Un valle entre montañas. Un jardín de verde intenso. Lagos teñidos e inmensas galerías brutalistas de un gris plomizo. Palmeras, flores, plantas, árboles de treinta metros. Obras –contemporáneas, extrañas, locas; enormes o mínimas– diseminadas casi al azar. Contrastes. Barcos dados vuelta, telescopios espejados, esferas flotando en piscinas sobre techos, cuerpos arqueados, iglúes metálicos, con frío y luces estroboscópicas en su interior. Cables al centro de la tierra para oír el crujido de las placas tectónicas. Bien, si hay algo cercano a un paraíso (moderno) en la tierra, esto no debe estar muy lejos. Bienvenidos a la localidad de Brumadinho, unos sesenta kilómetros al sur de Belo Horizonte. Bienvenidos a Inhotim, uno de los museos al aire libre más grandes del mundo.

Sebastián Benedetti
Viewing Machine, instalación del artista danés Olafur Eliasson con un juego de espejos.

CIELO Y TIERRA Desde el origen de los tiempos, parques y jardines han estado asociados al imaginario de la belleza, el goce y la exaltación de los sentidos: desde lo mitológico, pasando por los universos literarios, a lo real. El jardín mítico de las Hespérides guardaba en algún lugar de Occidente un árbol con manzanas de oro. El jardín del Edén fue, claro, el sitio bíblico en que Dios puso al hombre luego de darle vida. El jardín de las delicias pintado por el Bosco es una explosión a cielo abierto de del paso el hombre por la creación, el paraíso y el infierno. En el plano de lo real, los hombres se han esforzado a lo largo de la historia en dejar sus marcas en gigantes espacios sembrados de belleza y contundencia estética. En los jardines del Bomarzo, al norte de Roma, aún duermen los monstruos salidos del espíritu de Pierfrancesco Orsini, hacia 1500, entre pequeños cauces de agua y desniveles de vegetación. Versailles, en Francia, es una fiesta de fuentes y geometría. En Cataluña, Antoni Gaudí dejó su Parque Güell, entre barroco, mosaicos y salamandras.

Toda esta genealogía viene a cuento: vale la pena entrar a Inhotim con esas ideas rondando. No buscando ser expertos en historia ni en arte contemporáneo, pero sí para poner en su justa medida a estas 140 hectáreas, sus 4200 especies de plantas de todos los continentes, sus 800 personas trabajando y las 23 galerías que se transforman en un paseo por el futuro. Se trata de un museo de arte contemporáneo y a la vez, un increíble parque botánico. Caminando en zigzag entre la vegetación van fluyendo enormes obras de arte y construcciones grises y a la vez luminosas. Aquí, en este jardín, todo es vanguardia y experiencias para los sentidos.

Setur Minas Gerais
Una de las cinco lagunas de Inhotim teñidas de verde esmeralda con microalgas.

CAOS CONTROLADO Apenas atravesados los portones de acceso, nada de todo lo que se dijo hasta ahora puede intuirse. Un gran gift shop a la derecha, y el enorme mural en relieve del ómnibus llamado Rodoviária de Brumadinho, de John Ahearn y Rigoberto Torres. A partir de allí, desde el mismo inicio, la cosa se pone abstracta, volada, por momentos inasible. Al fin y al cabo, se trata de una colección de arte contemporáneo. La línea entre entender y no entender lo que se ve se difumina, y hay que entregarse a ver y sentir. El andamiaje narrativo que muchas veces convierte a estos objetos en obras de arte –estructura que va desde la crítica a un mercado millonario– es inmenso, por lo que contar con un guía o con la ayuda de los tantos colaboradores del Instituto que caminan por allí siempre es bueno. Aunque sea para darnos una clave, una cerradura por donde empezar a mirar. 

Así, comenzando la caminata –para la que se aconseja calzado cómodo y unas cuantas horas– comienzan a abrirse lentamente los senderos, y el verde tropical se va uniendo con el canto de las aves y las construcciones rectas, grises, monumentales y con mucho vidrio que contienen las distintas galerías. Casi de entrada nos recibe un pabellón con decenas de parlantes ubicados en círculo. Nada más. El silencio sepulcral comienza a romperse por algo que no entendemos bien qué es. Afinamos el oído: son toses. Carrasperas para aclarar la garganta. Viene de algunos parlantes, y de otros salen conversaciones. Luego, silencio y el inicio de una canción coral in crescendo. Cada parlante es el canal de una voz, de un coro multitudinario. Pararse en el centro de ese círculo, esa es la obra. Escuchar y dejarse llevar.

Más adelante, entre la vegetación surgen obras de Chris Burden, Lygia Pape (en su increíble galería brutalista que parece suspendida en el aire), el brasileño Tunga, Cildo Meireles y la japonesa de los círculos y esferas Yayoi Kusama. La obra de Kusama la encontramos al subir unas escaleras, deambulando entre caminitos de piedra. Al llegar a la cima de los escalones nos damos cuenta: estamos en una gigantesca pileta de forma irregular se extiende sobre el techo de una construcción. En la piscina flotan esferas de acero inoxidable, en una combinación aleatoria de movimientos hijos del capricho del viento de cada día. Debajo de su Jardín de los Narcisos –así se llama esta obra– funciona el Centro de Educación y Cultura Burle Marx. Además, allí uno puede tomarse un café para recuperar el aliento. Un lujo.

Son 23 galerías, y cada una de ellas –o la mayoría– están dedicadas a un artista.  Las formas varían, pero el juego geométrico de una arquitectura brutal está siempre presente. Y lo que es mejor, es parte de la obra. Así como un techo es la piscina para la obra de Kusama, un pabellón que parece un bunker es la galería Lygia Pape, una de las artistas clave del arte brasileño del siglo XX. Fue construido para contener a Ttéia 1C, una instalación de hilos de oro que se cruzan desde el techo hasta el suelo, en la que la luz juega un papel fundamental. La oscuridad dentro es perfecta, y solo unos tenues rayos de luz hacen que al caminar en torno a la obra los hilos aparezcan y desaparezcan creando nuevas formas.

Las obras se multiplican. True Rouge es una instalación del brasileño Tunga, que ocupa toda la construcción que la alberga, rodeada de vidrio. Decenas de probetas y recipientes de laboratorio penden como marionetas de redes de color rojo, formando –quizás– un enorme corazón. Debajo se pueden ver todavía las manchas rojas del día de su inauguración, cuando dos actores se bañaron en pintura, bailaron debajo de ella y luego se fueron nadando por el lago que está a los pies de la obra. El argentino Jorge Macchi tiene en Inhotim su obra Piscina: rodada de una verde pradera perfecta, una pileta limpísima representa una guía telefónica, con escalones alfabéticos, y una especie de tapa hacia un costado. El detalle es que como público podemos participar: cerca hay unos vestuarios, de donde tomar un traje de baño y, simplemente, ser parte de la obra.

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Sin título, pero figurativa entre tanto arte abstracto, una obra de Edgar de Souza.

PATER INHOTIM Ahora bien, detrás de todo esto tiene que haber alguien. O algo. En este caso es un alguien. Y uno solo. Resulta que Inhotim es privado. Su dueño es Bernardo de Mello Paz, coleccionista de arte y dueño de todas estas tierras. Al parecer, se hizo megamillonario a través de la industria principal de la zona, la minería, y comenzó a poner en este predio sus obras. Eso derivó en el paisajismo y la botánica, y luego a abrirse a estudiantes. Desde 2006 abrió al público, y la colección se amplió hasta hoy. Se amplío ensanchando los límites de la experiencia: por ahí nos cruzamos con la Penetravel Magic Square #5, de Hélio Oiticica, que juega con la doble idea de la palabra square –la de figura geométrica y la de plaza– por lo que uno pueden meterse dentro de ella y recorrer sus rectas paredes de colores. Más allá, entramos en By Means of a Sudden Intuitive Realization, del danés Olafur Eliasson: un iglú de fibra de vidrio en medio de la vegetación selvática. Una vez adentro, la puerta se cierra y caminamos en círculo entre las luces intermitentes, alrededor de una fuente de agua. La búsqueda pasa por el movimiento, la luz y la percepción. El agua parece flotar en el aire, y el cuerpo siente el frío del ambiente cerrado y oscuro.

Llevaría hora y hojas enumerar los pabellones y obras. Pero una resume bien el espíritu artístico de Inhotim. Sobre una ladera, una construcción circular y vidriada es el Sonic Pavillion, pergeñado por Doug Aitken. Desde el interior de ese pabellón parte un tubo que llega hasta los 202 metros bajo la tierra. En el tubo, micrófonos, y en la sala vidriada, un sistema de parlantes. El resultado: la reproducción en tiempo real del sonido de lo profundo de la Tierra. Los límites de arte, de la experiencia, del entendimiento, en un crujido; un zumbido permanente que se une al verde increíble de la superficie.