El mundo vive una catástrofe.
La pandemia ha dejado al descubierto la profunda desigualdad de nuestras sociedades. Un virus imperceptible al ojo humano fue capaz de transformar la vida de millones de personas y las economías del planeta. Comenzaron a ocurrir cosas que parecían impensadas en ese capitalismo solidificado que existía antes del surgimiento del COVID-19.
Con la crisis de Lehman Brothers creímos que el capitalismo se iba a revisar, generando un cambio que finalmente no ocurrió. Aquella crisis sirvió básicamente para mejorar algunos controles sobre los bancos, aunque no para cambiar prácticas de un sistema donde lo más importante era la especulación y lo menos importante la productividad. El mundo había entrado en recesión. Pero el capitalismo no revisaba su verdadero cáncer: el modo en que la especulación financiera movía la economía mundial. Cuando en las empresas se volvió más importante el responsable financiero que el responsable de producción, el capitalismo perdió todo sentido ético y toda valoración social.
La pandemia puso al descubierto la desigualdad entre un mundo central opulento y un mundo pobre absolutamente marginado. En este contexto, quienes pertenecemos al campo progresista enfrentamos el desafío de preservar los valores que queremos para nuestro tiempo, para las sociedades en que vivimos. Esa es nuestra principal batalla.
Algunos sectores del progresismo acaban identificándose con la lógica capitalista más cruel, y piensan que lo que todos los progresistas debemos hacer es atemperar un poquito la desigualdad del capitalismo. Y en verdad, lo que tiene que hacer el progresismo es domesticar al capitalismo, para que el capitalismo sirva a la sociedad. No se trata de ver el modo en que se convive con el capitalismo, sino de ver el modo en que el capitalismo le sirve a la sociedad.
Si el capitalismo enriquece a unos pocos y maltrata a millones, no es un buen sistema. Hacer frente a este dilema es lo que yo creo que debo hacer en Argentina y lo que deben hacer los gobiernos progresistas en una coyuntura como la que vivimos. El capitalismo está en una enorme crisis. ¿Quién iba a pensar, en el 2008, que el Tesoro de los Estados Unidos iba a poner miles de millones de dólares para salvar a General Motors, Ford, Citibank o al Bank of America? De repente, ese Estado, que todo lo miraba de afuera y que sólo actuaba como árbitro cuando hacía falta, se metió y se embarró del peor modo para salvar a las naves insignias del capitalismo norteamericano.
¿Quién iba a pensar que Lufthansa iba a necesitar los recursos del Tesoro alemán para poder sobrevivir como empresa de aeronavegación? En Francia, para que sobreviva Air France, el gobierno francés tuvo que poner ingentes recursos para salvarla de la quiebra. ¿Quién iba a pensar que Estados Unidos iba a emitir tal cantidad de dólares para mantener en funcionamiento una economía con un déficit fiscal enorme, pero volcando recursos para que la gente no se caiga del mapa? ¿Quién iba a pensar que lo mismo iba a hacer la Unión Europea, que emitió y repartió euros dejando en un segundo plano su cláusula fiscal?
El capitalismo, tal como lo conocimos, ha fracasado. La idea de que el Estado puede estar ausente ha fracasado. Se requiere que el Estado esté permanentemente presente, equilibrando las situaciones que el propio capitalismo genera. La idea de que el capitalismo derrama y enriquece finalmente a los más pobres, es falsa. Lo que ha quedado demostrado es que el capitalismo, y el capitalismo financiero más que ninguno, acumula y acumula y no reparte ni distribuye. El ingreso mundial está cada vez más concentrado en menos manos y la pobreza se expande entre millones y millones de personas.
América Latina, pandemia y progresismo
Nosotros somos parte de América Latina, que es el continente más desigual del mundo. No podemos darnos el derecho de mirar lo que está ocurriendo y no reaccionar. Tenemos que llevar adelante un enorme trabajo de docencia para explicarle a la sociedad que esos cantos de sirena que la derecha ha puesto a sonar en todas las latitudes del mundo nos conducen al abismo. Cuando la derecha gobierna la desigualdad crece, la violencia aumenta y nada mejora. Los únicos que mejoran son ellos porque la riqueza y el poder se concentran.
El dilema que enfrentamos como progresistas es civilizarse o reaccionar. La solución es reaccionar, porque la civilización lo que demuestra es esta decadencia que vivimos, en un mundo donde el 10% de los países concentran el 90% de las vacunas disponibles. Esa es la decadencia de este tiempo. Se acumulan vacunas, mientras ven morir a gente sin importarles.
Yo soy católico, aunque no muy practicante, debo reconocerlo. Tengo una enorme admiración y respeto por la prédica del Papa Francisco, quien ha asumido un compromiso con los pueblos más postergados como hacía mucho tiempo la Iglesia no tomaba. Francisco dice muchas verdades cuando denuncia la desigualdad que vive el mundo. Una de ellas es que “nadie se salva solo”, que nadie está exento de todos los problemas que el mundo enfrenta. Por lo tanto, la mejor fortaleza que podemos tener es estar unidos, hacer docencia con nuestra gente y decirle que los cantos de sirena de la derecha no son soluciones, son simplemente espejos de colores, y que las verdaderas soluciones están en nuestras manos.
Las soluciones van a llegar el día en que igualemos las condiciones y las oportunidades en todas nuestras sociedades.
Yo tengo la obsesión de que América Latina trabaje unida. Si nosotros articulásemos políticas en conjunto, todo sería más fácil. Cuando con México hicimos el acuerdo para que AstraZeneca produzca en Argentina el principio activo de la vacuna y México lo envase y distribuya, pensé en América Latina y pensé en darle a algunos países latinoamericanos las vacunas que no tenían. Días atrás hablé con el presidente de Cuba, el ingeniero Miguel Díaz-Canel, y me interioricé por el desarrollo de la vacuna Soberana. Deberíamos hacer el esfuerzo de ayudar a Cuba, que padece el eterno bloqueo, para que termine de producir su vacuna. Un esfuerzo en el que quisiera involucrarme como país: ayudar a Cuba a realizar esa conquista que tanto podría servir para socorrer a otros países latinoamericanos.
Vivimos un tiempo ingrato. Lo he dicho en todas las reuniones del G20 que hemos tenido. Para mi asombro, ni siquiera la pandemia los anima a frenar los bloqueos. En América Latina tenemos dos bloqueos que padecen dos naciones hermanas, dos pueblos hermanos. Dos bloqueos imperdonables ética y humanitariamente, pero en los que muchos países latinoamericanos no solamente no ayudaron a terminarlos, sino que se sumaron a que sean todavía más severos. La salida de la Argentina del Grupo de Lima tuvo que ver con eso. Nosotros no estamos para castigar a ningún pueblo en medio de la pandemia.
América Latina tiene que volver a revivir lo que fue esa década dorada del progresismo, cuando tuvimos a Lula y Dilma en Brasil, a Néstor y Cristina en Argentina, Michelle Bachelet en Chile, Pepe Mujica en Uruguay, Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y Evo en Bolivia. La unidad latinoamericana no es algo que deba simplemente declamarse. Debe realizarse, porque es lo que más nos conviene. Tenemos que aprovechar la oportunidad de unirnos. Hay demasiadas razones que demuestran que nos conviene estar unidos. Ojalá lo entendamos.
Lawfare, justicia y política
En la historia de la democracia reciente existe un conflicto difícil de resolver: el vínculo entre el poder político y el poder judicial. Siempre hay allí un grado de tensión muy seria, muy grande, que la democracia debe resolver. Miremos sino lo que ocurre en la mayor democracia del mundo, Estados Unidos. Allí, el presidente Trump muy poco antes de terminar su mandato nombró a un miembro de la Suprema Corte, garantizándose una mayoría conservadora.
El debate sobre el vínculo entre el poder político y el poder judicial se da en todo el mundo. Un famoso penalista italiano, Francesco Carrara, solía decir que cuando la política entra en los tribunales, la justicia se escapa por la ventana. Esta es una gran definición que todos deberíamos recordar. Esa intromisión existió en todos los tiempos y esa tensión existió en todos los tiempos. Lo que nunca se había visto es la utilización de la justicia para la persecución política de los adversarios. Esto en América Latina ha pasado y hay tres ejemplos muy claros y que tienen un mismo hilo conductor: Rafael Correa en Ecuador, Lula en Brasil y Cristina en la Argentina.
Entre 2013 y 2016 en los tres países se instituyó un procedimiento legal muy poco usado en la legislación europea: la “ley del arrepentido” o, lo que en Brasil se llama, “delación premiada”.
Así, Lula terminó condenado porque le atribuyeron ser dueño de un departamento sin ningún documento que pruebe que eso fuera cierto. Solo porque un arrepentido, a cambio de que le reduzcan la pena, dijo: “yo escuché decir que ese departamento era para Lula”. Eso, sumado a las íntimas convicciones de un juez, llevaron a Lula a una condena.
Tengo una sincera y profunda admiración por Lula. Cuando fui jefe de gabinete de Néstor Kirchner, él era presidente. Creo que, en gran medida, la unidad latinoamericana se logró porque existió Lula, por su enorme poder como líder. Lula es el líder de todos nosotros, aunque nunca haya tratado de hacérnoslo sentir.
Fui a verlo cuando estuvo preso. Sabía de su inocencia. Por eso reclamé siempre por su libertad. En Brasil se acaba de dar un gesto de sanidad institucional muy grande. Cuando la sentencia contra Lula llegó al Superior Tribunal de Justicia, la confirmó. Pero, luego, cuando se conocieron las conversaciones entre los fiscales y el juez, cuando se puso en evidencia que lo que buscaban era impedir que Lula fuera candidato, ese mismo Tribunal anuló la sentencia, separó al juez y a los fiscales de la causa y se animó a revisar todo el proceso. Eso habla muy bien de la institucionalidad de Brasil, porque el sistema no se encerró en el error.
El tema es que no vuelva a repetirse.
Para que el estado de derecho funcione bien, la Justicia tiene que funcionar bien. Porque en una democracia, la Justicia es el último recurso que tiene el ciudadano para hacer valer sus derechos. Cuando el poder legislativo abusa, cuando el poder ejecutivo abusa, el que preserva los derechos de la gente es el poder judicial. Si el poder judicial está al servicio de la política, no va a preservar los derechos ciudadanos. Por eso es tan importante que entendamos la necesidad de tener una justicia independiente, con jueces probos y dignos.
He sido hijo de un juez, me crie entre jueces, en un tiempo donde ser juez en la Argentina era un galardón, un reconocimiento social enorme. Yo no era el hijo de “Carlos”, era el hijo del juez. En esa casa no vivía “una familia”, vivía la familia del juez. Eso se fue perdiendo. Con el tiempo, los jueces se hicieron protagonistas de la vida pública. Empezaron a ingresar en el juego mediático y todo criterio de justicia, poco a poco, se fue desvaneciendo. Nosotros debemos recuperar todo eso, por el bien de nuestras democracias.
Para que nadie entienda mal, digo esto, sabiendo que, en Ecuador, en Brasil y en Argentina hubo corrupción en aquellos años. Pero a Cristina, a Lula, a Correa los persiguen porque son líderes políticos populares. En Argentina, Cristina supuestamente es “la jefa” de no sé cuántas asociaciones ilícitas. Lo más impactante es que esas asociaciones ilícitas las componen gente que ella ni siquiera conoce. Es criterio del derecho penal que se nos persiga o se nos castigue por lo que hacemos, no por lo que somos. En cambio, a Cristina la persiguen por lo que fue. Cada vez que la procesan dicen “pasó tal cosa y ella, como presidenta, no pudo no saberlo”. Una frase increíble, que se repite una y otra vez en cada procesamiento contra Cristina: “no pudo no saber”.
Me parece que nosotros tenemos que poner este tema en el centro de la escena, porque hace a la calidad de nuestras democracias.
Jóvenes, política e identidad
Todos nosotros somos el resultado de una vida y de una historia.
Yo no soy peronista porque leí Conducción Política de Perón, o porque leí cualquiera de sus libros. Uno piensa de una manera porque ha vivido y porque a lo largo de su vida ha construido su conciencia de múltiples modos.
Empecé a militar políticamente en los años 70. Pero siempre digo que, aunque era muy chiquito, me siento mucho más cercano a la genera ción de los 60. A mí me marcaron muchísimo los reclamos hippies en contra de la sociedad de consumo, el amor libre y la paz como modo de convivencia universal. No sé cuánto pesó Joan Baez, cuánto pesó Bob Dylan, cuánto pesó Walt Whitman, pero yo soy el resultado de todo eso. No soy solo el resultado del peronismo. Además, me hice peronista, porque me parece que el peronismo expresa en gran medida este horizonte de igualdad. Aquella generación de la que fui parte fue maravillosa. Cristina se ríe y me dice que soy hippie. Y, aunque no tengo aspecto de hippie, no me molestaría serlo. Lo único que tengo de hippie es que toco la guitarra y canto canciones de rock. También, que en mi alma anidan muchos de aquellos elementos que el hippismo puso en debate en el escenario mundial.
Siempre digo que no conozco mejor expresión del hippismo que Pepe Mujica. Él habla como lo que hacía auténticamente esa generación. Desprenderse de lo material, vivir de lo espiritual. “Andar por la vida liviano de equipaje”, que no se te vuelvan una carga las obligaciones que vas tomando. Ser libre es eso.
Pero hoy reina cada vez más el individualismo. El criterio de solidaridad quedó hecho añicos. El posmodernismo hace que el éxito social se reduzca a que seas rico. Los jóvenes deben darse cuenta de que están atrapados en esa lógica y que deben luchar para cambiarla. Hay un movimiento juvenil muy importante, que valoro mucho, que es el movimiento juvenil que habla de la diversidad, que respeta la pluralidad, que cuida y que nos exige cuidar el medio ambiente. Esos jóvenes tienen mucho por decir, y el tiempo de decir es ahora. Los jóvenes son el presente, no el futuro. Los jóvenes tienen que actuar decididamente en el presente. Tienen que estar activos y salir a las calles. Como Estado tenemos un deber impostergable: la educación de esos jóvenes. Porque la riqueza de la sociedad de hoy no está en el petróleo, ni en la soja, ni en el cobre, ni en el hierro: la riqueza de las sociedades está en el conocimiento y, por lo tanto, nosotros tenemos que hacer sociedades ricas, permitiendo que todos accedan al conocimiento y a la educación.
Esta es para mí una tarea central y estratégica para el desarrollo de la Argentina y de toda América Latina.
El presente texto es una adaptación de la clase que el presidente Alberto Fernández realizó en el Curso “Estado, política y democracia en América Latina”, donde fue presentado por Cecilia Nicolini, Carol Proner y Pablo Gentili. La clase completa puede encontrarse en: www.americalatina.global
El Curso Internacional “Estado, política y democracia en América Latina” es una iniciativa destinada a militantes y activistas sociales, funcionarios públicos, docentes, estudiantes universitarios/as, investigadores/as, sindicalistas, dirigentes de organizaciones políticas y no gubernamentales, trabajadores/as de prensa y toda persona interesada en los desafíos de la democracia en América Latina y el Caribe. Ha sido promovido por el Grupo de Puebla, el Observatorio Latinoamericano de la New School University, el Programa Latinoamericano de Extensión y Cultura de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro y la UMET. Fue organizado por la Escuela de Estudios Latinoamericanos y Globales, ELAG, y contó con el apoyo de Página12.
Coordinación general: Carol Proner, Cecilia Nicolini y Pablo Gentili