Analía Kalinec tiene un padre que la quiere, que le hace cosquillas. Le dice “mivizcachita”. Policía retirado, se llama Eduardo Kalinec, está casado y tiene cuatro hijas mujeres. Es la segunda hija del matrimonio. Su padre es un genocida. "La historia que voy a contar, dice la narradora, seguramente no sea entendible". Pero prefiere hacerlo en primera persona. Nacida en octubre de 1979, en plena dictadura militar, es maestra, psicóloga y estudia abogacía.
También es cofundadora del Colectivo Historias Desobedientes, integrado por familiares de genocidas que defienden las políticas de Memoria, Verdad y Justicia. Cuenta que escribir se volvió imperioso en el momento en que supo que se empuñaron picanas con las mismas manos que la acariciaron. El libro pone en juego una estrategia narrativa que integra múltiples registros y fuentes: un diario íntimo, fotos familiares, archivos de las Fuerzas Policiales, sentencias judiciales, cartas personales, discursos presidenciales, testimonios, citas teóricas, bíblicas, musicales y literarias. El escrito autobiográfico, la historia (con minúscula), transmuta en memoria e historia colectiva.
Ella dirá que busca en distintos marcos “las respuestas que su padre no entrega”. Analía crece en una familia en la que se cree, se reza, se escucha y se obedece. Está afincada en el “cómodo terreno del no saber”. Hasta que un día abandona su ceguera y puede llamar a las cosas por su nombre, puede decir que es hija del “Dr. K”, el alias con el cual se conocía a su padre represor en el circuito Atlético-Banco-Olimpo (ABO). Ese día algo comienza a desgranarse. Ella lleva su nombre. Carga con el estigma. Comienza a saber. Conocer le duele. Su identidad se resquebraja.
Analía dice de sí que necesita “dejar de ser para poder ser”. Debe aprender a ser hija de otra forma. Hija de un represor condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad en 2010, en un juicio al que ella asiste, pero en el cual reniega de sentarse del lado de los familiares de los acusados. Cuando lee o escucha los testimonios de las víctimas en las causas en las que su padre está acusado, lo imagina en escena, en acción, siendo “indiferente ante el sufrimiento”. Ese pasaje del no querer saber al querer averiguarlo todo es el que se narra en esta historia en la que habitan, en sus términos, “la ternura, la emoción, el dolor y la truculencia”. Es una historia contada con “desgarro, contradicción y angustia”.
“¿Pensás que soy un monstruo?”, le pregunta su padre en una de sus visitas en la cárcel. “Sí, pero igual te quiero.” Al padre lo extraña, pero al “Dr. K” le teme. No quiere quererlo, pero lo quiere. Más adelante Analía logra sortear ese desdoblamiento y comprender que el padre y el “Dr. K” son la misma persona. Podrá advertir la siniestra normalidad de ese ser que fue capaz de producir horror. Analía es la única de sus hermanas que enfrenta a su progenitor en su carácter de represor. El resto oscila entre cuestionarlo sin hacérselo saber, dejar entrever la “teoría de los dos demonios” y aceptar sin más el estado de situación.
Por suerte no está acusado de violación, la increpa una de ellas. No estoy tan segura de que no lo haya hecho, le responde Analía. Su padre (con sus múltiples novias antes y después de casarse) en muchas de sus cartas y recuerdos se refiere a Analía como “mi novia”. Su madre, “muerta en vida”, lo justifica. Lo “adora y está orgullosa” de él. Es feliz en su “vocación de madre”. Siempre cree que “está por salir”. Ya preso, “Dr. K” repite el discurso de la defensa a la patria en el marco de una guerra entre héroes y traidores. Sigue identificando enemigos. No se arrepiente de nada. Cree que está encarcelado por “razones políticas” y por “no haber hecho bien el trabajo”. Ese cuestionamiento a su progenitor le cuesta a la autora un “exilio familiar”. Pero ella le sigue escribiendo, insiste en comunicarse. Le manda una “Carta abierta a un represor”: “Tenemos que hablar, pa. Tenés que hablar”.
Quiere que reconozca lo que hizo, que se arrepienta, que pida perdón y que diga dónde están. Comienza a indagar por los posibles niñxs apropiadxs al interior de su familia. Con el tiempo, un amigo le dirá que se convirtió “en la mujer que su padre iría a buscar a la casa”. Ella estudió (y estudia), enseña, milita, busca. A la madre le dirá: “el silencio no es salud” (…)“me inculcaste sumisión y yo voy a gritar”. Si al comienzo del libro las fotos personales nos presentaban escenas donde parecía imperar la felicidad y la armonía, avanzada la lectura nos encontramos ante imágenes del Colectivo Historias Desobedientes, con su pancarta identificatoria en el marco de una marcha en conmemoración del 24 de marzo.
Hasta que el padre le hace una demanda a la autora por “indignidad” (en su sentido moral y jurídico) en pos de desheredarla, infiriendo insanía. A lo que ella responde: “no me considero digna de un padre genocida”, “¿puede desheredarme de mis recuerdos?”. Nuevamente, ante un reclamo, un cuestionamiento, se acude a la figura de la locura. Las “locas de la Plaza”, la “delirante de la hija”. Una pieza descarriada en la maquinaria de la complicidad. La oveja negra que está afiliada a un sindicato, le interesa la Educación Especial (como una forma de “militar la inclusión”), la ESI y asiste al Encuentro Nacional de Mujeres. Una hija de un genocida que abraza la causa de las víctimas. Ella pensó en cambiarse el apellido. Pero no lo hizo. Lo que comenzó siendo una posible explicación del ámbito privado, se transforma en un mensaje público, en la transmisión de la memoria entre las generaciones. En el epílogo, dictamina: “Y cuando te mueras voy a escupir en tu tumba. Por la tumba de los que no tiene tumba […] Porque te vas a morir y con vos se va a morir la posibilidad de saber”.
Analía Kalinec, así, construye una historia sobre los legados, las herencias y las genealogías. “Llevaré mi nombre con el tuyo a cuestas y lo haré bandera de desobediencia. Y contra todo mandato, y contra toda lógica voy a repudiar tu nombre, que es también el mío, para reivindicarlo”.