Cada vez hay mas dinero puesto en juego en el negocio del fútbol mundial. Cada vez está mas concentrada la riqueza en unos pocos. Cada vez es más obscena la exposición de poder. Pero curiosamente, no todo es plata allá arriba. También queda espacio para el sentimiento. Y lo demuestran las lágrimas amargas pero sinceras que Lionel Messi derramó el domingo durante su conferencia de prensa de despedida del Barcelona.
El supercrack rosarino lloró porque debe irse de donde quería quedarse: de la ciudad y del equipo donde se hizo hombre, astro y leyenda. Lloró de verdad, lloró porque lo sentía así. Lloró a cara limpia y no le importó que lo viera el mundo entero. Lloró porque siendo la máxima expresión del fútbol de elite, sigue vibrando dentro de él un sentido de pertenencia cada vez más dificil encontrar en un ambiente donde los jugadores y los capitales van y vienen y nada es de nadie por un tiempo largo. Todo está en movimiento continuo. Todos especulan con el próximo pase y la próxima operación.
Messi lloró y no debió haber llorado. En su mansión de Castelldefels en Barcelona, repasa y analiza contratos mucho mejores del que se aprestaba a firmar con su ex club. Contratos que lo harán mucho más rico de lo que ya es, pero no más feliz de lo que también ya es. Messi quería quedarse en Barcelona. Y acaso por eso, también haya llorado de rabia e impotencia. Porque no le alcanzó su voluntad para lograrlo. Su deseo fue menos vehemente que las razones que, en este juego de poder y de millones, esgrimieron personajes de la talla de Joan Laporta, el presidente de la institución, y Javier Tebas, el titular de la Liga española, para dar por cerrado uno de los ciclos más extraordinarios que un futbolista haya tenido en un club a lo largo de la historia.
El deseo de Messi volvió a ser menos convincente que el poder de los grandes capos que entienden mucho más de números que de emociones. Le pasó en 2020 cuando mandó el burofax para dar concluida su relación con Barcelona y debió quedarse porque el presidente Josep María Bartomeu se lo impuso. Y vuelve a pasarle ahora en el sentido inverso. Quiso quedarse pero debe irse. Ni siquiera su condición de astro máximo del fútbol lo colocó a reparo de los tejes y manejes de los grandes intereses que parecen hacer y deshacer a su gusto. Si Messi, con todo lo que mueve con sólo nombrarlo, terminó siendo una pieza más de un juego que se juega en las oficinas alfombradas del poder, de ahí para abajo nadie es nadie y cualquiera en cualquier momento puede quedar sometido a los arbitrios de los ejecutivos que parecen haber llegado al fútbol para quedarse con él.
Las lágrimas de Messi empaparon de legítimo sentimiento una cruda disputa de negocios. Pero no alcanzaron para enternecer los corazones duros de Laporta, Tebas y su cohorte de profesionales. La plata no es todo. Pero aun así es suficiente para obligar a uno de los mejores jugadores de todos los tiempos a hacer lo que no quería hacer. Porque su deseo es ley sólo en las canchas, no en las fríos despachos de los que mandan.