Martin Eden
(Italia/Francia/Alemania, 2019)
Dirección: Pietro Marcello.
Guión: Maurizio Braucci y Pietro Marcello, a partir de la novela de Jack London.
Fotografía: Alessandro Abate, Francesco Di Giacomo.
Música: Paolo Marzocchi, Marco Messina, Sacha Ricci.
Montaje: Fabrizio Federico, Aline Hervé.
Intérpretes: Luca Marinelli, Jessica Cressy, Vincenzo Nemolato, Marco Leonardi, Denise Sardisco, Carmen Pommella, Carlo Cecchi.
Duración: 129 minutos.
Distribuidora: Zeta Films.
Sala: Cines Del Centro.
8 (ocho) puntos
Basada libremente en la novela de Jack London, el italiano Pietro Marcello ofrece en Martin Eden una semblanza de aspectos que miran al pasado reciente y proyectan molestias actuales. Martin Eden vaga libre, con las aguas como fronteras por franquear y el mundo como horizonte. De su padre y su madre poco se sabe. Como si hubiese nacido libre de mandatos. Pero no todo es tan así. Ya el inicio presagia algo diferente, en su voz algo caída, con palabras que intentarán decir o explicar lo vivido. Martin Eden inicia así su confesión de vida, en un recorrido que lo llevará, de modo inevitable, a la angustia del presente. Un diario de viaje y amor, entre luchas políticas, libros y periodismo, de un andamiaje que hermana al personaje de London con seres de tinta y narrativas similares, acunados por otros como Conrad o Pratt.
Es decir, la angustia de Eden bien podría ser la de Corto Maltés. Éste, aventurero de puertos interminables, guarda siempre una nota íntima que lo detiene mientras lo impulsa, y tal vez lo hiera. En este lugar es donde cae y se abruma el protagonista del film italiano –interpretado espléndidamente por Luca Marinelli–, una vez que se enamore de Elena (Jessica Cressy) y de los libros. De clases sociales diferentes, Eden llega a la morada de su amada como si fuese al castillo de un cuento de hadas. El lujo burgués reverbera en los ojos del pobre marinero, acostumbrado a las fatigas del cuerpo. Pero en verdad todo se cifra en Elena, es en ella en quien él entrevé un mundo diferente, al que desea arribar.
Envuelta de libros, Elena seduce en la lectura a su enamorado, y así comienza el raíd de Martin Eden, enfrascado ahora en una hilera literaria que crece desmesurada, de ejemplares obtenidos por poco dinero en un local de saldos, entre muebles viejos y artículos desvencijados. La aventura que emprende lo lleva, inevitable, al destino ansiado: ser escritor. Es tan fuerte su impulso como la manera con la que teclea la máquina de escribir. Cuentos y poemas que esperan ser reconocidos, mientras cartas incontables son enviadas –y rebotadas– para la publicación. En el camino, el amor de Elena relumbra de a poco y las puertas del palacio encantado parecen recibirle.
Pero lo que también sucede es el despertar hacia otras cuestiones, en donde la fuerza del socialismo estalla en las calles. Eden, en cambio, prefiere el individualismo del filósofo Herbert Spencer. “Parece que Spencer ejerce un influjo raro en los jóvenes”, exclama la madre de Elena; luego de una virulenta discusión que le hará finalmente comprender a Eden que la diferencia de clases lo sitúa y situará en el mismo lugar de siempre. Visto de soslayo, repelido y celebrado como una rareza salvaje, Martin Eden despreciará por fin a la burguesía que lo había hechizado. Pero también lo hace con el socialismo, mientras se empecina en una trayectoria que lo sitúa de manera cada vez más solitaria, sea en relación a los demás pero también consigo mismo.
El film de Pietro Marcello supera los 120 minutos y encuentra su equilibrio simétrico en la precisa mitad de la duración. Un quiebre. Entre un primer y largo episodio que narra las vicisitudes del escritor primerizo, y otro posterior, situado bastante después en el tiempo, cuando el logro está cumplido y el dinero sobra. Entre una y otra instancia, como si se trata de dos vidas en una, Eden bascula, sin poder estar cómodo en ninguna, pero con la atención puesta en agradecer a quienes le ayudaron y en no caer en las redes de quienes lo engañaron. De todas maneras, el desajuste es muy fuerte, y la pasión que movía los dedos sobre el teclado ahora languidece en palabreríos de presentaciones donde, otra vez, lo miran y escuchan como a algo curioso. El horizonte del mar ya está lejano, encerrado como está ahora en una agenda de compromisos, las obligaciones de una pareja formal, y una mansión provista de todo lo necesario. ¿Entonces? Queda la palabra, a ver si allí todavía anida algo.
Martin Eden es una película las más de las veces atenta a los planos cerrados, cercanos, en donde su personaje luce magnífico pero también inestable. Sin olvidar que se trata de un relato personal, realizado como testimonio de una vida, la película articula situaciones diferentes, sin aparente ilación argumental, como recuerdos que destellan. En estos momentos, el film adquiere texturas distintas, y al hacerlo habla del mismo cine. Porque Martin Eden está filmada en celuloide, en Super 16 mm, y de este modo apela a un concepto de imagen que inevitablemente choca con el actual, mientras recuerda algo que era conocido y ahora difiere: el cine, o quizás el socialismo.
De manera admirable, la película de Marcello plasma un fresco variado, en donde las referencias temporales suelen ser un tanto imprecisas pero sin embargo funcionan. Es decir, se trata del siglo pasado –justamente, el siglo del cine–, y esto está claro, pero sin embargo hay momentos donde, por ejemplo, las décadas aludidas no se condicen con los vehículos que transitan las calles. Como si el ejercicio del recuerdo hiciera simbiosis, síntesis, entre todo lo vivido y ofreciera, así, este resultado.
En última instancia, lo que queda es el tesón de alguien que supo vislumbrar aciertos pero también tuvo equívocos. Tal vez el viejo periodista –que interpreta Carlo Cecchi– haya sido su mejor ángel guardián, capaz de enrostrarle a Eden sus verdades sin temor, mientras el siglo termina y las guerras persisten. En tanto, el misterio del paraíso que “eden” significa, sigue lejano.