Las alarmas por el calentamiento global que avanza a pasos dados con los pies de los pobladores de Brobdingnag, abren los ojos suplicantes hacia la energía verde del sol. Ante al terror ardiente, un reguero de odas dedicadas a su naturaleza renovable que no emite gases de efecto invernadero y reduce el uso de combustibles fósiles sale en busca de conciencias aliadas para evitar peores males. Y, como son las mujeres quienes “más sufren la pérdida de ecosistemas y biodiversidades y las que menos poder de decisión tienen”… las experiencias de las ingenieras solares indígenas, los documentos cajoneados de las científicas, una voz que recita Oír la tierra de Magdalena Harriague, la memoria que no olvida a Berta Cáceres, Rachel Carson, Anne Kingsbury Wollstonecraft y los bocetos de quienes diseñan casas solares como diseñó la suya Mária Telkes en 1948, son las primeras voces que se suman al llamado de acción urgente en tiempos de emergencia.
Entre puntadas de fuego y planos -luz de rayos como la que filmó Favio en la escena final de Moreira- febo asomaba en diciembre de 1948 por los ventanales de Dover Sun House, la casa experimental construida por Eleanor Raymond y calefaccionada por el generador termoeléctrico que Mária Telkes había inventado un año antes. La casa solar de Dover, ubicada a pocos kilómetros de Boston, fue un proyecto de tres mujeres: Telkes (doctora en fisicoquímica), Eleanor Raymond (arquitecta) y Amelia Peabody (escultora y mecenas), y la primera casa diseñada exclusivamente con calefacción solar en el continente americano.
Dos dormitorios y un segundo piso con dieciocho ventanas que miraban al sur (con paneles de vidrio y metal que acumulaban el calor del sol) y paredes que contenían toneladas de sal de Glauber (una fórmula de acopio de calor capaz de capturar la energía del sol al derretirse y de liberarla al recristalizarse con el frío), le dieron vida a la única casa sin calderas convencionales construida en años de posguerra.
Mária nació, estudió y se doctoró en Hungría; en 1925 fue a visitar a un primo a los Estados Unidos y se quedó a vivir ahí. Su trabajo, dirigido a desarrollar el poder de la energía solar: “la usaremos como fuente de energía en el futuro, ¿por qué esperar?”, le dio un nombre popular y nobiliario: la Reina del Sol, y la enfrentó en más de una batalla con los prejuicios raciales y de género que no soportaban su visión transformadora sobre las viviendas solares a mediados del siglo XX. Ocupada en lograr un modo de capturar y almacenar los rayos de sol con eficacia técnica y económica (día a día aumenta la cantidad de personas en situación de pobreza energética), diseñó un horno solar simple y a un precio accesible que mucho se parece a los hornos actuales y trabajó, buscando disminuir la demanda de energía y los apagones veraniegos, en un modelo de aire acondicionado que almacenaba "el frescor de la noche”.
Unos años antes, cuando la Segunda Guerra detuvo sus experimentos urbanos, había inventado “un kit portátil de desalinización del agua” para evitar que pilotos y marineros varados en el Pacífico murieran deshidratados. Después de setenta años volvió por primera vez a Budapest, su ciudad natal. Murió durante esa visita, unos días antes de su cumpleaños. A la espera de paneles nuevos por donde colarse, el sol al que nadie puede atrapar, el que no es hombre ni mujer sino un plan inmenso, el topacio espléndido de esplendor de Marianne Moore, recuerda los saberes de su reina plebeya.