La historia de Singapur es prácticamente la historia de un milagro, solo que no hay milagro alguno sino la decisión cuidadosamente planificada de transformar uno de los países más pobres del mundo en uno de los más poderosos “tigres de Asia” en apenas medio siglo. Esta historia se puede ver en el Museo Nacional, donde amplias muestras interactivas explican la transformación del pequeño archipiélago desde sus tiempos de colonia británica hasta la actual potencia económica y financiera que se proyecta en el mundo mucho más allá de sus apenas 700 km2. Aunque no hace falta ir al museo: este giro radical es tan reciente que pasado y presente aún conviven en la memoria de muchos habitantes, testigos y protagonistas del cambio muy dispuestos a contarlo. Si para muestra basta un botón, donde hoy hay cinco millones de habitantes y un millón de vehículos hace solo un siglo el principal medio de transporte era el rickshaw, y donde había un gran pantano bullente de malaria se levantan torres cuya altura podría intimidar a un alpinista. Ese cambio –dice Josephine Weels, la guía que elige llevarnos antes que nada a la sede de la Urban Revedelopment Authority (URA), la entidad nacional de planificación que depende del ministerio de Desarrollo– tiene nombre y apellido: Lee Kuan Yew, el primer ministro que gobernó Singapur durante 26 años. La maqueta que abre la muestra del URA explica concretamente la transformación de las distintas áreas y cuáles serán los próximos pasos de un desarrollo urbanístico que –debido a la evidente falta de espacio– solo puede hacerse hacia arriba. Pero tal vez lo más notorio es que, en esa selva de rascacielos, el crecimiento arquitectónico fue pensado para la gente: el 90 por ciento de los singapurenses son propietarios de su casa y lugares como los SuperTrees de Marina Bay, sin duda el orgullo más nuevo de la ciudad-estado, son de acceso libre para residentes y turistas.
LA CIUDAD DEL LEÓN ¿Por dónde empezar una visita a Singapur? Hay varios modos de recorrer la ciudad, y si hay poco tiempo una recorrida en los buses hop-on/hop-off puede ser bastante práctico para tener un pantallazo en solo 24 o 48 horas. Rápido pero posible, porque las distancias son forzosamente cortas. Pero si hay más días, lo mejor es el subte y caminar todo lo posible para ir captando la atmósfera de cada uno de los barrios, desde los más futuristas hasta aquellos donde aún perdura la esencia de las tradiciones indias y chinas. Por las dudas, como llueve todo el año –y puede haber chaparrones no muy largos pero sí intensos– siempre paraguas o capucha en mano. De todos modos, siempre hay un café a mano donde refugiarse: y en muchos de ellos, aunque sea fin de semana, se compartirán las mesas con estudiantes que, laptop en mano, pasan horas instalados haciendo sus tareas y trabajos grupales o individuales. Es la forma más visible para el turista del sistema educativo singapurense, conocido por su excelencia y alto nivel de exigencia, jalonado de idiomas –el inglés es el oficial pero cada uno estudia también su lengua materna, sea mandarín, malayo o tamil– y exámenes que al final del camino serán el pasaporte para estudiar en las mejores universidades del país.
Volviendo a los orígenes, Singapur significa la “ciudad del león”, porque dice la tradición que un león fue el primer animal que vio Sang Nila Utama, el legendario príncipe malayo que fundó la antigua Singapura (el nombre malayo de la nación). “Lo curioso –asegura Josephine– es que no parece haber habido nunca leones en este territorio, de modo que el animal en cuestión probablemente haya sido un tigre: pero el símbolo, convertido en un ser imaginario con cabeza de león y cuerpo de pez, quedó. Hecho estatua y personificación de Singapur, hoy está ubicado cerca del Hotel Fullerton y es tradicional ir a sacarse una foto al pie del chorro de agua que echa permanentemente por la boca. La hora ideal para ir es al atardecer: es cuando empiezan a iluminarse los rascacielos, sobre todo las tres esplendorosas torres del Marina Bay Sands que se ven del otro lado del río. Los chocolates de durian –el fruto más popular de la región, de consumo prohibido en cualquier lugar cerrado porque su aroma es sencillamente insostenible– son uno de los recuerdos más comunes de Singapur, y suelen llevar estampados en el packaging precisamente el Merlion o el complejo de Marina Bay Sands.
EL CIELO ES EL LÍMITE Desde Clarke Quay, una zona comercial (de las muchas que hay en este paraíso del consumo) y de restaurantes, con su propio embarcadero, se pueden tomar barcos que hacen todo el recorrido del río, pasando precisamente junto al Merlion y con magníficas vistas de Marina Bay Sands. El paseo dura alrededor de una hora y es circular, pero es posible bajarse en paradas intermedias (por ejemplo, para comer chilli crab –cangrejo picante– en Jumbo Seafood, uno de los restaurantes más recomendados para acercarse a este plato tradicional). Otra parada es en el Raffles Hotel, que prefiere alejarse de todo futurismo para conservar tradiciones y elegancia en su vistoso estilo colonial. Lo fundó en 1887 Sir Stamford Raffles y, aunque no se puede entrar a visitar el lobby, sí es posible tomar su famoso cóctel Singapore Sling en el bar interior.
Sin embargo, no importa dónde se está, será difícil eludir la vista del Marina Bay Sands, un icónico hotel con más de 2500 habitaciones distribuidas en tres vertiginosas torres, que incluyen su propio y lujoso centro comercial –solo para bolsillos poderosos– junto a un casino y dos teatros. Impresiona tanto si se lo mira desde abajo como cuando se puede tener una panorámica en altura: porque gracias al clima siempre cálido, en Singapur son populares los roof-top bares como el de 1-Altitude, un rascacielos que se encuentra enfrente de Marina Bay y permite subir a ver toda la ciudad desde lo alto, incluyendo las torres del hotel, Gardens by the Bay con los SuperTrees, el Museo de Arte y Ciencia y los barrios tradicionales, Little India y Chinatown. Nunca si sabe si un chaparrón pondrán un fin inesperado a la música y los tragos, pero vale la pena intentarlo: además, la hora típica de la lluvia es después del mediodía, y después todo suele volver a la normalidad.
Cuesta darse una idea exacta de la dimensión del Marina Bay Sands, pero permiten imaginarla sus 200 metros de altura distribuidos en 55 pisos y, sobre todo, la terraza de 350 metros de largo –más que la Torre Eiffel acostada– que corona el conjunto, con un voladizo que sobresale 67 metros de una de las torres. Hasta allí se puede subir, aunque no se esté alojado, para conocer el SkyDeck: es una plataforma de observación que domina todo el entorno, con un bar y su propio jardín. Quienes sí estén alojados tienen un privilegio extra: tomar un baño en la piscina de borde infinito que parece desembocar directamente en el vacío. Desde la altura del mirador o desde la propia piscina se ve no solo todo Singapur, sino también sus grandes vecinos, Malasia e Indonesia. Al pie brotan la gran vuelta al mundo Singapore Flyer y el Art & Science Museum, un museo de arte y tecnología combinados construido con la forma de una flor de loto, que se pone a la vanguardia en sus disciplinas y es uno de los únicos dos en el mundo donde Google propone su sistema de realidad aumentada Tango para explorar lo que se ve… y lo que no se ve. Merece una visita, sobre todo durante las noches de festival en las que su exterior se ilumina con un poderoso mapping visible desde el puente que cruza el río y tiene sus propios miradores. Durante el recorrido, además, se puede descubrir que incluso los más modernos edificios –hoteles, bancos, museos– llevan en el alma el sello tradicional chino y por lo tanto han sido levantados teniendo en cuenta los principios y simbología del feng-shui. “Las sedes bancarias –explica Josephine– se levantan junto al río, ya que la forma de vientre pez que dibuja en su trazado es, para los chinos, un buen auspicio”.
De un lado de Marina Bay Sands está el museo; del otro, el acceso a Gardens by the Bay, mediante una pasarela que permite entrar directamente en el gigantesco jardín. Inaugurado hace cinco años, es un gran conjunto de lagunas con esculturas luminosas, jardines temáticos (chino, malayo, colonial, de palmeras, de flores, de frutas) y dos atracciones imperdibles: el Flower Dome, un invernadero que exhibe plantas y árboles de todo el mundo (también hay ejemplares del litoral argentino), y el Cloud Forest, un impresionante recinto vidriado que recrea una auténtica selva. Basta entrar para sentir la atmósfera, humedad y sonidos del clima tropical húmedo; unos pasos más y se podrá tomar el ascensor que permite subir por una montaña con su propia catarata, pasando durante la bajada sucesiva detrás mismo del agua y asomándose a los miradores que de vez en cuando permiten parar y asombrarse con la vista del conjunto, igualmente espectacular desde arriba y desde abajo. Tanto el Flower Dome como Cloud Forest –que son de entrada paga, a diferencia del resto de los jardines– conviene verlos antes del atardecer. Porque es a la hora en que se pone el sol cuando comienza el auténtico espectáculo, los momentos más emotivos que quedarán en el recuerdo de la visita a Singapur. Es a esa hora, cuando el cielo empieza a tomar un brillante azul oscuro, que se encienden los SuperTrees, árboles gigantes construidos con estructuras de acero cubiertas de plantas y jalonados por miles de puntos luminosos. Concebidos con un criterio sustentable, los SuperTrees –lo más parecido que pueda imaginarse a la selva de Avatar– recogen el agua de lluvia y producen energía, aquella con la que se encienden a la noche, gracias a células fotovoltaicas. Se los puede ver desde el pie o bien desde las pasarelas suspendidas que pasan a la altura de las simbólicas copas. No hace falta mirar el reloj: cuando empieza la música, dos veces cada noche, serán las 19.45 o las 20.45, la hora en que las luces de los árboles gigantes se prenden y durante 15 minutos los compases de una canción dedicada a Singapur invaden todo el entorno. Son 15 minutos de viaje al futuro, un cuarto de hora de pasaje a una dimensión de encanto y ensueño.
BARRIOS ÉTNICOS Los juegos de luces parecen una especialidad de Singapur, incluso en los lugares menos esperados. Hace pocos años, siempre con la idea de generar una ciudad auténticamente verde a pesar de la densidad de población, surgió el proyecto de Henderson Waves, un puente a 36 metros de altura –el más alto para peatones en todo el país– creado entre la vegetación, y que gracias a la fantasía de luces y sombras parece una auténtica ola. El crecimiento de los árboles disipó un poco el efecto ondulante, pero el puente sigue mereciendo un paseo. La gente suele ir durante el día a caminar, correr o simplemente disfrutar del lugar; sin embargo el atardecer es la hora más linda porque es cuando el puente se ilumina y parece ponerse en movimiento. No queda muy cerca del centro, pero hay metros que acercan hasta el acceso de este “cinturón verde”, que permanece encendido entre las siete de la tarde y las dos de la mañana, con sus curvas y contracurvas de casi 280 metros de largo
No hay horario, en cambio, para recorrer los barrios que identifican a las principales comunidades de Singapur: los chinos (origen del 75 por ciento de la población) en Chinatown; los indios (9,2 por ciento) en Little India; y los malayos (13,4 por ciento) en Kampong Glam. El corazón de Chinatown es el Templo del Diente de Buda, donde es posible entrar e interiorizarse sobre los principios del budismo, pero la fusión permanente de Singapur se ve también en que aquí está el templo hindú más antiguo del país, el Sri Mariamman Temple. No menos visible es en Hawker Centre, una suerte de gigantesco comedor cubierto donde numerosos puestitos de todo tipo invitan a comer los platos más tradicionales, del rice porridge al chicken and rice. No hace falta decir que, junto con el chilli crab, forman parte del menú por probar sí o sí. ¿De postre? Un helado de durian, envuelto en pan lactal de colores, que sin duda es la forma más suave de probar este fruto.
Kampong Glam, el barrio musulmán, tiene su centro en el Malay Heritage Centre, que fuera la morada de los sultanes malayos, y en la mezquita Masjid Sultan. Las callecitas, siempre animadas, son ideales para pasear, probar comidas árabes y conocer los negocios de diseño de la renovada Haji Lane. Y finalmente, Little India es el tercer lado de este triángulo de etnias y uno de los distritos más ricos de Singapur en color local. Más relajado que el resto, menos moderno aunque bien renovado en las avenidas Jalan Besar y Serangoon Road, permite una inmersión en el mundo indio con sus restaurantes, especias y vecinas rigurosamente vestidas con coloridos saris. Y si aún quedó algo por comprar, hay que hacerlo en el Mustafa Centre, un asombroso centro comercial que abre las 24 horas y es la quintaesencia de la “biblia junto al calefón”, con todos los productos que se puedan imaginar –y más también– distribuidos en cientos de góndolas, varios pisos y dos manzanas de superficie. Figura en todas las guías turísticas porque es una atracción en sí mismo, y mucho más interesante que cualquier negocio de lujo global de Orchard Road.