Es viernes 5 de diciembre de 2020. Hace poco más de una semana que murió Diego Maradona. Me contacto con César Pérez. Ahora es el propietario de la primera casa que tuvo Diego Maradona en Capital Federal. Es la que le dio Argentinos Juniors en 1978 como parte de pago. En 2008 la compró su padre, Alberto, dirigente de aquellos tiempos y que figura como referente del club en la firma del contrato. Cuando se fue Diego de ahí, a fines de 1980, vendió la casa a una familia de apellido Almeida que a su vez la vendió a otra, Grajales, que instaló una fábrica de carteras. La casa, grande y antigua, estaba bastante dañada cuando los Pérez la adquirieron.
Ahora no sólo es un museo a días de reabrir al público, sino un santuario. Flores, botellones plásticos sin pico, plegarias en papeles, figuras de santos, fotos de fanáticos con sus familias y del propio Diego, alguna camiseta y una bandera conmueven desde el escalón anterior a la puerta. Una lata de cerveza Quilmes. Una botella de vino. Un porro tirado. Parece un lugar de veneración. Podría ser para el Gauchito Gil o la Difunta Correa. O hasta para Rodrigo, el cantante fallecido en un accidente en el año 2000, cuando estaba en lo mejor de su popularidad y se había hecho amigo de Diego. Pero no: es por Maradona. Alguien pegó un escudito de All Boys, rival barrial de Argentinos. “Gracias por tanto, Diego. Hasta siempre”, escribió a mano otro sobre un papel blanco. Una familia le escribió que lo iban a extrañar. Hay un dibujito que parece hecho por un chico en el que se ve a Maradona con la camiseta de Boca. “Gracias por estar junto al pueblo”, se lee también.
“En esta casa vivió Diego Armando Maradona”, dice la placa que colocó la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires en octubre de 2016, a cuarenta años de su debut en Primera.
César Pérez está a cargo de la propiedad y me invita a recorrerla. Estacionados frente a la casa, y es lo primero que me muestra, hay dos autos viejos. Un Fiat 125 rojizo, desgastado, y un Ford Taunus de los 80. Son las réplicas de los autos que tuvo Maradona cuando vivía ahí. Dos personas, una de ellas con un tatuaje de Marcelo Gallardo, el director técnico y emblema de River, los están arreglando. “Son hinchas de River pero se ofrecieron a restaurarlos porque aman a Diego”, me dice César. La idea de los hinchas de River era llevarse los coches a su taller para trabajarlos mejor. Pero acordaron hacer todo en el lugar para no dañarlos al moverlos. No tienen motor y sólo sirven de réplica.
Me siento en los años 70 y 80. No sé si es bueno. Pero si está Maradona, no será un recorrido tranquilo. La casa-museo está ambientada como cuando vivían los Maradona. Después de otros escalones, a la izquierda está el enorme living comedor que funciona como la primera estación de esta máquina del tiempo. Los muebles son de época. Sillón, radiograbador, televisor blanco y negro grande, fotos familiares, un tocadiscos, una mesa ratona y detrás una mesa enorme con sillas. Hay cuadros y recortes alusivos a Diego. No falta el ciclomotor Zanella tan canchero de entonces. “Cada cosa que ves acá la fuímos comprando con mi viejo imitando lo que tenía Diego en esa época”, me explica César, ex futbolista del Club Parque e hincha de Argentinos.
En el hall, nos recibe un Maradona enorme y lleno de rulos. Obvio, no le falta la pelota. Es una estatua que tiempo atrás descubrió Jorge Mario Olguín, campeón del mundo del 78 y símbolo como jugador y técnico de Argentinos Juniors. En otro mueble hay una tapa de El Gráfico con Diego y la camiseta blanca suplente de Argentinos y otra edición en la que comparte portada con Beckenbauer. Aquel fue un encuentro memorable gestionado por el periodista Guillermo Blanco, quien se transformaría en su jefe de prensa en los tiempos de Barcelona. “Maradona y los millones de dólares”, invita a leer la revista Gente desde otra tapa en la que también está Diego, pero con la roja de Argentinos.
Este Diego retro le debe una gran parte de su existencia a la artista plástica Liliana Rosa Dursi. Es la madre de César y falleció en 2014. “Me hubiera gustado mucho que ella vea cómo quedó la casa”, lamenta César en la recorrida. Dursi fue parte de un grupo de artistas vecinos encargados de pintar murales por el barrio. Desde el actor Héctor Carella al Bichi Borghi, pasando por Francis Cornejo y unos cuantos de Maradona, el emblema barrial. Ella fue la coordinadora del Mural Homenaje a los 100 años de A.A.A.J. y al barrio, en San Blas y Boyacá.
“Todo esto nos atraviesa familiarmente”, dice César mientras me invita a firmar el libro de visitas. Al fondo de la enorme planta baja hay un sector que impresiona: en la cocina, que parece aún más detenida en el tiempo que el resto de la casa, hay una mesa a la que está sentado Diego junto a sus padres. de tamaño natural, son obras artísticas que de tan logradas causan impresión: atravieso la puerta y los veo, sonrientes, como en la suya. Ni me prestan atención. Conversan como si yo no existiera. Es imposible no sentir que están vivos. ¿Qué sentirá cada uno de los visitantes ante ese instante de pasado que da un cachetazo? ¡Diego está vivo!, asalta la sensación. Lleva puesta una vieja remera de Argentinos con una franja blanca. Está firmada por Los Cebollitas. Sus padres lo miran. Es lo más parecido a esa imagen tan difundida en las redes sociales cuando murió Diego en la que se lo ve llegando al cielo recibido por ellos. Si van, atájanse antes de asomar las narices en la cocina.
Desde una de las paredes, la foto sepia de la familia custodia la escena. La mesa es blanca, las sillas son negras. Hay una cafetera de tecnología ochentosa. Mesada de mármol. Hasta no hace mucho, cuando no estaban las réplicas de Diego y sus padres, los visitantes se sentaban a intentar sentir vaya uno a saber qué. Pero se sentaban. Ahora eso se complica: sería como interrumpir un momento familiar. Mejor mirar desde afuera. Más educado, parece. “Trato de no venir de noche”, dice César.
El baño es una de las reliquias que más tienta a los visitantes, sonríe César. Tiene una cinta para que sólo pueda verse desde afuera. César cuenta que suele darse el fenómeno de que la gente quiera sentarse en el inodoro. Por eso impidieron el ingreso a ese espacio tan íntimo de paredes rosadas, tan de los setenta. La decisión de cerrarlo al público la tomaron desde que un fanático napolitano se alejó de un grupo de visitantes y fue encontrado -literalmente- sentado sobre el inodoro, solo y maditabundo. Eso sí, con los pantalones puestos.
* Fragmentos del libro Mi Diego, de Alejandro Duchini, ed. Lince, Barcelona, 2021.