agricultoras, y divulgar el trabajo que realiza desde la Facept, que nuclea escuelas secundarias rurales, las únicas en el país, conducidas por la comunidad, y que acompañan proyectos de desarrollo rural, y la Ultera, organización que brinda asistencia técnica y agraria en los territorios. Desde su experiencia como productora y agricultora familiar realiza el seguimiento de esas pequeñas comunidades y advierte que la Ley 26.727 de Trabajo Agrario, es una de las que menos se cumplen. “Encontrarnos con las mujeres rurales significa excusa e impulso para seguir, porque la agricultura familiar está basada en la agroecología y en la soberanía alimentaria de lxs pequeñxs productores.” Confió que “el clic” se le hizo tiempo atrás, después de participar en una jornada de la Cátedra de Soberanía Alimentaria de Miryam Gorban. “Ese día volví a casa y le dije a mi marido que no trabajara más en la fumigadora de agroquímicos. Dos meses después renunció y ahora es camionero. En la Cátedra se me abrieron los ojos -recordó-, porque él fue pulverizador de agroquímicos durante veinte años, y nuestra hija de 9 años tiene malformación genética en ambas manos. Nadie reconoce que el problema es por las sustancias químicas. Le hicimos todos los estudios habidos y por haber, y a la única conclusión que llegaron los médicos es que no se le desarrollaron las manos porque no tenía lugar en la panza, algo descabellado, que sé que no es así. En nuestro territorio tenemos muchxs niñxs con malformaciones por agrotóxicos, pero eso es muy difícil de probar.”
Arremete con el desarrollo de nuevos territorios y la integración de los que ya están, para sumar todos los espacios posibles y crear más redes de producción sustentable. “Tenemos que tratar de estar en los espacios de tomas de decisión para acompañar a otras que todavía no pueden hacerlo. Hasta hace pocos años era raro hablar de agroecología, hoy somos una red de productoras y productores del noroeste santafesino.” En esa expansión se inscriben las ferias de agricultura familiar, y lxs consumidorxs aprecian las canastas básicas con alimentos in natura. “La gente elige cada vez más consumir productos sanos. En una de las ferias donde participé, dos señoras nos pidieron verduras de hoja con los agujeritos que les hacen los pájaros al picotearlas, porque tenían cáncer y no podían consumir productos con agroquímicos. Siempre arranco esas hojas, para que la verdura que expongo no se vea dañada. Pero esos agujeritos maravillosos quieren decir que esas verduras no tienen agroquímicos.”
Contra todos los binarismos
Virginia Liponezky es heredera, amiga y cómplice de esas mujeres urbanas y feministas del colectivo La Verdecita, en Santa Fe, que luchan por derechos desde los setenta. En 2001 empezaron a ver que no había comida, ni su olor siquiera, tan solo el neoliberalismo y la sojización a gran escala. Hoy reúnen a familias productoras agroecológicas en el periurbano norte de la ciudad de Santa Fe. “Fue un proceso en el que pudimos darnos cuenta del binarismo que teníamos en la cabeza: campo-ciudad, razón-pasión, no sólo varón-mujer, y apareció el ecofeminismo, capaz de romper esas estructuras binarias, que son dicotómicas, y ponerlas en discusión. Pero resulta que una de las dicotomías siempre está por debajo, y eso nos demuestra como las mujeres somos también cuerpos y territorios en disputa. No dejarnos caminar por nuestros territorios fue una forma de fortalecimiento del capitalismo.”
La Verdecita se ubica en un Gran Santa Fe de mucha producción hortícola, que desaparece por el avance de la presión inmobiliaria. “Ninguna de las 35 familias que forma ese cordón es dueña de la tierra, a los dueños les conviene lotear”, lamentó. “La Argentina tiene una distribución irracional de la población, más del 80 por ciento urbana, no hay un gran campesinado. Es imprescindible traccionar al Estado para que existan estos territorios, si queremos que la soberanía alimentaria no sea solamente bandera, sino una realidad, y lograr que las poblaciones urbanas se organicen, se involucren e interpelen sobre qué se está consumiendo. Que puedan entender el consumo como un acto político y comunitario. Es una lucha transfronteriza.”
“Vivir y rendir de esto”, como lo refieren las activistas de La Verdecita, es muy precario si no existe regulación estatal. En Santa Fe se presentó un proyecto para periurbanes, que impide a los dueños de las tierras venderlas para otros proyectos que no sean agrarios. “Tuvimos un conflicto muy grande, echaron a seis familias”, mencionó Virginia, en un recuento de las violencias institucionales, que clausuran la posibilidad de poder pensar una ciudad restaurativa. “Y de pensar también que la agricultura es liquidez circulante en todo el mercado.”
Construir agroecología y feminismo como resistencia al modelo excluyente del sistema capitalista patriarcal, disputar el concepto de campo, visibilizar las luchas contra las fumigaciones con agrotóxicos, reinscribir la economía como parte de la vida, entender que somos cuerpo, cultura y naturaleza. Llaves contra las ofensivas persistentes. “Tenemos que darnos esta mística y esta cuestión de amorosidad. Por fortuna, hay muchos fueguitos y hormigueros en todos lados”, guiñó Virginia. “¡Es que las mujeres agricultoras nos enseñan mucho demostrando que somos parte de la naturaleza!, reconoció Sheyla. “La economía ecológica y feminista nos ha mostrado formas de seguir resistiendo, pero el capitalismo se empeña en organizar nuestras vidas: no importa, nosotras también encontramos las formas de engañarlo.”