Los principales desafíos de nuestra democracia están en la vieja contradicción que le dio origen.
600 años antes de Cristo había demasiados esclavos por deudas en Atenas y estaban al borde de una guerra civil. En aquella época, el que tenía deudas se volvía esclavo. Eligen a un gobernante raro, un poeta: Clístenes. Aquello era una olla de grillos. Clístenes decide darles la libertad a los esclavos por deuda. Pero ellos, como seguían siendo pobres, piden que se les de algo para poder vivir. Clístenes sabía que ese “algo” había que sacárselo a la oligarquía de su tiempo, a quienes ya le estaban sacando los esclavos. Era demasiado. Sin embargo, decidió darles una cosa: el voto en la Asamblea. Les empezó a dar poder político. Ahí está el origen de lo que vendrá después.
El primer fantasma que tiene la democracia es la terrible desigualdad que convive con ella desde su origen. Cuando hablamos de igualdad, hablamos de oportunidades más o menos similares en el arranque de la vida. Después, cada cual dará lo que pueda.
Estamos en un continente terriblemente injusto. Probablemente hoy, habrá un nuevo milmillonario en América Latina. Pero tal vez el año que viene, o a fin de este año, tengamos 240 millones de pobres y no menos de 70 u 80 millones de gente viviendo en la extrema pobreza. Ahí está la contradicción fundamental que tienen nuestras democracias. Porque la excesiva concentración de riqueza termina siendo un fantasma que torpedea las decisiones políticas. La globalización contemporánea ha generado una economía transnacional en la que empresas tienen el poder de un Estado y su preocupación central no está en la marcha de una nación. Por un lado, tenemos Estados soberanos nacionales. Por otro, una economía que cada vez se independiza más de los Estados. Porque su ley es la acumulación.
Los desafíos que tiene la democracia actual implican el desarrollo y la distribución. Pero el desarrollo hoy necesita políticas globales, o relativamente regionales, que nos puedan ayudar; porque tenemos que combatir la desigualdad y necesitamos cambios en nuestras antenas. Nos quedamos cortos: necesitamos más Estado con muchos más recursos. Tenemos que copiar a China y a Vietnam. El Estado se tiene que transformar en cobrador de dividendos y ser socio de actividades nacionales con la burguesía nacional. Buscar que no lo roben y tener ingresos paralelos a los de la vía fiscal. ¿Por qué? Porque la deuda social que tenemos que mitigar requiere enormes recursos que por la vía fiscal son insuficientes. Si los Estados son malos administradores, dejemos eso a la burguesía. Pero coloquemos al Estado como socio para cobrar dividendos y dejemos que la economía crezca, mientras crece también el haber que tiene el propio Estado. Necesitamos un cambio.
Transformar el Estado
Nuestros Estados deben ser fuertes. Pero deberíamos copiar algo de aquella vieja dinastía china que peleaba por tener los mejores trabajadores en el Estado. Resulta que formamos técnicos y formamos estudiantes de lo más calificados, que luego las empresas transnacionales contratan. Mientras tanto, nosotros, en el Estado, llenamos los puestos con lo que venga. Tenemos que hacer al revés: si el Estado tiene tal importancia, debe tener los mejores trabajadores del país y tiene que haber una carrera en el Estado moderno. No se puede trabajar con el criterio antiguo.
El Estado es decisivo, no para que sea dueño de todo y nos organice hasta la hora, sino para que tenga recursos para suturar las heridas sociales que el mercado jamás va a arreglar. Y esto hay que hacérselo entender al propio capitalismo, porque de lo contrario, al final lo que nos queda por delante es el peligro del holocausto ecológico. Hemos tirado demasiado de la cuerda de la naturaleza. Y la naturaleza empieza a cobrarnos las cuentas. Por todo esto, necesitamos una herramienta intermediaria en la sociedad que se llama “Estado”, pero que debe tener una calidad que no tiene nada que ver con la que hoy tenemos.
Yo no lo voy a ver. Y tampoco sé si están de acuerdo con lo que digo. Pero creo que tenemos que sacudir nuestros cerebros. Porque si quieres cambiar, no puedes seguir siempre planteándote las mismas soluciones a nuevos problemas.
No planteo que esto sea un cataclismo. Lo que estoy planteando es un camino, un proceso. Tenemos que incorporar la fuerza del trabajo al interés nacional. Y diría más, en algunas cosas creo que hay que ser profundamente proteccionista: por ejemplo, en el comercio. El comercio debería estar en manos de los espacios nacionales, de los recursos nacionales, de gente nacional ¿Por qué? Porque te puedo garantizar que gran parte del excedente que producimos, se escapa por esa vía.
Es mucho más fácil ser el intermediario que ser el productor de cualquier cosa. Creo que nosotros tenemos que defender el interés de nuestras burguesías nacionales, que son débiles, cortas, y terminan en el rentismo. Entonces, tenemos que darles confianza, respaldo y estar con ellas, porque el proceso de desarrollo necesita participación y una capacidad de gerenciamiento complicadísima.
No le podemos pedir a los trabajadores que han surgido culturalmente trabajando por un salario, que puedan defender la globalidad de lo que significa una empresa grande en el mundo de hoy. Pero, sí tienen que entrar a participar, porque se aprende estando y trabajando. Y esa es la responsabilidad que tenemos como Estado.
Yo creo que la idea de las nacionalizaciones nos apartó de la idea de participación. Quisimos en algún momento sustituir a una clase y terminamos inventando una burocracia, con la que después no pudimos lidiar. Porque burócratas, por comodidad, podemos ser todos. Es una tendencia humana al menor esfuerzo. Entonces, hay que combinar el valor de la iniciativa privada con el interés público. Por eso hablo de dividendos. Me parece que es una cosa central, porque a poco andar muchos capitalistas se van a dar cuenta que les conviene, porque si no, no te puedes explicar el fenómeno chino ni el vietnamita. El capital privado creció un disparate, pero, paralelamente, el capital público creció en la misma forma, y ya tenemos Estados que tienen una capacidad y una cantidad de medios con los que nosotros, en comparación, resultamos paupérrimos.
Por la vía fiscal ¿qué nos pasa? Acudimos a la vía fiscal y se nos escapan, porque nadie quiere pagar impuestos, mucho menos impuestos exagerados. Y como no tenemos unidad global, no tenemos una política global: se nos disparan para un lado, se nos disparan para el otro. Entonces tenemos que andar mendigando inversión, hacemos el papel de la pavota. Más vale hacer política de alianzas. De lo contrario, vamos a seguir con Estados pobres que son como el gallo enano, quieren más pero no pueden.
Tenemos que solucionar los problemas más lacerantes que tiene la gente, y eso significa recursos. ¿Qué nos pasa? Acudimos a la línea tributaria y bajamos la capacidad de competir con el resto del mundo. Pero en el mundo disputamos entre nosotros mismos. Si Argentina cobra muchos impuestos, se te rajan para Paraguay o para Brasil, y así sucesivamente ¿Por qué? Porque el capital es cobarde.
¿Tiene esto algo que ver con la democracia? No y si. Tiene que ver con la democracia porque si nosotros dejamos que este espiral de concentración de la riqueza vaya a favor de unos pocos como hoy, entonces la democracia se transforma en plutocracia por mejor apariencia que pueda tener.
Batalla cultural
Yo pienso que hay que descentralizar mucho más. La garantía de la democracia en la vieja Atenas, donde hubo varias tentativas de golpes, la constituían los hoplitas, que eran los remeros, digamos, “la pesada” de la época. Si a los trabajadores les damos sólo discurso y no logramos que se comprometan por los lugares donde trabajan, sean arte y parte y tengan algún peso creciente, nos va a faltar el desarrollo de la conciencia, porque el desarrollo de la conciencia significa intimar con los problemas con los cuales se vive. Nosotros, los gobiernos progresistas, logramos mejorar el nivel de vida de mucha gente y ayudamos en el reparto social. Pero no ayudamos en el crecimiento de la conciencia. Hicimos buenos consumidores, pero no logramos hacer ciudadanos. Debemos tener un sentido autocrítico y entender que los dirigentes del ala popular deben tener bonhomía, deben tener urbanismo, tienen que ser señores, pero tienen que vivir como vive la inmensa mayoría de su pueblo y vivir en las entrañas de sus pueblos. Hay que cuidar el contenido y hay que cultivar forma, sino, cuando queremos acordarnos, no sabemos dónde estamos. Y, al final, terminas pensando como vivís.
Me parece que elegir el lado del pueblo y de la justicia social implica una forma de vida y una forma de compromiso.
Sé que soy un poco duro y un poco exigente, pero el mundo está entrando en una encrucijada en la que, si esta economía de acumulación sigue por el camino del disparate del use y tire, así nomás, sin responsabilidad; nosotros no vamos a arreglar ningún problema y el capitalismo tampoco: vamos a terminar en un colapso civilizatorio. Porque el holocausto ecológico está a la vuelta de la esquina. En el fondo, necesitamos una batalla cultural. Necesitamos cambiar los parámetros con los que nos movemos. Tenemos que hacer heladeras que se repongan, que se arreglen. Tenemos que hacer máquinas que duren en el tiempo y evitar hacer botellas de plástico para pudrir el mar. Tenemos que encontrar otras soluciones. Todas van a ser más caras, pero tenemos que cuidar la vida, que es el motor principal, y eso significa un cambio cultural. Pero, si ese cambio cultural no lo empieza gente que se considera progresista, que intenta construir justicia social, ¿quién lo va a hacer?
Los tentáculos de la sociedad necesitan imperiosamente generar la cultura de que todos seamos subliminalmente potenciales compradores y que confundamos “ser” con “tener”. Esta es una necesidad para la acumulación.
Esa fuerza creadora y arrolladora del capitalismo, que fue formidable, que sacudió al mundo, que domesticó la ciencia y la puso al servicio de la productividad, es insaciable. Sigue, sigue y no puede parar. Es como aquella historia del hombre que tenía una fórmula para dar vuelta tierra, una pala mágica, pero no tenía la fórmula para pararla. Hay que hacer un montón de inmundicia en nombre del progreso: pudrir los mares, tirar materia prima, trabajar inútilmente y después quedarnos sin recursos para atender las cosas que son fundamentales. Esta es la lógica de la ganancia. Eso ha generado una cultura que está en nosotros. Pero si no cambia esto, no cambia nada.
¿Qué sentido tiene la democracia? Sencillamente, que la gente viva más feliz, que la gente tenga tiempo para realizarse y que tenga tiempo para cultivar sus afectos. Estoy aburrido de ver trabajadores que consiguen una mejora en el tiempo de su vida y lo único que hacen es conseguir dos trabajos. La democracia significa, entre otras cosas, compartir el gusto de vivir, el milagro de vivir. La democracia tiene que estar al servicio de la vida, no contra la vida. Hemos aprendido que tenemos que preocuparnos de toda la prole que nos acompaña en el milagro de la vida porque hemos aprendido que nos necesitamos todos.
¿Optimismo?
No, no soy optimista. Soy más bien conservadoramente pesimista.
Todo lo que digo puede ser una quimera. Pero ¿cuáles son las otras alternativas? Si seguimos cada cual, por su lado, si los pueblos siguen cada uno por su lado, en un mundo que se está aglomerando, nuestra democracia va a terminar siendo palabras, porque cualquier transnacional es más importante que nosotros. Y para enfrentar esa transnacionalización de la economía necesitamos un Estado fuerte. Fíjate lo que acaba de pasar con la pandemia: cada cual salió a hacer lo que podía. No fuimos capaces de decir: “vamos a comprar 500 millones de vacunas y vamos a negociarlo en conjunto”. No, ni siquiera nos juntábamos. Eso te habla a las claras de la situación en la que estamos.
¿Qué mensaje podemos darles a los jóvenes? Que se puede vivir porque se nació. En eso somos como una planta de zapallo, como un escarabajo: nacemos porque sí. Pero es milagroso haber nacido, y cada uno de nosotros es el único milagro que verdaderamente existe, porque había millones de posibilidades de que hubiera nacido otro. Ahora bien, la naturaleza nos dio una cosa que se llama “conciencia”. Pienso que la naturaleza hizo una aventura y creó a la máquina humana para repensarse un poco a sí misma. Se puede vivir porque se nació. Pero, hasta cierto punto, el rumbo de la vida lo podemos manejar un poco para un lado o para el otro porque tenemos conciencia.
Puedes tener una causa, un motivo para vivir, una forma de dar gracias a la vida. Pero dar gracias a la vida no puede ser hincarte a rezar por el milagro de haber vivido, sino intentar dejar algo por lo mucho que hemos recibido. Esa cosa que se llama “civilización” es una acumulación histórica, intergeneracional que recibimos cuando nacemos. Intentar dejar el mundo un poquito mejor. En lugar de un monumento de piedra como hacían los antiguos, o de una pirámide que los reyes se hacían a sí mismos, debemos tratar de dejar una parte de nuestra existencia en el intento de construir un mundo un poquito mejor. Esa es nuestra forma de agradecer a la vida conscientemente.
Vivir con causa o vivir para pagar cuentas, ese es el dilema. Podrás creer que la vida es tener una tarjeta para comprar en el shopping, y vivirás a crédito, pagando cuentas. Esa será tu realización. O puedes militar, movilizarte para intentar mejorar el mundo en el cual vives. Eso es tener una causa y un contenido para vivir. Esta no es una carga, creo que es una enorme satisfacción y alegría de carácter espiritual, no tener una vida de casualidad, sino una vida que intenta tener un contenido, una causa.
Yo soy un viejo rezongón, pero es el papel que tengo que cumplir. Un papel de levadura.
Sigo siendo socialista, sin ambages. Pero les digo que es imposible construir socialismo en sociedades pobres, porque terminas en la vía represiva. No podés construir un edificio nuevo con albañiles viejos. Lo que estoy diciendo es de una provocación brutal. Pero los quiero provocar para que piensen. ¿Sabés por qué soy socialista? Porque los hombres fueron socialistas por lo menos 150.000 años. En la última investigación que hicieron con los Kung San, que eran los hombres más primitivos que quedaban arriba de la Tierra, les preguntaron: “¿y ustedes no tienen jefe?” Los tipos más o menos respondieron: “nosotros somos jefes de nosotros mismos”. Y cuando los estaban observando dijeron: “son muy pobres”. Después que los estudiaron, vieron que trabajaban dos horas por día y después se la pasaban de joda. Entonces los antropólogos llegaron a una conclusión: “estos viven mejor que nosotros”.
Ese es el hombre primitivo, la criatura que llevamos dentro.
*El presente texto es una adaptación de la clase que José Pepe Mujica realizó en el Curso “Estado, política y democracia en América Latina”, donde fue presentado por Nicolás Trotta. La clase completa puede encontrarse en: www.americalatina.global
El Curso Internacional “Estado, política y democracia en América Latina” es una iniciativa destinada a militantes y activistas sociales, funcionarios públicos, docentes, estudiantes universitarios/as, investigadores/as, sindicalistas, dirigentes de organizaciones políticas y no gubernamentales, trabajadores/as de prensa y toda persona interesada en los desafíos de la democracia en América Latina y el Caribe. Ha sido promovido por el Grupo de Puebla, el Observatorio Latinoamericano de la New School University, el Programa Latinoamericano de Extensión y Cultura de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro y la UMET. Fue organizado por la Escuela de Estudios Latinoamericanos y Globales, ELAG, y contó con el apoyo de Página12.
Coordinación general: Carol Proner, Cecilia Nicolini y Pablo Gentili