Entran a escena como robots, la mano acompasada en el pubis y una forma de caminar idéntica hacen de estxs ciberborg una expresión descolocada de la peste. Es que si bien La trampa del paraíso perdido es una propuesta anterior a los tiempos pandémicos queda claro que es en el cuerpo, en la manera de inscribirse en el espacio a través de los movimientos, de donde surge el lenguaje más adecuado para referirse a esta época.
Las formas de la máquina invaden lo humano, especialmente a partir de la copia. Los cuerpos podrían ser iguales en esta propuesta de Patricio Suárez y Rhea Volij. No se trata solo de una ambigüedad de géneros sino de una performance que ya lo ha unificado todo. De hecho la puesta podría leerse como un momento de sutil rebelión, donde las tres intérpretes intentan desmarcarse de una coreografía que las gobierna más allá de su voluntad, como si en cada gesto, en cada desplazamiento existiera una carga de sentido que descarta el uso de las palabras.
El código que inspira esta obra se basa en la danza Butoh. Las artes escénicas orientales están cargadas de un nivel de codificación extremo. Todo es simbólico en ellas, desde el vestuario y el maquillaje hasta la gestiualidad. Si hay procedimientos que pueden narrar el estado de un cuerpo en esta era pandémica habrá que ir a buscarlos en esta estética creada por Tatsumi Hijikata y Kazuo Onho en los años cincuenta en Japón. Los espasmos que La trampa del paraíso perdido se convierten casi en un elemento estructurante, esa imagen que recuerda a los poemas de Alejandra Pizarnik donde se mencionaban a “robots copulando“, esa soledad de los cuerpos habitados por temblores y agitaciones de una sexualidad automática buscaban pensar al cuerpo en una cercanía con lo animal.
En el trabajo de Suárez y Volij estas ideas dialogan con una serie de textos de autoras como Donna Haraway, más precisamente en la lectura de Manifiesto cyborg o en su libro Seguir con el problema donde la historiadora norteamericana identifica en los bichos, en los seres invisibles a los nuevos sujetos políticos, los verdaderos dueños de la realidad, los que determinan los hechos
¿Dónde queda lo humano cuando un virus consigue dirigir las decisiones económicas y políticas de todo el planeta? Lo irracional y lo inconsciente, esa corporalidad del alma a la que apelaba Kazuo Onho se une a la teorización de autores que intentan bajarle el volumen a lo humano, como el filósofo inglés Timothy Morton y que consideran que los objetos tienen agencia. De hecho los cuerpos de las tres intérpretes Popi Cabrera, Malena Giaquinta y Volij por momentos parecen cosas, androides o animales y el pasaje entre una y otra especie no se muestra abrupto sino perfectamente factible, como si esta obra fuera más realista que el más mimético de los costumbrismos. Ese retroceso de la condición humana que habitaba en los creadores del Butoh tenía como referencia la bomba de Hiroshima y lo que había ocurrido con los cuerpos después de esa masacre.
Si las artes escénicas deberán ser otras a partir de la pandemia, lo que están señalando Suárez y Volij es que el cambio tiene que estar en los cuerpos, en la impronta con que se presentan en escena, en su visualización y percepción. La suciedad, la piel rota por ese maquillaje de Silvia Zavaglia que se sale y se borra, que se desmarca. La transpiración y hasta una afectación extrema que el propio ejercicio del movimiento provoca, descompaginan el cuadro, la composición, la narrativa. Todo es consumido por un caos que no se sabe donde está, que podría venir de esa música apocalíptica compuesta por Suárez.
La noción de paraíso aquí se parece a un lugar de indefensión, a la intemperie de la tierra arrasada, a la perspectiva de que lo humano o lo animal tengan que surgir de nuevo y a una alianza dolorosa, a una herida que la tecnología dejó en cada anatomía. Una subjetividad ya entregada a las cosas o una sublevación del universo no humano sobre nuestra materia.
La trampa del paraíso perdido se presenta los viernes a las 21 en Espacio Callejón.