“Ahora me voy a poner gorda”, dijo con sorna la delgada y fibrosa canoísta británica Mallory Franklin, contando cómo imaginaba su nueva vida, mucho más relajada, tras haberse llevado la medalla de plata en su categoría. ¿Sabrá Mallory que hay deportistas que se ejercitan las mismas horas que ella, que hacen una dieta “fit”, como ella, que llevan una vida sana y activa, que tienen rutinas de ejercicios extremadamente exigentes y que, aún así, son gordxs? Y no solo eso: sino que también son atletas de altísimo rendimiento que tuvieron el atrevimiento de haber triunfado en los últimos juegos olímpicos, volviendo a sus países con medallas de todos los metales. ¿Cómo esto posible, si siempre nos dijeron los nutricionistas, profesores de educación física y abanderados de La Salud con mayúsculas que lxs gordxs son gente con hábitos reprochables y castigables, con cuerpos demacrados, lentos y vergonzosos, incapaces?
Durante muchísimos años, demasiados años, El Dr. C*rmillot (no lo escribo completo porque las activistas dicen que trae mala suerte) resaltó, subrayó y volvió a remarcar todo lo que un gordo no puede. Desde su infame “un gordo no puede enamorarse”, dejó en claro que las personas con cuerpos gordos no pueden hacer absolutamente nada; básicamente, por ser gordxs. No pueden levantarse de la cama, están deprimidxs, no tienen constancia, no tienen vitalidad, están al borde de morirse a cada segundo de sus vidas, son vagxs, sedentarios, son adictos a la comida y no tienen aspiraciones. En definitiva: todo lo que un deportista olímpico, por definición, jamás sería, porque pensar en el sintagma “atleta-gordo” se presenta, dentro de este marco, como un oxímoron.
Sin embargo, panzas anchas y blandas; torsos descaradamente redondos; rollos en la espalda; papadas que enmarcaban caras de muchísimas concentración; estrías; brazos con “adiposidades localizadas”, como dirían algunos nutricionistas militantes del IMC; se abrieron paso en las pantallas de todo el mundo y en los podios, en una audaz insolencia celebratoria, en Tokio 2020. Una intromisión olímpica que se le rió en la cara a las estatuas de los lanzadores de discos de la antigua Grecia, y al ideal ario y hitleriano de los cuerpos gimnásticos definitivos: blancos, rubios y flacos. Un descaro a los ideales de la belleza normativa y “sana”, que redefinió contra las opresiones gordofóbicas lo que significa verdaderamente portar un “cuerpo atlético”, poniendo en tensión este significante.
El activismo gordo local ha denunciado en múltiples espacios y plataformas no solo cómo los referentes del fitness televisivo instalaron estigmas indelebles sobre los cuerpos gordos, sino también cómo las ficciones de consumo cultural masivo también hicieron lo suyo. La idea del gordito gracioso que camina tres pasos y ya se queda sin aire, o que va al arco porque tapa la red, o que es torpe y destruye todo a su paso, es un lugar común del imaginario social que mutila y castiga cualquier posibilidad por fuera de este tropo. Esto se vio reflejado en las risas contenidas de los comentaristas de TVE, que se burlaron en medio de una transmisión del físico sin abdominales marcados del nadador Shawn Dingilius-Wallace, que representó a Palaos en los 50 metros libres de natación.
“Durante los JJOO, se reiteran en medios y en redes el control policial sobre los cuerpos olímpicos, que deberían ser ultra fit y magros y, además, listos para el consumo heterocispatriarcal”, explicó la activista por la diversidad corporal Laura Contrera, en una nota que hizo para este mismo suplemento, en el 2019. Y si hay alguien que, sin dudas, tuvo que combatir no solo contra las nociones gordoodiantes de este encuentro, sino también contra su transfobia legitimada, fue la deportista trans de 43 años, Laurel Hubbard. La neocelandesa tuvo que librar una pelea en varios frentes, donde fue señalada por su edad, por su peso y por su identidad de género. Y, aunque se fue demasiado pronto de la competencia y anunció su retiro deportivo, su figura representó un nuevo cambio de paradigma.
La lanzadora estadounidense Raven Sounders, una joven afroamericana de cuerpo grande y abiertamente torta, protestó contra las múltiples opresiones, intersecciones, que operan tanto en los JJOO como en el mundo. Con un gesto que remitió instantáneamente al saludo del Black Power hecho en el las olimpiadas de 1968, se atrevió a poner en juego su medalla de plata. Al subir al podio, ella cruzó sus brazos en forma de X: “Es la intersección donde se encuentran todas las personas oprimidas”, explicó esta defensora del colectivo LGBTIQ y las minorías racializadas. De la arquera angolesa Teresa Almeida, numerosos portales titularon su peso y altura, como no dando crédito de que con esas medidas se pudiera competir en alto rendimiento.
¿Cuál podría ser el impacto de estas apariciones disruptivas en ese niño que cree que es inadecuado para calzarse una malla de gimnasia rítmica, porque se le marca la panza? ¿En esa niña que quiere ser goleadora, pero que la profesora de educación física siempre la deja para el final y solo le permite ir al arco? ¿En ese pibe que no se anima a sacarse la remera para hacer natación en la pileta del club, y que de pronto ve a Shawn Dingilius-Wallace competir junto a los mejores, con la piel estirada y estrías en la espalda? Tal vez, tendremos que esperar a las próximas competencias para ver el resultado de estos desacatos olímpicos.