Durante 25 días y 25 noches el domicilio simbólico de la educación pública se ubicó en el km 0 de la Argentina. En ese breve mes de abril, transitaron el aula y el patio de la Escuela Pública Itinerante cientos de miles de personas. Sonaron en sus parlantes incontables artistas populares. Jugaron en sus veredas pibes y pibas de todas las edades. Acercaron sus solidaridades y sus denuncias trabajadoras y trabajadores de los más diversos gremios. Tanto en días hábiles como feriados hubo clases públicas dentro y fuera del salón. El espacio escolar se convirtió en estudio de radio o en set de televisión para propalar el eco del reclamo educativo. Las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo trajeron el cariño perseverante de sus pañuelos, la lección nunca suficientemente repetida de que “la única lucha que se pierde es la que se abandona”.
¿Cuánta tinta se usó para estampar en remeras y guardapolvos las consignas en defensa de la Escuela Pública? ¿Cuántos cuentos se leyeron? ¿Cuántas manos se levantaron para preguntar al profesor sobre el final de la clase pública? La enumeración exhaustiva es improbable. Imposible el inventario acabado de los abrazos.
En mayo la Escuelita arranca a caminar. Necesariamente debía empezar desde el Congreso. Porque el reclamo, así de simple y de escandaloso, es al Gobierno nacional. Y es para que cumpla con las leyes vigentes.
Pero para entender la imagen de hoy, de la escuela nómade empezando su itinerario, de esta comunidad educativa rodante enfilando para las rutas argentinas, hay que remontarse un poco en el tiempo. En el cine se usa el británico flashback, en la literatura y el teatro, el griego analepsis. Alcanza con las diez letras sobre la pantalla que indiquen “Un año antes…”
A principios de 2016 las clases comenzaron en prácticamente todo el país después de un acuerdo paritario nacional que elevó el piso salarial en un 40 por ciento, prometió garantizar la continuidad de los programas socioeducativos, la entrega de netbooks y libros, la formación permanente nacional para los educadores y el aumento del Fondo Nacional de Incentivo Docente. La pregunta cae de madura. ¿Por qué en 2017 el Gobierno nacional decidió hacer lo contrario y creó este conflicto de manera alevosa y provocativa? Si bien la inflación de 2016 se ubicó lejos del 25 por ciento que prometieron los economistas del macrismo y superó la pauta salarial ubicada cerca de 35 puntos en promedio, esa “moderada” pérdida de poder adquisitivo no convencía a los funCEOnarios que habían prometido, no a sus votantes pero sí a los foros empresariales reducir drásticamente el “costo laboral argentino”. Es decir, que todos los que necesitamos de nuestro trabajo para vivir vivamos un poco o mucho peor. La reducción del salario real debía ser tan fuerte como el endeudamiento externo que iniciaba un nuevo ciclo y la apertura de las importaciones que castigaba al trabajo nacional. No habría “shock” de confianza sin “shock” al bolsillo.
Para esto era necesario, no sólo castigar salarialmente a un sector de los trabajadores organizados, sino fundamentalmente hacer que se note. Que el ejemplo inculque el miedo. Inventar un conflicto para ganarlo no es ningún invento. Está en el manual de los gobiernos neoliberales. Lo hizo Reagan con los controladores aéreos en 1981. Thatcher con los mineros en 1984. Unos y otros eran empleados estatales con lo cual la patronal ocupaba los dos lados del mostrador institucional. En ambos casos hubo una provocación del gobierno. Thatcher no sólo anunció el cierre de 20 pozos mineros sino que adelantó que el plan consistía en cerrar 70 minas más. Reagan, al segundo día de huelga, dio por despedidos al 70% de los controladores aéreos de su país y abrió listados para reemplazarlos. Se anotaron 4500 “voluntarios”. Un relativo éxito que envalentonó 36 años más tarde a ciertos funcionarios bonaerenses. Además, la Justicia federal de Estados Unidos aplicó millonarias sanciones contra el sindicato de los controladores, presidido por Robert Poli, y también se bloquearon los fondos previstos para prolongar la huelga.
Los medios de comunicación británicos calificaron la huelga de mineros como la “huelga de Scargill”, en alusión a Arthur Scargill, el líder del principal sindicato del sector. Y la reina dijo que la huelga era “de un solo hombre”, a quien acusaban de realizar el paro por motivaciones políticas. “Que diga a qué partido pertenece” le faltó decir a la Dama de Hierro. A Scargill lo acusaban de ser laborista y con ideas comunistas. “Baradel quería su propia carpa y lo sacó la policía” tituló el principal grupo mediático del gobierno de Cambiemos para justificar la represión a los docentes el día de instalación de la Escuela Itinerante. Margaret Thatcher se preocupó repentinamente por la democracia interna del sindicato mayoritario de los mineros ingleses y cuestionó sus métodos de tomas de decisiones. Clarín, La Nación y América TV iniciaron una insólita e inédita campaña de instalación de la lista opositora en la interna del SUTEBA, el mayor sindicato docente del país.
El apabullante rosario de coincidencias no sólo evidencia la falta de originalidad del neoliberalismo local. También transparenta cuáles son los fines que persigue el gobierno de Macri al elegir esta batalla y estos enemigos, al convertir deliberadamente en una guerra una discusión paritaria que tenía, precisamente, “todas las de ley”. Todos esos ataques resistimos los docentes en estos escasos meses de 2017.
Pero ese libreto, escrito décadas atrás, en la génesis de los neoliberalismos de los países centrales, comenzó a borronearse en la noche lluviosa del domingo 9 abril. Algo falló. Algo se empantanó en el mismo barro de los call center que no pudieron instalar más que por unas horas el trending topic de los voluntarios. Entonces, los apuros de los jefes de edición por cambiar los sustantivos fueron en vano. Desalojo por represión. Pero no pudieron desalojarla por completo, quedó en la calle, a la vista de todos.
Algo falló. Esa noche algún docente debía excederse en la impotencia de ser apaleado por ejercer el derecho a protesta que dice la Constitución. Si era grandote y con barba, mejor. Debía empujar a un policía. Arrojar una tiza. Algo que permitiera echar a rodar por las tapas de los diarios la imagen que justifique el golpe final.
Pero no. La perseverancia y la palabra, dos herramientas que conocemos los que trabajamos mucho con ellas hicieron que a la lluvia de los palos, 48 horas después, la suceda el sol de los abrazos. Se levantó la Escuela Itinerante. La derrota relámpago de los manuales neoliberales que tenía que ser ejemplo para el resto de los trabajadores se convirtió en el centro de escena para la solidaridad colectiva. Tomando la enseñanza de lo ocurrido más de tres décadas atrás en el hemisferio norte, la Escuela Itinerante logró, como la Carpa Blanca en los ‘90, contrarrestar el aislamiento planificado con el apoyo masivo de la comunidad. Cuando se izó la bandera en la puerta de la Escuelita no sólo se mantuvo en pie el reclamo educativo. También se consolidó la vigencia del derecho a reclamar ante las autoridades. Ganó la democracia.
El repudio masivo a los sindicalistas craneado en las usinas del marketing terminó en un abrazo interminable de las familias a la Escuela Pública.
Es verdad, aún no se logró que se convoque a la Paritaria Nacional Docente. No sabemos si este gobierno se decidirá por cumplir la Ley o elegirá permanecer en la ilegalidad. Pero sabemos que no pudieron ponernos de rodillas, que el guión de los maestros derrotados y sin luchar que imaginaban para este mes de mayo no pudo ser puesto en acto. Hay luchas en la vida de los pueblos que no se definen en un sólo episodio, son de largo aliento. La medida de su éxito no se reduce a un acta, un decreto, una ley, sino que está su capacidad histórica de encaminar las futuras batallas. Por eso la Escuela Itinerante, y con ella la lucha por el derecho social a la educación, no se detiene, está en marcha. Ya recorre los caminos de la Patria. En mayo su bandera se izará en las plazas del país. En junio pintaremos las calles de celeste y blanco para confluir en la segunda Marcha Federal por el trabajo, la salud, la educación y la cultura.
* Secretarios General y de Comunicación de UTE, respectivamente.