Tal vez porque sus dos hijas mujeres ya estaban crecidas, la cuestión es que al tío Tilio le bastaba con dejarse ver debajo del emparrado espumoso, para que los chicos del pueblo empezaran a llegar, hasta completar los diez o doce.
Eso sucedía a media mañana, porque nunca le gustó madrugar. Su hermana, mi nonna Marina, lo consentía. Los labriegos y los comerciantes rabiaban entre dientes, porque creían que la misericordia de Dios debía velar por los madrugadores, o sea, por lo que ellos eran. En el caso de mi tío, los ojos del Señor estaban posados sobre lo que él hubiera querido ser.
¿Qué cosa? Tal vez un juglar, pero ya no era la Edad Media. ¿O arqueólogo, para descubrir la tumba de Tutankamón? Eso lo había hecho Howard Carter. ¿Astrónomo, ya que nos hablaba de la esfera armilar? Bueno, no se estudiaba esa disciplina en Morteros, provincia de Córdoba.
Con nosotros, a través de sus cuentos, podía ser juglar, arqueólogo, astrónomo y muchas otras cosas más. Pienso en esas cosas remotas, pero sé que el pasado nunca está en el lugar donde uno cree que lo dejó.
Cuando arreciaba el verano --bajo los racimos de uvas rubias y rosadas--, escuchábamos su voz opulenta relatarnos cosas que sólo él sabía. Nos hablaba de objetos que habían permanecido más de treinta siglos sepultos, como la máscara funeraria del faraón o un cáliz de loto. Nos describía las constelaciones de estrellas, que remoloneaban en diversas provincias celestes. Si para vivir se necesita un relato, él los tenía a montones.
Afortunadamente (para sí mismo), la tía Cornelia, su esposa, se dedicaba con abnegación a cuidarlo y, desde la cocina, lo amonestaba cuando algún alarido que exigía el clima de la narración rompía la placidez matutina.
Era la misma cocina en donde mi tío Tilio tenía un pequeño barril de madera, para guardar pasas ámbar y ciruelas. Una vez, mi madre metió la mano, y de improviso se encontró con una rata que estaba trepando por su brazo. Aquella mujer aplomada sintió hasta su muerte terror por esas bestias, que fue heredado por mi hermana. La memoria del pasado no tiene nada que ver con la voluntad, porque el recuerdo se desentiende del bien que ama y se empecina con el mal que odia.
El tío Tilio narraba deformaciones de lo que había vivido, y la alegría de los pibes que lo rodeaban era la devolución del costo que habría pagado. Era un hombre que sabía lo valiosa que es la alegría.
A algunas historias las recuerdo como si su voz --al decir camposanto-- hubiese quedado en mí con su atemorizadora amenaza. ¡Qué actor formidable! Es que no hay muchos intérpretes que hayan pasado por las ambiciones y los remordimientos de Macbeth. Él, sí. Ahora me viene a la cabeza el cuento de “La mujer melindrosa”. Lo contó por primera vez a mis cinco o seis años.
En una casa suntuosa vivía un matrimonio rodeado de criados, y tenían el hábito de cenar juntos. Él era afable y le encantaba comer y tomar vino. Ella, en cambio, era una mujer apática, con un rostro bello y pálido, enmarcado por la cabellera color ala de cuervo. Usaba vestidos largos de velarte opaco, con un polisón que le daba forma a la parte trasera, y de su cuello pendía un relicario en forma de corazón. La tapa superior de la joya estaba enriquecida con pan de oro y vermeil. ¡Son tantas las palabras que escuché por primera vez de su boca! Esfera armilar, loto, polisón, velarte, vermeil.
Al señor de la casa, los mucamos le servían platos abundantes y sucesivos; la copa siempre estaba llena. A ella, apenas unos vegetales desabridos. Él festejaba las opíparas cenas (yo creía que quería decir “humeantes”), mientras que ella comía “...un grano de arroz, se aflojaba la cinta que le ceñía la cintura y se declaraba saciada”.
Cuando llegaban al dormitorio, el señor se dormía de inmediato y despertaba al día siguiente de excelente humor. Ella daba vueltas intranquilas por la habitación, sin quitarle los ojos de encima.
Con el tiempo, al alegre señor se le manifestó la curiosidad: ¿por qué su mujer comía tan poco, pero estaba siempre sana? Y como era un espíritu curioso quiso averiguarlo. Durante el día, no comía más que lo que él veía. Quedaba la noche, después de la cena.
En la primera ocasión, sucumbió bajo los efectos de la ingesta y del hábito. En la segunda, logró fingir que dormía, acechó, pero lo venció el sueño. Los relatos del tío Tilio siempre tenían una primera vez, una segunda y en la tercera --¡por fin!--, la verdad se revelaba.
Fue entonces cuando logró seguirla por los sitios baldíos de las afueras, hasta llegar al... camposanto. Trémulo, semioculto tras el murete que separaba las tumbas del camino principal, vio cómo ella caminaba hasta el lugar donde sepultaban a los niños.
Fue detrás como pudo, a tientas, atenazado por conjeturas. Cuando estuvo a veinte metros, enfocó la mirada. Su mujer, el perfil alzado hacia la luna, había arrancado del brazo regordete de un niño muerto un bocado que reducía a papilla con sus dientes.
--¡Esposa...! --clamó el pobre hombre, aterrado.
La mujer giró la cabeza con la velocidad de un áspid (para mí, el aspa de un molino), lo miró con ojos amarillos, y grito: “¡Auuuuuaaaaaaiiiiiiiiii!”. Luego se irguió y corrió hasta desvanecerse en el aire, sin haber soltado el bocado. Esos eran los momentos en que la tía Cornelia amonestaba al tío desde la cocina: “¡Tilio!” Es que, el alarido, francamente estremecía.
El esposo volvió tambaleándose hasta su casa. Subió a la habitación, y encontró la cama arreglada, con un detalle: el sitio de su mujer estaba preparado, como esperándola, y sobre la almohada brillaba el relicario, abierto. Desde adentro, se derramaban pequeños terrones de la tierra húmeda y menuda del cementerio.
--Y nunca más la volvió a verrrrrrr --culminaba el tío Tilio, transformando el sonido vibrante simple, en los dientes de una sierra.
¿Cuándo empezamos a pensar espontáneamente en un adjetivo para describir la soledad, el fracaso, la redención, el altruismo? ¿Por qué, cuando buscamos un lugar para ir y no tenemos dónde, ponemos lo que estamos pensando en consonantes y vocales? Quizás, empezamos sin darnos cuenta con el arpegio de las palabras desconocidas, con los pavores de un cuento infantil. Y escribimos porque los libros son, posiblemente, el único placer que logramos salvar ileso de la infancia.